Ensayo para contribuir a una Gramática del Asentimiento
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Ensayo para contribuir a una Gramática del Asentimiento

John Henry Newman

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Ensayo para contribuir a una Gramática del Asentimiento

John Henry Newman

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Edición revisada y anotada de la obra cumbre del Cardenal Newman. Dedicada a investigar el tipo de asentimiento propio de las certezas religiosas, y a medio camino entre el ensayo filosófico y apologético, la Gramática del asentimiento sigue siendo hoy en día una referencia original e ineludible para comprender la razonabilidad de la fe cristiana.

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Información

Año
2011
ISBN
9788499205830
Edición
1
Categoría
Filosofia
PARTE SEGUNDA:
EL ASENTIMIENTO Y LA INFERENCIA

VI. EL ASENTIMIENTO INCONDICIONAL

Hasta aquí he dicho todo lo que hay que decir acerca de la relación que hay entre el asentimiento y la aprehensión. Pasaré ahora a considerar la relación que hay entre el asentimiento y la inferencia.
La aprehensión es en general un concomitante, mientras que la inferencia es un antecedente del asentimiento. Supongo que no se requiere que me detenga en este punto. Pero ni la aprehensión ni la inferencia son obstáculo al carácter incondicional del asentimiento considerado en sí mismo. Las circunstancias de un acto, por necesarias que sean para el mismo, no entran a formar parte del mismo acto. El asentimiento es por su misma naturaleza absoluto e incondicional, aunque no puede prestarse si no es en ciertas condiciones.
Esto es obvio. Lo que presenta cierta dificultad es lo siguiente: ¿Cómo puede ser que la aceptación condicional de una proposición (tal es el acto de inferencia) pueda llevar, como de hecho lleva, a la aceptación incondicional de la misma, que es el asentimiento? ¿Cómo puede ser que una proposición que no es ni puede ser demostrada, que a lo más puede probarse que es verosímil, pero no que es verdadera, como por ejemplo, «yo moriré», sin embargo exige y recibe de nosotros nuestra adhesión absoluta? Voy a pasar ahora a la consideración de esta que bien puede llamarse una paradoja. Esto es, trataré primero del acto de asentimiento a una proposición, acto que es incondicional. En segundo lugar trataré del acto de inferencia que precede al asentimiento y es condicional. Y en tercer lugar trataré de la aparente contradicción que implica mantener que la aceptación incondicional de una proposición puede ser el resultado de su aceptación condicional.

