La saludable risa de la muchacha tracia y la aún más saludable ilusión heroica
I. La risa de la muchacha tracia
La diferencia entre el filósofo y el ciudadano de a pie no tiene nada que ver con su respectivo lugar de trabajo, sino con su manera de prestar atención a la mera epidermis del mundo. La del filósofo es de sorpresa; la del ciudadano de a pie, de rutina. De terapéutica rutina, podemos añadir, porque quizás sea cierto que todos los hombres desean de manera natural saber, pero el sorprenderse con lo visto cotidianamente es una actitud muy poco común, que tiene algo de paradójica, ya que lo común acostumbra a ser lo que nos proporciona refugio. Es el caso evidente de la fe; es decir, de la fe necesaria para vivir, porque la teoría puede permitirse coquetear con el nihilismo, pero la vida no: la vida desmiente el nihilismo a cada paso.
El asombro ante lo cotidiano es, a la vez, el acicate imprescindible para la libertad de pensamiento y la expresión de un desarraigo que sólo se puede asumir como proyecto vital con coraje. En el momento en que se interroga a lo cotidiano por las razones de su cotidianeidad y se le permite al mundo mostrarse como realmente es, la calma de lo obvio comienza a zumbar desvelándonos un enjambre de interrogantes. El orden del puzle se convierte en sorpresa. En esta situación es frecuente y natural que el filósofo tenga que vérselas con la risa de la muchacha tracia, aquella joven que, según Platón (Teeteto 174 ab), ridiculizaba a Tales de Mileto porque al dedicarse con todos sus sentidos a escrutar el cielo, era incapaz de caminar sin trastabillar y darse de narices contra el prosaico suelo. Las criadas tracias saben que para ir de un sitio a otro basta con tener claro a dónde se quiere ir y dónde se ponen los pies, de ahí que les parezcan tan cómicos los filósofos que, proclamando que quieren ir de un lugar a otro, no dejan de dar vueltas. Claro que, visto de otra manera, un filósofo debiera sospechar de sí mismo si no se ha visto nunca interpelado por una risa franca.
Al filósofo le han acompañado siempre las pullas irónicas de quienes no entienden qué necesidad hay de perder el tiempo en problematizar lo obvio (la fe elemental del mundo de la vida). Al menos desde cierta perspectiva —la del sentido común— los irónicos no andan faltos de razón. Su opinión la resume a la perfección el burlón Luciano de Samosata cuando dice que los filósofos son seres extraños que a pesar de no tener la vista más penetrante que sus vecinos, pretenden ver claramente los límites del cielo, ignorando por completo que «la mejor vida y la más sensata es la de los hombres corrientes».
Cuando aparecieron por las ciudades los escrutadores de lo (que para la inmensa mayoría es) obvio, la risa individual de la muchacha tracia se transformó, primero, en carcajada colectiva (ahí están las obras de Aristófanes) e, inmediatamente después, en gesto acusador. La ciudad no estaba preparada para soportar la imagen de sí misma que veía reflejada en el espejo de la filosofía. La filosofía política, es decir, la filosofía consciente de su singularidad y de su situación política (la filosofía tout court), está escrita a la luz de la memoria de Sócrates, que es la memoria de la fragilidad de las cosas humanas y de la conciencia de que eso que se llama filosofía no es tan evidente como para no necesitar una justificación. En primer lugar ante sí misma.
Tras la cicuta, Platón comprendió que para mantenerse fiel a la filosofía, el filósofo debe entregar su alma al eros filosófico, como Sócrates; pero no a la manera de Sócrates, porque el amor a la verdad no es completo si no incluye el amor a la verdad del hombre corriente, el amor a su necesidad de salud y a su ironía. Platón descubrió, en definitiva, la necesidad filosófica de conjugar erotismo y prudencia. Según Leo Strauss, el olvido de las razones de esta necesidad está en el origen de la ira antiteológica que caracteriza la fe de la filosofía moderna.
La seña de identidad de la modernidad se encuentra en su convicción de que la prudencia filosófica sería innecesaria si el hombre corriente se hiciera filósofo o, dicho de otra manera, en la convicción de que la tragedia socrática pertenece a una época superada de Occidente. La Ilustración creyó posible educar a la muchacha tracia invitándola como protagonista al banquete filosófico de la racionalidad universal. La universalización de las luces de la razón dejaría sin sentido a la ironía. Éste es el sueño del Estado universal y homogéneo de Kojève, que anuncia una situación en la que ya no habrá lugar ni para la sorpresa filosófica ni para ningún tipo de fe y, por lo tanto, tampoco para la risa de la muchacha tracia. La fe de la Ilustración en sí misma puede resumirse de esta manera: «Universalicemos el saber y todos progresaremos moralmente». Pero ésta era la fe de una razón engreída hasta el entusiasmo y, por eso mismo, incapaz de admirarse de su propio engreimiento; de una razón que se creía capaz de proporcionar razones bien fundadas para creer en ella. Pero la fe que deposita en sí misma la razón —nos pregunta Strauss—, ¿cómo sabemos que es completamente racional? Pudiera ser que bajo la fe del racionalismo moderno la libertad espiritual (la radical libertad filosófica) quedara sin cobijo.
A diferencia del racionalismo moderno, el racionalismo de Platón admiraba la fe en sí misma de la muchacha tracia como una muestra de salud personal, de la misma manera que admiraba la fe de la ciudad en sus instituciones como una muestra de salud colectiva a la que daba el nombre de justicia. Sabía bien que la fundación de las instituciones políticas no ha sido siempre moralmente noble y que en todo origen es fácil sospechar una usurpación. Pero comprendía que, a pesar de todo, sin lealtad a nuestras instituciones, la vida política no se sostiene. Y el hombre es hombre por ser político, es decir, leal.
Posicionándose de manera decidida a favor de Platón, Leo Strauss se empeña en sostener que la ciudad sigue siendo hoy la caverna. La caverna es el ecosistema natural de la vida política y el lugar de la revelación práctica de la realidad, porque es lo primero para nosotros. La Ilustración se negó a mirar a la caverna cara a cara, porque sólo apreciaba de verdad lo que se creía en condición de redimir. Por ello depositó su confianza en la razón y en la historia. Pero, según Strauss, por muy nobles que pudieran ser sus intenciones, lejos de haber conducido a la humanidad a la luz del sol, la ha sumido en una segunda caverna, con la promesa de que debajo de los adoquines cavernarios se encontraba la clave de su liberación. La segunda caverna expresa la crisis de nuestro tiempo, que es una crisis grave. Pero precisamente por su gravedad podría capacitarnos para comprender de manera no tradicional lo que hasta ahora se encontraba oculto en nuestra propia tradición.
La actitud filosófica de Strauss inevitablemente tenía que despertar todo tipo de suspicacias entre los partidarios de decretar el fin de la vida cavernaria… o al menos de dotar a las cavernas de sistemas eficaces de ilum...