La vida y el destino de Vasili Grossman
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La vida y el destino de Vasili Grossman

  1. 504 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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La vida y el destino de Vasili Grossman

Descripción del libro

Vasili Grossman (1905-1964), convencido corresponsal de guerra del Ejército Soviético de origen judío, vivió los acontecimientos más terribles del siglo pasado: la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto y el Terror stalinista. El descubrimiento de la masacre nazi de 30.000 judíos, incluida su propia madre, en su pueblo natal, Berdíchev, le decidió a destapar la complicidad entre nazis y comunistas que había posibilitado este exterminio. Durante casi 30 años fue perseguido y su principal obra, Vida y destino, no salió a la luz hasta su publicación en Suiza en 1980.La vida y el destino de Vasili Grossman es la biografía más completa de quien hoy es considerado uno de los escritores más importantes del siglo XX, fruto de una investigación a partir de materiales de archivo que sólo tras la caída de la Unión Soviética pudieron conocerse. Pero además de un vivo y apasionante retrato de la vida del escritor en un estado totalitario, el libro de John y Carol Garrard aporta pruebas novedosas de los orígenes mismos del Holocausto.

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Información

Año
2011
ISBN del libro electrónico
9788499205779
Edición
1
Categoría
Literatura

1. LOS HIJASTROS DEL ZAR ENTRAN EN LA TIERRA PROMETIDA

En lugar de permitir que cada día, empujado por el siguiente, desaparezca en una memoria imprecisa, [el artista] da nuevamente forma a las experiencias que lo han formado. Es al mismo tiempo su prisionero y su liberador.
RICHARD ELLMAN, James Joyce
El violinista en el tejado, el musical de éxito de Broadway basado en los cuentos breves de Sholem Aleichen, ofrece un marco en cierto modo idílico de la vida judía en la región ucraniana cercana a Kiev, donde nació Grossman y transcurrió su infancia. En efecto, también Sholem Aleichen vivió durante varios años en Berdíchev, e hizo de él uno de sus modelos para Anatevka, la ambientación imaginaria de algunas de sus historias. Pero Grossman, aunque nacido y crecido en Berdíchev, fue educado en una franja de la sociedad judía que no está retratada en el musical: la clase alta de los profesionales. Los padres de Grossman no pertenecían sólo a la cultura rusa, sino que estaban también profundamente europeizados, y tenían bien poco en común con los personajes de El violinista en el tejado, o al menos con los demás judíos de la ciudad de Berdíchev. Una vez Grossman confió a su hija Katia:
Nosotros no éramos como los pobres judíos del shtetl* (mestechkovaya bednota) descritos por Shalom Aleichen; el tipo de gente que vivía en casuchas y dormían unos pegados a otros en el suelo, apretados como sardinas. No, nuestra familia tiene una ascendencia judía muy distinta. La que poseía carrozas y caballos, cuyas mujeres llevaban diamantes y cuyos hijos eran enviados a estudiar al extranjero1.
Los padres de Grossman no tenían interés alguno por el judaísmo ni por ninguna otra religión. Hablaban y leían el ruso, no el yídish (el ucraniano era hablado sobre todo por las clases inferiores). Su madre hablaba fluidamente el francés, mientras que su padre debía conocer el alemán muy bien, porque había estudiado en la Universidad de Berna, en Suiza. El mismo Grossman no se puso nunca a aprender el yídish, el lenguaje usado por la mayor parte de los judíos de Berdíchev2.
Los padres de Grossman tenían una sola cosa en común con los judíos del mundo literario de Aleichen y del mundo real ucraniano: lo mismo que otros judíos acomodados, compartían con sus hermanos pobres la espantosa sensación de vivir sometidos a una perenne tensión, igual que la imagen de Rebbe Tevye del violinista sobre un tejado de Anatevka. Independientemente de cuánto se sintieran en sintonía con la cultura rusa, las personas como los padres de Grossman se mantenían, sin embargo, en equilibrio entre dos comunidades, ninguna de las cuales estaba decidida a aceptarlos: los judíos del shtetl por una parte, los cristianos rusos y ucranianos por otra. El típico creyente cristiano ortodoxo del Imperio ruso miraba a su compatriota judío con la misma mezcla de religioso desprecio y hostilidad que en siglos anteriores había caracterizado a la Europa católica, en particular durante e inmediatamente después de las Cruzadas.