1. El asentimiento simple

La doctrina que he enunciado requiere una explicación tan cuidadosa, que no es de maravillar que ciertos autores notables y de gran talento la hayan abandonado sustituyéndola por otra de su invención. En realidad, no hay teoría sobre esta materia que no tenga sus dificultades, ni se libran de ellas los autores mencionados, aunque sus teorías se presenten bajo el ropaje del sentido común. Dichos autores mantienen que hay grados de asentimiento, y que el asentimiento puede ser fuerte o débil según sean las razones en favor de una proposición. De ello se sigue que un asentimiento absoluto no puede ejercerse más que como ratificación de actos de intuición o de demostración. Hemos de aceptar incondicionalmente lo que llegamos a conocer por estos medios; pero los razonamientos acerca de cosas concretas nunca son más que probabilidades, y la probabilidad de cada una de las conclusiones a que llegamos es la medida de nuestro asentimiento a esta conclusión. De esta forma el asentimiento se reduce a una especie de sombra inevitable que sigue siempre a la inferencia, que es como la substancia; y así el asentimiento nunca dejaría de estar mezclado con alguna duda, puesto que la inferencia en las cosas concretas nunca va más allá de la probabilidad.
Tal es lo que podríamos llamar el método a priori de considerar el asentimiento en sus relaciones con la inferencia. Rechaza la posibilidad de un asentimiento incondicional en cosas concretas por lo que podríamos llamar la misma naturaleza de las cosas. El asentimiento no puede llegar más lejos que la fuente de donde procede; pero la inferencia en tales cosas es a lo más condicional; luego el asentimiento es también condicional.
Los argumentos abstractos son siempre peligrosos, y el ejemplo que me ocupa no es excepción a la regla. Prefiero guiarme por los hechos. La teoría que he mencionado no puede llevarse a la práctica. En realidad, puede decirse que prueba demasiado, puesto que nos prohíbe el asentimiento incondicional en casos en los que la voz común de la humanidad, sin exceptuar los abogados de las teorías en cuestión, protestaría contra la prohibición. Hay muchas verdades acerca de cosas concretas que nadie puede demostrar, pero que todo el mundo acepta incondicionalmente. Y aunque, por supuesto, hay innumerables proposiciones a las cuales sería absurdo dar un asentimiento incondicional, sin embargo lo absurdo está en las circunstancias particulares de cada caso tomado en sí mismo, no en la común violación del pretendido axioma de que ningún razonamiento probable puede llevar a la certeza.
Lo que Locke dice acerca de este asunto es una ilustración de lo que estoy diciendo. Este autor famoso, siguiendo la costumbre de su escuela, habla libremente de grados de asentimiento y considera que la fuerza del asentimiento que se da a una proposición varía según sea la fuerza de la inferencia de la cual se sigue tal asentimiento. No obstante, se ve forzado a admitir excepciones a este principio general, las cuales son realmente incomprensibles en su teoría abstracta, pero exigidas por la lógica de los hechos. La práctica de la humanidad es más fuerte que este teorema al cual quiere sujetarla.
Primero, en su capítulo «Sobre la probabilidad» dice: «La mayoría de las proposiciones con las que pensamos, razonamos, discurrimos y actuamos son de tal naturaleza que no podemos tener un conocimiento de su verdad que excluya toda duda; sin embargo, algunas están tan cerca del límite de lo cierto, que no admitimos duda alguna acerca de ellas, sino que asentimos a ellas tan firmemente y obramos según ellas con tal resolución como si hubieran sido demostradas infaliblemente, y como si nuestro conocimiento de ellas fuera perfecto y cierto». En este pasaje concede que ciertas inferencias que únicamente «están cerca del límite de lo cierto», de hecho están tan cerca que «no dudamos de ellas» y «asentimos a ellas tan firmemente» como si hubieran sido infaliblemente demostradas. Esto es, afirma y sanciona la misma paradoja a la que yo me estoy dedicando.
Dice además en su capítulo sobre «los grados del asentimiento» que «si una cosa particular consonante con la observación constante de nosotros mismos y de otros, nos viene atestiguada por la información convergente de todos los que la mencionan, la recibimos tan fácilmente y construimos tan firmemente sobre ella como si se tratara de conocimiento cierto; y razonamos y obramos según ella con tan poca duda como si se tratara de una demostración perfecta». Y añade: «Estas probabilidades están tan cerca de la certeza, que gobiernan nuestro pensamiento tan absolutamente e influencian nuestras acciones tan plenamente como la demostración más evidente; y en lo que a nosotros toca, apenas si hacemos distinción entre ellas y el conocimiento perfecto. La creencia fundada en ellas pasa a ser seguridad». Aquí también las «probabilidades» pueden ser tan fuertes que «gobiernen nuestro pensamiento tan absolutamente» como la misma demostración, tan fuertes que «la creencia fundada en ellas pasa a ser seguridad», es decir, certeza.
