Primera parte
CRISIS ECONÓMICA Y ECONOMÍA TERRITORIAL
1. La crisis internacional y la economía española
La economía española antes de la crisis
En el año 2007 los negocios en España iban viento en popa. El país vivía en una euforia económica que muy pocos ponían en duda y casi nadie sospechaba que podía encontrar, en pocos meses, su brusco final. En realidad, el ciclo expansivo había comenzado en la década anterior y se había visto impulsado por la pertenencia de España a la zona euro. Ello no había sido fácil y había requerido una dura política de estabilización que el gobierno de José María Aznar no tuvo miedo en adoptar poco tiempo después de ganar las elecciones en 1996, aun cuando contaba sólo con una minoría parlamentaria compensada con el apoyo de los nacionalistas catalanes y vascos. Aznar, en efecto, disciplinó el gasto estatal, congeló los salarios del sector público, aceleró la política de desregulación de los mercados —favoreciendo, de paso, la competencia y la eficiencia— y redujo con ímpetu la participación del Estado en numerosas empresas públicas ofreciéndolas al sector privado. Y así, cuando dos años después se examinaron las condiciones que, para poder formar parte de la Unión Monetaria Europea, había establecido el Tratado de Maastricht, pudo presentar un balance muy diferente al de la herencia que había recibido al acceder al poder, cumpliendo con todos ellos.
La estabilización macroeconómica fue, sin duda, un requisito esencial para el crecimiento. Pero éste también se vio impulsado por otros factores que conviene destacar y que orientaron a la economía hacia un modelo excesivamente dependiente de la industria de la construcción y del turismo, dos sectores basados en actividades de baja productividad e intensivas en el empleo de mano de obra.
El primero de ellos es de carácter demográfico y alude a la entrada en la edad adulta de las últimas generaciones del baby boom de la postguerra que, en España, se había extendido a lo largo de cuatro décadas hasta el comienzo de los años ochenta. Eran generaciones de entre 500.000 y 700.000 individuos, la mayoría con una formación equivalente al bachillerato y buena parte de ellos con un título universitario, que demandaban empleos, formaban familias y requerían una vivienda. A esta aportación demográfica interna se añadió más tardíamente, desde mediados del decenio de los noventa, un flujo migratorio exterior que no dejaba de crecer y que, ya en el nuevo siglo, hacía que la población española aumentara cada año en un promedio de más de 600.000 personas. Había, pues, mano de obra abundante y una demanda agregada creciente, elementos ambos que, en el marco de estabilidad propiciado por la política gubernamental, favorecían la expansión del sector inmobiliario —al que se sumaría pronto el de la construcción de infraestructuras— y de la oferta turística —esta última también favorecida por el crecimiento de la demanda mundial—.
Y el segundo alude al euro, la nueva moneda que entró en vigor en 1999 y que alineó rápidamente las condiciones financieras de la economía española con las prevalecientes en el núcleo central de la Europa comunitaria. Y, así, en muy poco tiempo, los tipos de interés se redujeron de manera drástica alentando la demanda de crédito. En tal circunstancia, primero los jóvenes españoles que entraban a raudales en el mercado de trabajo, más tarde, los inmigrantes que tomaron el relevo, y por fin los residentes extranjeros, principalmente alemanes y británicos, que veían en España un lugar idóneo para pasar sus vacaciones o para establecerse en su vejez, estuvieron dispuestos a endeudarse para adquirir viviendas y equiparlas. Las entidades financieras relajaron progresivamente las condiciones de sus créditos hipotecarios, ofreciéndolos a plazos cada vez más amplios de hasta cincuenta años y por un valor incluso superior a las garantías que los respaldaban, pues, entre tanto, los precios de las casas no dejaban de crecer y parecía que su valor se multiplicaba por el mero paso del tiempo. Y lo hicieron porque, aunque el ahorro interior era muy insuficiente, encontraron en el ahorro europeo una fuente de dinero deseosa de alimentar una expansión inmobiliaria a la que, en medio de la euforia, juzgaban sin límite.
Esta preferente orientación del crédito hacia las inversiones inmobiliarias, en las que existía un componente especulativo creciente alimentado por la escalada de los precios de las viviendas, impidió que la inversión se canalizara suficientemente hacia otras actividades productivas que no ofrecían rentabilidades tan elevadas porque, al estar sometidas a la competencia internacional, no podían participar en la espiral inflacionista. Éste es el motivo por el cual la industria no hizo más que retroceder en cuanto a su participación en el Producto Interior Bruto (PIB) y, con ello, se contrajo su capacidad para abastecer la creciente demanda interna y se acentuaron sus tradicionales carencias competitivas con respecto a los demás países desarrollados. La consecuencia no fue otra que la aparición de un déficit en las cuentas comerciales exteriores de España que se hacía cada año más grande. Debe tenerse en cuenta a este respecto que, durante algunos de los años finales de la década de los noventa, el país logró que sus exportaciones excedieran, aunque fuera en poco, a sus importaciones. Pero este paréntesis en el tradicional comportamiento de nuestro comercio exterior se cerró a partir de 1999 y, desde entonces, el déficit no dejó de crecer hasta alcanzar un máximo equivalente al 6,8% del PIB en el año 2007.