El antisemitismo dominante en la Rusia de finales del siglo XIX compartía la misma mentalidad medieval expresada medio milenio antes por Chaucer. Su Abadesa, en Los cuentos de Canterbury, habla de un niño de siete años asesinado por los judíos y termina su historia aludiendo al caso del «joven Hugh de Lyncoln, también él asesinado/ junto a los malditos judíos» (vv. 1874-1875), un célebre caso ocurrido en 1255. En 1290 los judíos fueron expulsados de Inglaterra; se les permitió volver en pequeños grupos solamente a partir del siglo XVII y también después. Esta clase de odio fanático, suscitado por las Cruzadas y deliberadamente fomentado por las jerarquías eclesiásticas, duró siglos. En todo caso, la creciente secularización en Europa occidental y la influencia del Humanismo y de la Ilustración hicieron la vida a los judíos más tolerable, especialmente a partir de la época napoleónica.
En clara antítesis con esto, la Iglesia ortodoxa rusa quedó anclada y cristalizada en la mentalidad medieval. Después de la caída de Constantinopla a manos de los turcos en 1453, Moscú se vio distinguida con el papel de reina de la cristiandad, casi una «tercera Roma» resplandeciente como un faro de esperanza para toda nación cristiana, y en particular para los ortodoxos serbios que en los Balcanes vivían bajo la dominación turca. La primera Roma cayó a manos de los «herejes latinos». La segunda Roma, que surgía sobre el Bósforo y llevaba el mismo nombre del emperador Constantino, se encontraba en manos de los musulmanes turcos. Al residir su patriarca en Moscú, los rusos consideraban su capital como el único centro de la auténtica fe ortodoxa y, por tanto, de toda la cristiandad. No había lugar para los judíos en la tercera Roma y los «herejes latinos» no fueron admitidos hasta el siglo XVI y con extrema cautela por voluntad del ambicioso zar Iván el Terrible. Sin embargo sus actividades económicas estaban limitadas y ellos estaban obligados a residir en una especie de gueto occidental, el llamado «barrio extranjero» de Moscú (el Nemetskaya sloboda).
Fue Pedro el Grande el que puso fin al aislamiento de Rusia al comienzo del siglo XVIII trasladando la capital desde Moscú a una nueva ciudad creada junto al Báltico, modestamente llamada como él mismo y canonizada como San Petersburgo. Los conservadores rusos, muchos de los cuales pertenecían significativamente a la misma Iglesia ortodoxa, se opusieron firmemente a este compromiso, considerado como subversivo, con los herejes latinos. Sin embargo, bien poco pudieron hacer cuando la emperatriz Catalina, una princesa alemana de segundo rango, después de haber asesinado a su poco ingenioso marido, defensor de Prusia, usurpó el trono en 1762 y declaró que quería continuar las políticas de modernización de Pedro, es decir europeizar Rusia. Fue, en efecto, Catalina la que creó entre otras cosas el «problema judío» en Rusia a finales del siglo XVIII, absorbiendo en su propio Imperio en expansión amplias porciones de Polonia, además de territorios bielorrusos y ucranianos controlados anteriormente por los polacos. Se metió en un dilema moral, considerándose una soberana ilustrada que mantenía correspondencia con Voltaire e invitaba a Diderot a su corte. La emperatriz se sintió, pues, en el deber de implementar una política racional a favor de los judíos en sus territorios. Además, estaba convencida de que el poder y la expansión de Rusia dependían de la actividad mercantil, tanto como de las conquistas militares y, debido a su cultura alemana, sabía que las competencias de los judíos instruidos podían ser útiles. La creación con Catalina de oportunidades para los judíos en Rusia reflejaba así el trato más liberal hacia ellos en la Europa occidental del mismo período.
La mayor parte de los judíos vivía en las ciudades grandes y medias del Imperio ruso, por eso Catalina en 1780 los dividió en dos categorías de derecho: la de los comerciantes (kuptsi) y la de los ciudadanos (meshchane), según su posición socioeconómica3. La de los meshchane fue inmediatamente una clase urbana inferior en un Estado en el que el 90 por ciento de la población trabajaba la tierra. En 1785 Catalina decidió definir la clase de los comerciantes más detalladamente. Publicó en las ciudades el decreto según el cual los comerciantes debían subdividirse en tres gremios de nueva institución. Catalina no se empecinó en su actitud ilustrada para separar a los judíos e insistir en que fuesen admitidos en los gremios. Más bien dejó claro que nadie que poseyese los bienes necesarios pudiese ser excluido de los mismos, fuesen judíos o perteneciesen a otras religiones, etnias o grupos sociales o fuesen mujeres:
Cualquier persona, de cualquier sexo, edad, lenguaje, familia, comercio, actividad, artesanado, o trabajo, que por declaración propia tenga bienes cuyo valor esté comprendido entre los 1.000 y los 50.000 rublos, puede ser inscrita en un gremio4.
