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- Spanish
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eBook - ePub
La filosofía de Henri Bergson
Descripción del libro
Este libro, nacido de las conferencias con que García Morente preparó la venida de Henri Bergson a Madrid en Mayo de 1916, ofrece una exposición muy sugestiva y diáfana del pensamiento del filósofo francés. Tanto el objeto y el método que Bergson asigna a la filosofía como la psicología y la metafísica bergsonianas, completados con una ulterior recensión crítica de su concepción de la moral y de la religión, se presentan aquí con la gran perspicacia y claridad características de los textos de García Morente.
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Información
I. LA INSPIRACIÓN, EL OBJETO Y EL MÉTODO
1. La inspiración
El renombre de que goza Bergson1 como escritor y conferenciante es casi tan grande como el de filósofo. A sus clases semanales del College de France asiste un público mundano y copioso que acaso busca más la emoción estética que la intelectual. No creo que este género de éxito sea enteramente del agrado del pensador. Suele ir acompañado de una comprensión escasa de la doctrina misma. Pero se explica por la naturaleza de la inspiración filosófica que anima el pensamiento de Bergson. La filosofía, según él, tiene afinidades radicales con el arte. «La filosofía, según mi concepto, se acerca más al arte que a la ciencia... La ciencia no da de la realidad más que un cuadro incompleto, o más bien fragmentario; aprehende lo real por medio de símbolos que son forzosamente artificiales. El arte y la filosofía únense, en cambio, por la intuición, que es la base común de ambos. Yo diría que la filosofía es un género, y las diferentes artes sus especies» (Interview del Paris-Journal del 11 de diciembre de 1910). Esta concepción de la filosofía, o más bien de la metafísica, respondía a necesidades, muy hondamente sentidas, del espíritu contemporáneo. Por eso, más que por la belleza de la expresión, ha cundido tan rápidamente la filosofía bergsoniana. Su influencia se ha extendido sobre toda la filosofía moderna. En Francia, una serie de eminentes discípulos trabaja por desenvolver en varias direcciones las doctrinas de su maestro. En los países anglosajones, un gran número de psicólogos, seducidos por William James, siguen los derroteros que señalara este pensador, hondamente influido, según propia declaración, por la lectura y el estudio de Bergson. En Alemania, se ha comentado y discutido con pasión la doctrina nueva, y el profesor Paul Natorp ha dedicado todo un capítulo de la última edición de su Psicología a exponer y criticar las tesis de Bergson.
Y no es sólo en la filosofía. La influencia del pensamiento bergsoniano se extiende allende los límites de la pura especulación e invade otros terrenos. La ciencia biológica, en alguna de sus ramas, como la patología nerviosa, utiliza ya ciertas ideas de Bergson. Una revista alemana neovitalista inscribe como su lema un pensamiento de Bergson. Muchos teóricos de la propaganda social, por ejemplo Sorel, adoptan gran parte de sus concepciones. El movimiento religioso neocatólico, en Francia, se encuentra grandemente favorecido por la nueva filosofía, según declara E. Le Roy, uno de sus principales directores. El arte, por último, en sus recientes manifestaciones de simbolismo e impresionismo musical, poético y plástico, conviene a la perfección con una filosofía que eleva la intuición por encima del concepto, y que descubre, en el fondo del alma humana, una esencial movilidad, una continuidad indivisa, una especie de contaminación sentimental de los estados psíquicos unos por otros. Léanse estas palabras de Augusto Rodin, en su libro El Arte: «El artista es el que dice verdad, y la fotografía miente; porque, en la realidad, el tiempo no se detiene... El pintor o el escultor, al mover sus personajes, figura el tránsito de una posición a otra, e indica cómo, insensiblemente, la primera pasa a la segunda. En su obra se puede discernir una parte de lo que fue, y se descubre también, en parte, lo que va a ser». Estos pensamientos tienen todo el sello de la inspiración bergsoniana.
¿Cuáles son las raíces de esta inspiración?
Durante los siglos XVII y XVIII el espíritu humano usó de la razón y del intelecto hasta el empacho. Descartes definía el alma por la inteligencia. El sentimiento fue considerado como un pensamiento confuso, un pensamiento inferior. En el arte, aspiración hacia lo claro y lo definido, hacia la intelectualización de las emociones. En la moral, nivelación de las costumbres y creencias en nombre de la unidad del ser humano. En la política, ruptura con la tradición y establecimiento de un régimen racional. En la historia, ignorancia de la idea de evolución y cambio. En la metafísica, aspiración a demostrar matemáticamente el absoluto. Por todas partes, y en todos los órdenes, tendencia matemática, tendencia a sentir, a querer, a vivir, a obrar conforme a los cánones y categorías de la razón.