Tengo un respeto tan profundo por la persona y el talento de Locke, por su viril sencillez intelectual y por su sincera ingenuidad, y además en sus observaciones sobre el raciocinio y la demostración, encuentro tantas cosas con las que estoy plenamente de acuerdo, que no es ciertamente un placer para mí tener que considerarle como un adversario de ciertos puntos de vista que yo he considerado siempre como verdaderos, con una devoción obstinada. Yo quisiera creer que en el pasaje que sigue en su capítulo sobre «el entusiasmo» se dirige a extravagancias supersticiosas que yo repudiaría tanto como él; pero si esto es así, sus palabras van más allá de lo que el caso requería y contradicen lo que de él he citado más arriba.
«Quienquiera que seriamente quiera dedicarse a la investigación de la verdad debe en primer lugar preparar su mente con el amor de ella. Porque el que no la ama no tendrá gran interés por alcanzarla ni se dolerá mucho cuando la pierda. No hay nadie en la república de las letras que no profese ser un amante de la verdad, y no hay criatura racional que dejaría de ofenderse si los demás creyeran otra cosa. Y con todo, uno puede decir con verdad que son muy pocos los amantes de la verdad por sí misma, aun entre los que se persuaden a sí mismos de que lo son. Vale la pena inquirir cómo puede un hombre saber si es verdaderamente amante de la verdad. Creo que para ello hay una señal inequívoca, a saber, nunca mantener una proposición con certeza mayor de la que garantizan las pruebas sobre las que se basa. Quienquiera que va más allá de esta medida de asentimiento, evidentemente no recibe la verdad por amor de ella, no ama la verdad por sí misma, sino por algún otro fin accesorio. Porque, puesto que la evidencia de la verdad de una proposición (excepto en las proposiciones evidentes por sí mismas) está sólo en las pruebas que uno tiene de ella, cualquier grado de asentimiento que uno preste más allá de los grados de esta evidencia, cualquier exceso de certeza sobre ella se deberá evidentemente a algún otro afecto, no al amor de la verdad. Es imposible que el amor de la verdad lleve mi asentimiento más allá de la evidencia que yo tengo de su verdad, y es igualmente imposible que sea amor a la verdad cualquier asentimiento a una proposición en razón de una evidencia que no tiene de su verdad, lo cual es de hecho no amarla como verdadera, puesto que puede ser o es probable que no sea verdadera»1.
Aquí afirma que no sólo es ilógico, sino también inmoral «llevar nuestro asentimiento más allá de la evidencia de la verdad de una proposición», tener «un exceso de certeza más allá de los grados de esta evidencia». De esta regla exceptúa únicamente las proposiciones que son evidentes por sí mismas. ¿Cómo, pues, no es inconsecuente con la recta razón y con el amor a la verdad por sí misma permitir, en las palabras arriba citadas, que ciertas «fuertes probabilidades» «rijan nuestro pensamiento tan absolutamente como la demostración más evidente»? ¿Cómo no habrá «exceso de certeza más allá de los grados de la evidencia», cuando en el caso de estas fuertes probabilidades permitimos que la creencia que de ellas resulta pase a ser una certeza? Naturalmente tenía ante los ojos una serie de casos cuando decía que la demostración es la condición del asentimiento absoluto, y otros casos diferentes cuando decía que no era tal condición. Pero al menos no se le puede excusar el haber sido poco cuidadoso al tratar así un asunto capital. Un filósofo ha de tener tal previsión de la aplicación de sus principios, y ha de ser tan cauto en la enunciación de los mismos, que esté bien asegurado contra el riesgo de que se confronte una cosa con otra: no sea que vaya a defender lo que pretende reprobar y a condenar lo que no puede menos de aprobar. Sin embargo, pensemos lo que pensemos de su método a priori y de su consistencia lógica, lo cierto es que tenemos que considerar que su animus es hostil a la teoría que yo voy a defender. Locke tiene una concepción de la mente humana en lo que se refiere al asentimiento y a la inferencia, que me parece a mí teorética e irreal. Hay raciocinios y convicciones que yo considero naturales y legítimos, y que, por lo visto, él consideraría irracionales, fruto del entusiasmo, perversos e inmorales. Y la razón de esto está, a mí me parece, en que él consulta a su propio ideal de lo que debería ser, en vez de preguntar a la naturaleza humana como algo existente, como de hecho se encuentra en el mundo. En lugar de guiarse por el testimonio de los hechos psicológicos y de determinar por ellos nuestras facultades constitutivas y nuestra propia condición, contentándose con la mente así como Dios la ha hecho, Locke preferiría moldear a sus hombres como él cree que deberían moldearse, hacerlos algo mejor y más excelso; y los considera inmorales e irracionales si, por así decirlo, toman tierra en vez de volar en alas de su arbitraria teoría.