El lector debe comprender que, como resultado de las identidades contables que inspiran la Contabilidad Nacional, los desequilibrios entre el ahorro y la inversión interiores son equivalentes al saldo de la balanza de pagos por cuenta corriente —cuyo principal componente es la diferencia entre exportaciones e importaciones de mercancías y de servicios—. Ello no hace sino expresar las interrelaciones existentes entre todas las piezas de la economía que he expuesto en los párrafos precedentes y que se podrían resumir de la siguiente manera: la fiebre especulativa inmobiliaria —que se había impulsado inicialmente animada por la satisfacción de las necesidades de vivienda de unas generaciones de jóvenes muy numerosas que se estrenaban en la edad adulta accediendo fácilmente al empleo— encontró en los bancos europeos, debido a las condiciones financieras asociadas con la aparición del euro, a unas entidades gustosas de financiarla; con ello, la inversión se desvió de otros fines seguramente más productivos pero menos rentables y la economía empezó a acumular unos déficits crecientes con el exterior; pero esos déficits eran posibles porque, a pesar de las evidentes carencias de competitividad de la economía española que expresaban, podían ser financiados con capitales de otros países que venían a España a participar de las ganancias especulativas inmobiliarias. El equilibrio entre todos estos elementos era precario y, para deshacerlo, bastaba con cualquier perturbación que afectara a la burbuja especulativa. Y esa perturbación llegó, en el segundo semestre de 2007, de la mano de la crisis financiera internacional que se originó en Estados Unidos.
La crisis financiera internacional1
La crisis financiera internacional tuvo su episodio desencadenante en Estados Unidos al estallar la burbuja inmobiliaria que se había desarrollado desde la segunda mitad de los años noventa y fue consecuencia de la insolvencia de un buen número de compradores de casas que carecían de recursos para hacer frente a los pagos de sus hipotecas. Ello coincidió, además, con una brusca caída de los precios de las materias primas que vino a empeorar aún más las cosas. Aunque el mecanismo de la crisis es relativamente sencillo de describir, su detalle reviste cierta complejidad.
Empecemos por el primero. Desde 1997 hasta 2006 el sector inmobiliario norteamericano registró un continuo aumento de precios —un 124% en el conjunto del período—, en tanto que los activos financieros permanecían relativamente estables en sus cotizaciones a largo plazo. Ello supuso un incentivo para desviar los recursos hacia las inversiones en viviendas —lo mismo que había ocurrido en España—, a la vez que, en ese mercado, entraban compradores cada vez menos solventes. Éstos podían aspirar a la adquisición de una casa porque el coste del dinero era bajo y los bancos de inversión estaban deseosos de conceder créditos hipotecarios para mantener su negocio. Esto último venía facilitado por dos factores: uno era que las viviendas que servían de garantía a las hipotecas tenían un precio que no dejaba de crecer; y el otro estribaba en que, después de varios cambios regulatorios que se adoptaron al comenzar el siglo, esos bancos de inversión podían titulizar sus hipotecas para obtener los fondos con los que las financiaban.
En este último término —titulizar— radica la clave de la crisis financiera. La titulización consiste en vender, bajo la forma de títulos de inversión con un plazo de devolución de unos pocos años, un conjunto de hipotecas concedidas a largo plazo. Esos títulos, reputados con una alta puntuación por las agencias de calificación de riesgos, podían ser vendidos por todas partes a inversores deseosos de sacar una buena rentabilidad a su dinero. Y lo fueron, de manera que, en el mundo financiero internacionalizado que había surgido de la globalización, se esparcieron entre las instituciones bancarias de todos los países, alcanzando valores muy elevados que se contabilizaban en miles de millones de dólares.