Este intelectualismo recibió ya un duro golpe con la filosofía kantiana. Esta filosofía tuvo por objeto principal limitar las esferas de ejercicio de la actividad humana, descubriendo las leyes propias de cada una. No debe confundirse la ciencia teórica con la moral ni con el arte. Si en aquélla es productor el intelecto, en la moral, en cambio, lo es la voluntad, y en el arte el sentimiento. Al absoluto que la metafísica quería demostrar matemáticamente no podemos llegar por la razón, sino por otra actuación del espíritu, por la fe acaso, por el sentimiento, o renunciar del todo a conseguirlo.
Prodújose una reacción anti-intelectualista que lleva el nombre de romanticismo. El romanticismo es, en general, la afirmación del sentimiento sobre el pensamiento. Las filosofías románticas —Hegel, Schelling, Fichte— tienen todas un acentuado carácter estético. Si la razón, en sus pasos científicos y metódicos, es incapaz de salir de lo relativo, ayudémosla con el sentimiento, con la intuición genial, y conseguiremos superar la ciencia y restablecer, aunque en otras bases, la antigua metafísica. El intelecto, en su marcha lenta de objeto a objeto, se pierde forzosamente en un proceso infinito, sin conseguir nunca agotar la realidad toda. La intuición intelectual, en cambio, nos da súbitamente el ser; luego, sólo hace falta construirlo en sistema, siguiendo, de arriba hacia abajo, el camino que la ciencia, de abajo hacia arriba, necesitaría una eternidad para recorrer.
Pero estas construcciones sistemáticas se evidenciaron pronto como frágiles y quebradizas, porque eran artificiales y puramente poéticas. Las ciencias positivas, mientras tanto, beneficiando de algunas ideas exactas producidas por el romanticismo —la idea de la evolución, por ejemplo—, fueron progresando de modo asombroso, precisamente por la seguridad, la objetividad de sus métodos. Y esos progresos se hicieron visibles y tangibles desde el momento en que penetraron en la vida por medio de las múltiples y maravillosas aplicaciones prácticas. La ciencia positiva triunfaba con estruendo sobre la metafísica. La inteligencia recobraba su puesto preeminente. Hacia la mitad del siglo XIX señálase un nuevo intelectualismo, semejante al del siglo XVIII. No se habla ya de la razón; pero se invoca la ciencia.
Hay, sin embargo, en esta diferente terminología, más que una simple diferencia de nombre. La razón y la ciencia no son una misma cosa. La razón es la inteligencia orgullosa de sí misma, acometedora y emprendedora de las más altas hazañas; la razón es el razonamiento, ante el cual nada se detiene y que, en su paso majestuoso, aspira a alcanzar el absoluto saber. La ciencia, en cambio, es una razón disminuida, humillada, curada de su tradicional orgullo, sumisa a la observación y al experimento, recluida en los límites de la relación y del fenómeno. Entre el intelectualismo racionalista y el intelectualismo cientificista hay esta esencial diferencia: que aquél cree poder aspirar con la razón a conocerlo todo en su esencia eterna, mientras que éste, sabiendo la imposibilidad de tal empresa, renuncia a esos ensueños y se recluye en el laboratorio.
Desgraciadamente, esta reclusión no fue completa. El intelectualismo de los científicos no se contenta con renunciar a la construcción metafísica; subrepticiamente se ha ido él también haciendo dogmático. Como los métodos que emplea son fructíferos cuando se aplican a los objetos convenientes, ha ido formándose la creencia de que son aplicables a todos los objetos, y más generalmente, de que son los únicos posibles de aplicar. El intelecto, no sólo se ha recluido en el laboratorio, sino que ha pretendido recluir en él también al espíritu todo. El modo de pensar científico aspiraba a extenderse a la vida entera y a sujetar a sus procedimientos toda la actividad humana. Tal es la esencia del positivismo: la inteligencia renuncia al absoluto, pero es para recabar un dominio despótico sobre todo lo humano.