El requisito mínimo para ser admitidos en el tercer gremio era la posesión de un patrimonio comprendido entre los 1.000 y los 5.000 rublos. Aquellos cuyo patrimonio estaba comprendido entre los 5.000 y los 10.000 rublos podían inscribirse en el segundo gremio. Sólo quien tenía la fortuna de poseer entre los 10.000 y los 50.000 rublos en propiedades y dinero (una suma astronómica en la Rusia de finales de siglo XVIII) podía inscribirse en el primer gremio5. Presumiblemente aquellos cuyo patrimonio superaba los 50.000 rublos podían aspirar a entrar a formar parte de la nobleza, una restringida clase de aristócratas y propietarios de tierras y siervos, que gozaban de numerosos privilegios sin tener obligación alguna, como consecuencia directa de los decretos de Catalina.
Por muy ilustrado que haya podido parecer el decreto de Catalina a sus corresponsales franceses, muchos rusos no toleraron la presencia de los judíos en medio de ellos y se mostraron excesivamente molestos por las actividades mercantiles de sus nuevos vecinos. Por tanto, en el momento en que la época de la Ilustración asistía al nacimiento de los Estados Unidos de América en los límites occidentales de la civilización europea, en los límites orientales Catalina se sintió en el deber de retractarse de su precedente posición ilustrada. Para calmar la ira de los rusos ortodoxos impuso obligaciones de naturaleza feudal a sus súbditos judíos. Lo mismo que los siervos medievales y que los rusos en el tiempo de Catalina no podían alejarse de los dominios de su señor, los judíos fueron confinados en un área conocida como la «Zona de residencia obligada» y no podían adentrarse en el territorio de Rusia sin un permiso especial. La Zona se convirtió en ley mediante un edicto que Catalina envió al Senado el 23 de diciembre de 1791. En él se declaraba: «Establecemos por ley que los judíos no tengan derecho alguno a inscribirse como comerciantes en las ciudades y en los puertos internos de Rusia y sólo por expresa orden nuestra se les ha concedido beneficiarse de los derechos civiles y urbanos en la Rusia blanca [Bielorrusia]»6. Por tanto, la «Zona de residencia obligada» calmó tanto la envidia como el fervor religioso de los rusos devotos y sirvió también al objetivo más terrenal de eliminar la competencia judía del comercio y de los negocios.
Irónicamente, en el decreto Catalina habla de «derechos» al mismo tiempo que los niega. En el mismo 1791 los «Derechos del Hombre» eran establecidos en las diez primeras enmiendas de la Constitución de los Estados Unidos, garantizando así la tolerancia religiosa. Los judíos en los Estados Unidos se encontrarían, por tanto, en las mismas condiciones legales que todos los demás ciudadanos, un hecho explicitado por el presidente George Washington, que prudente pero firmemente rechazó la petición proveniente de los capellanes del ejército continental de incluir la palabra «Cristo» o «cristiano» en la nueva Constitución. Los judíos en Rusia, condenados a no tener derechos inalienables, tendrían que someterse a los favores de cualquier autócrata. En vez de derechos naturales, como los exaltados en el lema «Liberté, Égalité, Fraternité» de la Revolución francesa, la dinastía zarista se entregó con fervor a la trinidad atávica de «Ortodoxia, Autocracia y Nacionalismo», aunque para su formulación explícita habría que esperar cincuenta años.
El resultado del intento de Catalina de encontrar un equilibrio entre el antisemitismo ruso y la Ilustración europea fue poner a sus súbditos judíos ante un dilema. Animó a estos últimos a continuar sus actividades comerciales, pero les impuso restricciones para satisfacer a la Iglesia ortodoxa rusa y a sus fieles devotos. Ni siquiera los judíos de los gremios constituyeron una entidad oficial para la Rusia cristiana, porque nacimientos, matrimonios y entierros tenían lugar bajo el control de la Iglesia. Los judíos fueron expulsados de toda actividad o profesión a excepción de las finanzas y del comercio, siendo, sin embargo, al mismo tiempo inculpados por sus logros en estos campos. Se repetía lo mismo que les sucedió a sus predecesores en la Europa medieval, donde a los cristianos se les prohibía ejercer la «usura» puesto que se creía que había sido condenada por Jesús en los Evangelios, en el episodio de la expulsión de los mercaderes del templo. De manera semejante, el éxito económico de los judíos en la Rusia zarista era desacreditado asimilándolo a la usura y finalmente condenado como una ocupación prohibida a los devotos.