1. Ahora bien, la primera cuestión que esta teoría me hace considerar es si realmente existe un acto mental que sea asentimiento. Si existe, es evidente que debería mostrarse inequívocamente como tal y como distinto de otros actos. Porque si un supuesto acto sólo puede ser considerado como una repetición inmediata y necesaria de otro acto, si el asentimiento no es más que una especie de repetición o doble del acto de inferencia, si cuando la inferencia determina que una proposición es algo, o un poco, o bastante, o muy semejante a la verdad, el asentimiento, como su recíproco normal y natural, dice que es algo, o un poco, o bastante, o muy semejante a la verdad, entonces no veo qué queremos decir cuando decimos, ni siquiera sé por qué decimos, que tal acto existe. Desde el punto de vista psicológico es simplemente superfluo, una curiosidad de agudos ingenios que hemos de quitarnos de encima lo antes posible. Aparentemente cuando doy un asentimiento debería hacer exactamente lo mismo que hago cuando infiero; o mejor dicho, no tanto, sino algo que está incluido en la misma inferencia. Porque, mientras que la disposición de mi mente con respecto a una proposición dada es idéntica en el asentimiento y en la inferencia, al asentir no hago más que dejar de lado el pensamiento de las premisas, pero no el pensamiento de su influencia sobre la proposición inferida. Esto es pues, a lo que parece, lo que la naturaleza determina, y éste es el uso a conciencia de nuestras facultades, a saber asentir de manera que no hagamos más que inferir. Entonces, me parece, si ésta es en verdad la realidad de las cosas, si el asentimiento no se distingue realmente de la inferencia, debe ser exactamente lo mismo que ella. No es más que otro nombre de la inferencia, y hablar de asentimiento no hace más que introducir confusión. Tampoco puede argüirse que un acto de conciencia, aunque sea distinto de un acto de conocimiento, no es al fin y al cabo más que una repetición de éste. Por el contrario, se trata de un acto reflejo que tiene su objeto propio, a saber el acto mismo de conocimiento. De la misma manera podría decirse que oír las notas de mi voz es una repetición de mi acción de cantar. No hay aquí paridad con la anomalía que estoy combatiendo.
Establezco, pues, como principio fundamental, que o bien el asentimiento es algo intrínsecamente distinto de la inferencia, o vale más que borremos cuanto antes esta palabra del vocabulario filosófico. Si no es más que un eco de la inferencia, no puede considerarse como un acto substantivo. Por otra parte, si no se trata de una tal repetición ociosa, como yo ciertamente creo, si la palabra «asentimiento» ocupa un lugar necesario en el lenguaje y en el pensamiento, si no puede confundirse ni con la conclusión ni con la inferencia, si ambas palabras se usan para expresar dos afecciones del entendimiento que no pueden cambiar su naturaleza, si de hecho no se encuentran invariablemente juntos, si se halla a veces el uno sin el otro, si uno es fuerte cuando el otro es débil, si a veces parece hasta como si estuvieran en mutua oposición, entonces, puesto que conocemos perfectamente lo que es la inferencia, nos toca considerar lo que es el asentimiento en contraposición a la inferencia. Por el hecho de establecer que se trata de cosas distintas hemos avanzado un paso en el camino que, a mi entender, es el único verdadero.
El primer paso, pues, para decidir esta cuestión será inquirir lo que la experiencia de nuestra vida cotidiana nos enseña acerca de la relación mutua entre la inferencia y el asentimiento.
(1) En primer lugar, sabemos por experiencia que los asentimientos pueden perdurar sin la presencia de los actos de inferencia que los provocaron. Es obvio que a medida que avanzamos en la vida, no sólo nos vamos formando y cambiando interiormente por el aumento de hábitos, sino que nos enriquecemos también con un gran número de creencias y opiniones sobre las más diversas materias. Estas creencias y opiniones mantenidas, como algunas al menos son mantenidas, casi como primeros principios, son asentimientos y constituyen, por así decirlo, el ropaje o el mueblaje de la mente. Ya he hablado de ellas bajo los epígrafes «creencia» y «opinión». A veces tenemos plena conciencia de ellas, a veces sólo implícita, de manera que sólo de cuando en cuando se presentan directamente ante nuestra facultad de reflexión. A pesar de esto, se trata de asentimientos, y cuando los admitimos por vez primera teníamos alguna razón bien fuera débil o sólida, reconocida o no, para admitirlos. Sin embargo, fueran cuales fueran estas razones, aunque entonces nos hubiéramos dado cuenta de ellas, ya hace tiempo que las hemos olvidado. Tanto si fue la autoridad de otros, o nuestra propia observación, o nuestras lecturas, o nuestra reflexión lo que constituyó una garantía de nuestro asentimiento, lo cierto es que recibimos la materia de que se trata en nuestra mente como verdadera y le dimos allí lugar permanente. Dimos nuestro asentimiento y todavía seguimos asintiendo, aunque hemos olvidado nuestras razones para ello. Actualmente estos asentimientos viven por sí solos en nuestra mente, y han vivido así dura...

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