Contra esta sequedad estadística y matemática ha protestado en mil modos el alma contemporánea. Un anhelo de espiritualidad pura se ha manifestado. No está hecha la historia de estas rebeliones; pero es cosa que salta a la vista, con cuánto afán, con qué impaciente fervor se han ido acogiendo las producciones diversas en donde la rebelión se expresaba audazmente. No me refiero a esas voces hueras que han ido, a veces, proclamando tontamente una supuesta bancarrota de la ciencia. No ha habido tal bancarrota, y el olvido en que yace un Brunetière, por ejemplo, a nadie puede extrañar hoy. No se trata de negar ni de entorpecer la labor científica. Se trata de acabar con el dogmatismo en todos sus aspectos, y también en su aspecto pseudocientífico.
Esto lo ha sentido la juventud de todos los países cultos, y ha devorado con avidez aquellas producciones en que se manifestaba una honda fe en el poder original y creador del hombre genial: Carlyle, Nietzsche, Emerson, Guyau. Estetismo, se dirá quizá despreciativamente. No; humanismo, culto del espíritu, de la originalidad y fecundidad del espíritu, anhelo vago de una metafísica nueva que, sin negar la validez del pensamiento metódico, salve y conserve las nobles aspiraciones del alma humana. El romanticismo no ha muerto; no puede morir, porque es tan viejo como la humanidad misma y tan eterno como ella. La generación presente —antes y después del paréntesis sangriento— aspira a una integración de los valores enemigos. El verdadero espíritu clásico no consistirá en negar, sino en colocar en su conveniente puesto el afán romántico y metafísico. La filosofía de Bergson tiene su origen en un empeño semejante.
Ese anhelo y esa protesta llegaron ya hace algún tiempo hasta nosotros. Me atrevería a decir que la que hemos dado en llamar generación del 98 sintió hondamente esas inquietudes. Todo el mundo entonces leía a Nietzsche y a Carlyle. Todo el mundo apreciaba el hombre más que las cosas, el espíritu más que la materia, buscando al hombre en las cosas y al espíritu en la materia. Un Baroja, por ejemplo, ¿qué es sino el desprecio de lo convenido y aun de lo conveniente, en aras de la pura llama, que arde en el pecho de un hombre original? Por otro lado, Azorín desentraña con sutileza en las viejas ruinas, en los paisajes yertos, en el libro apolillado, en los vetustos caserones sombríos, en los jardines soleados, el espíritu de la raza y la ráfaga de vida que perdura más allá del tiempo como el latido de una tradición moribunda. Unamuno, en fin, como un Proteo del alma, cultiva en sí mismo una superabundancia de creación, y negando en cada instante lo que acaba de concretar y materializar de su pensamiento, afirma con tanta mayor fe lo que en el fondo únicamente le interesa, la juventud perenne y la inagotable fecundidad de su brote espiritual.
La filosofía de Bergson responde a ese difuso y confuso anhelo de espiritualidad que caracteriza el ocaso del siglo XIX. Por una parte, detiene la creencia positiva, limita el intelecto en sus pretensiones de absoluto dominio; por otra parte, descubre y utiliza una nueva actividad psíquica, la intuición, para restaurar sobre nuevas bases y con sentido original la venerable labor de la metafísica.
2. El objeto de la filosofía
Sostiene el positivismo que la filosofía carece de derecho a la existencia: no posee ni un objeto real propio que conocer, ni un método seguro y fructífero que aplicar; los problemas que ha venido estudiando, desde su nacimiento, son o problemas ficticios o problemas insolubles, y en ningún caso vale la pena ocuparse de ellos. Como consecuencia, los métodos empleados para resolverlos han de ser forzosamente ineficaces.
Examinemos de cerca estas afirmaciones. En primer lugar, ante un problema ficticio hay siempre una postura posible: la de mostrar que el problema es efectivamente artificial y cuál o cuáles son las cuestiones reales implicadas en él. Ésta es ya una manera de resolverlo. El positivismo, empero, no se aviene a practicarla. En cambio, cuando afirma que los problemas filosóficos son insolubles, demuestra este aserto suyo, y la demostración que nos da es realmente sencilla y probante. La inteligencia, dice, no conoce más que relaciones. Es, por lo tanto, incapaz de aprehender lo absoluto. Ahora bien, los problemas de la metafísica se refieren al fin último, a la causa primera, a la esencia de las cosas, es decir, a lo absoluto; luego son inabordables para la inteligencia. El razonamiento no deja, como se ve, nada que desear. Después de formulado no queda más recurso que callar y asentir. El filósofo se retira y el positivista se vuelve a su laboratorio. He aquí que la filosofía, como los dioses, ha muerto. Muchos pretendidos filósofos creyeron realmente en esa muerte y se comprimieron hasta el punto de pasarse la vida salmodiando, en todos los tonos, el razonamiento silogístico más arriba formulado. Era un espectáculo triste como un oficio de difuntos, repetido hasta la saciedad.