El rechazo de Catalina a garantizar la igualdad, recién adquirida, a sus súbditos judíos produjo consecuencias negativas y de larga duración en la historia rusa posterior. Cada uno de los zares que se sucedieron se encontró con tener que afrontar un «problema judío» que se revelaba una y otra vez radicalmente insoluble, pues su resolución habría comportado el desconocimiento de la ortodoxia rusa como religión de Estado. Los Estados Unidos consiguieron evitar semejante problema, porque sabiamente decidieron no imitar a la mayoría de los Estados europeos favoreciendo una Iglesia oficial. Precisamente a partir de la clase mercantil instituida por Catalina la Grande en el siglo XVIII surgiría una pequeña parte de clase media-alta y de intelligentsia judía un centenar de años más tarde. Del mismo modo, el pobre meshchane, que, a menudo, trabajaba para los comerciantes judíos de los gremios, constituyó la base del proletariado industrial que, gracias a la acción política radical del Bund judío, se hizo cada vez más fuerte al final del siglo XIX y, más tarde, se fusionó con los trabajadores no judíos para formar la espina dorsal del movimiento revolucionario7.
Grossman, a su vez, descendía de un estrato poco denso de la sociedad judía que vivía como una minoría dentro de una minoría. La mayor parte de los judíos del Imperio eran practicantes y pobres. Sus antepasados no eran ni lo uno ni lo otro; su extrema finura y su mentalidad laica los dejaron aislados y alejados de la identidad religiosa y étnica con las que los zares y la Iglesia ortodoxa rusa se obstinaban en etiquetarlos. La familia de Grossman pertenecía al segundo gremio mercantil, un claro signo de estatus elevado y bienestar8. El padre de Grossman, Semión Ósipovich, provenía de una familia de comerciantes de la Besarabia. Nació en Reni, ciudad situada en lo que ahora es la frontera meridional entre Moldavia, recientemente independiente, y Rumanía. La familia se dedicaba al comercio de cereales al por mayor. Por parte materna, Grossman descendía de la familia Vitis, que generaciones antes había emigrado a Odesa desde Lituania. La tradición familiar dejaba entender que personas más bien dudosas ayudaron a asentar la fortuna de los Vitis en Odesa, centro de criminales judíos, descrita gráficamente en la celebre colección de Isaak Bábel, Los cuentos de Odesa. Odesa se desarrolló rápidamente en el siglo XIX como principal puerto para el comercio exterior de cereales, hasta que la introducción de la cosechadora en América provocó una crisis de precios que literalmente destruyó el comercio cerealista ruso.
El sistema de los gremios establece reglas para el desarrollo de los comercios que inicialmente funcionaron bien y dieron a los judíos mejores oportunidades para aumentar la participación en la vida económica y cultural rusa. Los privilegios conferidos a los miembros de los gremios eran atentamente clasificados y valorados, como cualquier otra cosa en el Imperio ruso, fuertemente militarizado y consciente del valor de los rangos. Sólo los que pertenecían al primer gremio podían moverse y viajar libremente fuera de la «Zona de residencia obligada». Después, durante el reinado del zar reformador Alejandro II (1856-1881), una serie de leyes liberales concedió a los judíos de los gremios mercantiles algunos derechos civiles fundamentales, el más importante de los cuales confirió en 1859 a los miembros del primer gremio el privilegio de poder residir en cualquier ciudad rusa. En la segunda mitad del siglo XIX un pequeño número de judíos tuvo la ocasión de adquirir un notable bienestar9.
Los judíos, grupo antes estigmatizado, vieron inmediatamente que la afiliación a los gremios llevaba consigo privilegios gracias a los cuales la vida sería más sencilla a la larga. Obviamente estaban excluidos de la Tabla de Rangos, donde todos los ciudadanos rusos por encima del grado de campesino estaban legal y administrativamente incluidos, puesto que la admisión en ella requería un acto de fe en el zar ante un sacerdote ortodoxo10. Sin embargo, en cuanto miembros del segundo gremio, las familias Grossman y Vitis tenían un estatus legal especial, cuya importancia, sin embargo, no debe ser exagerada. Los abuelos de Grossman se habían beneficiado de las amplias reformas políticas, escolares y sociales queridas por Alejandro II. El «Zar emancipador» no sólo liberó a los siervos en 1861, sino que permitió también a los judíos —al menos a aquellos que pertenecían a una élite— participar, sobre bases más igualitarias, en la vida del país. Fue el mismo Alejandro II el que puso fin, después, al reclutamiento obligatorio para los jóvenes judíos, que en los campos militares («acuartelamientos») eran socializados y formalmente convertidos al cristianismo. Por muy modestas que pued...

Índice

  1. Mapas y dibujos
  2. Prefacio y agradecimientos
  3. Prólogo: Berdíchev: comienza el Holocausto
  4. 1. Los hijastros del Zar entran en la tierra prometida
  5. 2. Falsos comienzos
  6. 3. Caminando en la cuerda floja
  7. 4. Al fin libres: la batalla de Stalingrado
  8. 5. Retorno a Berdíchev
  9. 6. Hablando en nombre de los que yacen en la tierra
  10. 7. Guerra y libertad
  11. 8. Sepultado vivo
  12. 9. Lázaro
  13. Epílogo: Los huesos de Berdíchev
  14. Apéndice: Documentos de archivo traducidos
  15. Bibliografía
  16. Imágenes