En ese mundo financiero en el que, como observa Skidelski, «nunca en la historia se había otorgado un espacio tan grande a la avaricia»2, todo iba viento en popa hasta que empezaron a cambiar las dos condiciones fundamentales sobre las que se asentaba la expansión inmobiliaria. Así, por una parte, el dinero empezó a encarecerse porque la Reserva Federal, para combatir la inflación, en junio de 2004 inició una senda alcista de los tipos de interés de los fondos federales, de manera que éstos pasaron del 1 al 5,25% entre esa fecha y julio de 2006. Y, por otra, a mediados de este último año los precios de las viviendas comenzaron a bajar haciendo que las garantías de los préstamos hipotecarios perdieran valor. Las consecuencias no se hicieron esperar y muy pronto los compradores menos solventes, a los que se habían concedido las hipotecas subprime, acabaron fallando al no poder hacer frente a la devolución de unos préstamos cuyo tipo de interés iba en aumento. Esos fallos, por otra parte, se trasladaban a los bancos prestamistas que, al quedarse con las casas, anotaban en sus balances unos activos en continua desvalorización. Ya en 2007 las pérdidas eran millonarias y se trasladaban hacia los inversores últimos, es decir hacia los bancos norteamericanos y de otros países que habían comprado los títulos vinculados con las hipotecas subprime, y con ello se transmitía también una creciente desconfianza hacia esos bancos, pues ninguno quería hacer público su grado de exposición a dichos activos. Fue precisamente esa desconfianza la que derivó en el colapso de los mercados financieros, pues los bancos no querían prestarse dinero unos a otros al carecer de una evaluación cierta del grado de solvencia de cada uno de ellos. Es así como los mercados interbancarios, a los que habitualmente acuden las entidades para obtener liquidez a corto plazo, dejaron de funcionar.
En el verano de 2007 la crisis era ya palpable en los bancos internacionales que más apelaban al mercado interbancario. En agosto, el gigante francés BNP Paribas suspendió la amortización de varios de sus fondos de inversión. Al mes siguiente caía el británico Northern Rock, que finalmente sería nacionalizado para evitar su quiebra. En marzo de 2008 el quinto banco de inversión de Estados Unidos, el Bear Stearns, tuvo que ser absorbido por el JP Morgan Chase. Y en septiembre el pánico se desató en el sistema financiero norteamericano: el día 7 dos aseguradoras —Fanni Mae y Freddie Mae— tuvieron que ser garantizadas por el Gobierno; el 15 Lehman Brothers, que llevaba operando desde 1850, fue a la quiebra; ese mismo día se vendió Merrill Lynch al Bank of America para evitar que corriera la misma suerte; y al día siguiente el Gobierno adquirió la mayoría del capital de AIG; el día 21 Goldman Sachs y Morgan Stanley cambiaron su estatus de bancos de inversión por el de sociedades de cartera para ser admitidos en la ventanilla de la Reserva Federal para obtener dinero; el 25 quebró Washington Mutual después de que sus clientes realizaran una retirada masiva de fondos; y así sucesivamente, de manera que otras ocho entidades tuvieron que echar el cierre de manera inmediata.
El pánico afectó también a la banca británica. A mediados de septiembre de 2008 el Lloyds TSB anunció la compra del Halifax Bank of Scotland para impedir que éste se hundiera; y al finalizar ese mes el Gobierno de Londres nacionalizó Bradford and Bingley, vendiendo su red de sucursales al Banco Santander. Estos problemas en el Reino Unido tuvieron un importante reflejo sobre Irlanda, donde su Gobierno, para evitar las retiradas masivas de fondos, tuvo que proporcionar una garantía general de todos los depósitos existentes en los bancos de ese país. Esta medida protectora, adoptada también en septiembre, desestabilizó el conjunto de los sistemas bancarios europeos, pues, en los demás países, la garantía de los depósitos se limitaba por lo general a 20.000 euros. Ése fue el motivo por el cual el 7 de octubre el Consejo de Ministros del Economía y Finanzas de la Unión Europea acordó un conjunto de principios comunes para la adopción de medidas nacionales orientadas a estabilizar el sistema financiero. Quince días antes eso mismo es lo que había hecho el Gobierno norteamericano con respecto a los bancos de su país; y cinco días después es lo que haría el eurogrupo con un plan de acción concertada para los países de la zona euro.
Nacía así una política de emergencia destinada a impedir el colapso financiero y a estabilizar a las entidades bancarias, complementando la rebaja de los tipos de interés y las inyecciones de liquidez que se acababa de concertar entre la Reserva Federal, el Banco de Inglaterra, el Banco Central Europeo, el Banco de Suecia, el Banco Nacional Suizo y el Banco de Canadá. Es la llamada política de rescate bancario cuyo volumen se cifraba, en febrero de 2010, según las estimaciones publicadas por el Banco Central Europeo, en el 27% del PIB para la zona euro, el 43% para el Reino Unido y el 26% para los Estados Unidos3. Una política cuyas principales medidas consistieron en la elevación de la garantía de los depósitos bancarios hasta 100.000 euros, la concesión de avales de los Estados a las emisiones de bonos por los bancos, las inyecciones de capital y el aseguramiento de los activos tóxicos en manos de éstos.
La especificidad de la crisis española
La crisis financiera internacional, lo mismo que a los demás países desarrollados, afectó severamente a la economía española y lo hizo de una manera inmediata. Ya en 2007 el PIB había experimentado una desaceleración de su crecimiento debido principalmente al agotamiento del ciclo inmobiliario; y en los primeros trimestres de 2008 la tasa de variación de esa macromagnitud...