Era también un espectáculo cómico, porque la filosofía muerta estaba viva, y bien viva. Pronto lo hizo saber. De ello se encargaron los mismos científicos positivistas. Cayeron en la cuenta de una idea bien sencilla, la siguiente. Todo el razonamiento positivista descansa en una afirmación: la de que la inteligencia no puede conocer más que relaciones. Mas esta afirmación, ¿a qué ciencia pertenece? No es un teorema matemático, ni astronómico, ni físico, ni químico, ni biológico. Es, evidentemente, una proposición que pertenece a la lógica. ¡Ah!, pero la lógica, de tiempo inmemorial, es una disciplina filosófica. Era, pues, la filosofía, una cierta filosofía, la que hablaba por boca de esos científicos positivistas. Pero, además, esa afirmación no es de una evidencia inmediata. Necesita pruebas, y estas pruebas no pueden salir más que de un estudio que realicemos sobre el proceso seguido por las operaciones intelectuales, es decir, de la psicología. He aquí otra disciplina que, de tiempo inmemorial, vale como filosófica. Los científicos positivistas, para ser positivistas, tuvieron que hacerse psicólogos. Pero como no querían hacerse filósofos, inventaron una cosa nueva: la psicología fisiológica o experimental, que decoraron con el nombre de científica, adjetivo que, en su lengua, significa: única verdadera.
La psicología fisiológica o experimental es, pues, el baluarte del positivismo. De ella parten todas las afirmaciones relativistas en la lógica, en la ética, en la estética. Y como esa psicología se niega a admitir el nombre de filosofía, como adopta actitudes de laboratorio y maneja aparatos de medición, pueden sus adeptos afectar tranquilamente el desprecio de la especulación y sostener que su psicología es tan ciencia positiva como pueda serlo la física o la química. Pero, en realidad, esa psicología fisiológica o experimental está lejos de ser una ciencia positiva y exacta. Algunos ensayos felices y tal o cual resultado, muy vago y general, en evidente desproporción con el aparatoso estruendo que se ha hecho resonar, no bastan para justificar aquel calificativo. La verdad es que, en el fondo del positivismo, se oculta un sistema dogmático bien definido y que podría contenerse en las proposiciones siguientes: 1.a La ciencia es el conocimiento de la realidad por medio de la medida, de la experiencia y de la observación; es decir, que las matemáticas, aplicadas a las sensaciones que el mundo nos envía, nos permiten descubrir las leyes del universo. 2.a No hay más conocimiento verdadero que el obtenido por los métodos anteriormente dichos. 3.a La lógica, la ética, la estética, son partes de la psicología, las partes que estudian cómo el hombre piensa, cómo quiere, cómo siente. 4.a La psicología es una ciencia positiva y verdadera desde el momento en que aplica los métodos de experimentación y observación (psicofisiología), y desde el momento en que se somete a la medida (psicofísica). 5.ª Todo supuesto conocimiento filosófico o metafísico es una fantasía más o menos bella, ya que no usa de la medida, de la experimentación, de la observación.
Pronto se advierte que las dos proposiciones fundamentales son la tercera y la cuarta. Sobre ellas descansa todo el edificio, puesto que si la lógica, la ética y la estética pudieran constituirse independientemente de la psicología, habría un conocimiento filosófico no basado en la experimentación y en la medida. Por otra parte, si la cuarta proposición fuese falsa, si la psicología, por la naturaleza misma de su objeto, no pudiera hacer uso de los métodos experimentales, también entonces tendría que constituirse con métodos distintos de los sacrosantos y únicos salvadores. Y, en efecto, la reacción filosófica contra el positivismo ha seguido uno de estos dos caminos: o el objeto propio de la filosofía se ha encontrado en el conocimiento (lógica), en la moral (ética), en el arte (estética), o el objeto de la filosofía se ha encontrado en realidades que no son accesibles a los métodos positivos, como el alma (psicología), y, en general, el sentido y significación de la vida. La primera dirección es la del idealismo crítico. La segunda es la del pragmatismo, y, particularmente, la de Bergson.
Expliquemos brevemente la posición idealista. He aquí un obrero que está trabajando en un taller. Suspende su labor y se pone a reflexionar sobre lo que está haciendo. ¿Para qué trabaja? ¿Cómo trabaja? ¿Por qué trabaja? Ésta es ya una actitud filosófica. Podríamos definirla como una reflexión de segundo grado; el trabajo trabaja sobre cosas, el filósofo trabaja sobre el trabajo. Ahora bien, la actividad humana —la consciente y espiritual— se dirige en tres sentidos, principalmente. El hombre trata de conocer el universo, quiere descubrir los resortes recónditos que hacen moverse los objetos, los componentes de los cuerpos, las leyes a que obedecen los organismos en su proceso de vida. De estos conocimientos va sacando el hombre medios para mejor vivir, para acomodar la materia a sus necesidades y a sus gustos. El hombre, en suma, conoce y aplica sus conocimientos.
Pero, además de conocer, el hombre vive, y vive en sociedad. Esta vida suya se manifiesta en actos que influyen sobre los demás hombres. Estos actos conviene que se adapten a normas generales, a tipos de perfección que imaginamos o recibimos ya imaginados por nuestros padres. La moral puede ser el nombre genérico que agrupe esta actividad de la vida social humana, expresada en el derecho, en la economía, en la religión, en la política.
Por último, un poderoso impulso de su naturaleza lleva al hombre a jugar, a gastar energías, sin otro fin que gastarlas; a complacerse con sensaciones que pongan su espíritu en conmoción y lleguen profundamente a las más recónditas estancias del alma. El arte es la manifestación concreta de esa tendencia al gasto inútil y desinteresado de la energía espiritual.
Pues bien: como el obrero que suspende un tiempo su labor y reflexiona sobre ella, reflexionemos nosotros sobre el conocimiento, la moralidad y el arte. Esa reflexión es la lógica, la ética, la estética; esa reflexión es la filosofía. Y no valga decir que la lógica, la ética y la estética son partes de la psicología. Porque a esas tres disciplinas no les interesa lo que sucede en cada mente cuando ésta conoce, quiere o siente, sino lo que sea el conocimiento objetivo, lo que sea el querer objetivo, lo que sea el sentir objetivo. Así, la filosofía idealista propone un problema bien definido, en el cual el relativismo no puede morder, en modo alguno, porque si relativismo hay, ello se sabrá después de acometida la empresa filosófica, y no antes. Y esta filosofía no es de hoy: es, en realidad, el fondo último y común a todos los esfuerzos de la especulación, desde los eleáticos hasta el mismo Comte, a través de Platón, Descartes y Kant.
Muy distinto es el objeto que Bergson propone a la filosofía. El error del positivismo ha consistido en temer que la filosofía quiera sustituirse a la ciencia. Diríase que dura todavía el miedo a Hegel. Ya hemos visto, al exponer en pocas líneas el sentido de la especulación idealista, cuán injustificado es ese temor. La filosofía del idealismo, lejos de querer suplantar la ciencia, aspira, ante todo, a penetrar en su estructura y a definir su alcance. Mas el bergsonismo, por su parte, tampoco es enemigo de la ciencia. ¿Quién puede serlo? El bergsonismo quiere simplemente completar la labor científica en aquellas partes de lo real en donde la inteligencia no hace presa. Pero ¿hay alguna porción de la realidad que sea inabordable a los métodos positivos? Uno de los grandes méritos originales de Bergson ha sido mostrar que, en efecto, existen vastas provincias de la realidad en donde no penetra nunca, en donde no puede penetrar la inteligencia discursiva. Muchos ingenios jóvenes de la anterior generación aspiraban vagamente, pero con vehemencia, a una conclusión semejante. Anhelábase, hacia el final del siglo pasado, que no fuera verdad eso de que todo es contable, medible y reductible a fórmulas; pedíase un auténtico metafísico que diera la batalla al positivismo. Bergson fue ese metafísico.
Hay, pues, realidades cuyo conocimiento no puede ser científico, sino exclusivamente filosófico. ¿Cuáles son éstas? En primer lugar, el alma, la vida interior del alma. La psicología, según Bergson, no puede ser una ciencia de cálculo y de medida, porque su objeto es rebelde al cálculo y a la medida. Tampoco puede ser una anatomía y fisiol...
Índice
- Cover
- Titel
- Impressum
- ÍNDICE
- Presentación de Juan Miguel Palacios
- Discurso de Henri Bergson
- Discurso de Henri Bergson en castellano
- I. LA INSPIRACIÓN, EL OBJETO Y EL MÉTODO
- II. LA PSICOLOGÍA
- III. LA METAFÍSICA
- APÉNDICE I. Las dos fuentes de la moral y de la religión
- APÉNDICE II. Bergson