1. HORAS DIFÍCILES
El día 11 de julio, ya lo he relatado, fue un día exultante para la Comunidad de monjes. La Profesión solemne de un religioso y la presencia del Prelado diocesano enriquecieron la vivencia espiritual de la Comunidad. Todo resultó solemne y bello. El obispo, hombre sencillo y piadosísimo, como tendremos ocasión de ver, compartió con la Comunidad la comida. Ya desde un principio había demostrado gran aprecio por el cenobio benedictino.
Fue un día de grato recuerdo, pero no dudo que los monjes, y en especial el P. Prior, Dom Mauro Palazuelos, darían con el obispo un repaso a la situación política, tan confusa ya en aquellas horas, y que tanto nos iba a afectar. De hecho faltaba sólo una semana para que empezase la lucha fratricida, e iba a correr la sangre por el suelo de toda España. No era posible engañarse, el peligro podía ser inminente.
Por esa razón ya hacía tiempo que la Comunidad tomaba sus precauciones en orden al futuro incierto. El mismo P. Prior escribía el día 16 de abril una carta a su hermana Amparo, a Santander, en la que decía:
He tomado algunas precauciones, como llevar los colegiales a Lumbier (Navarra) con su padre Director, donde fueron muy bien atendidos por las benedictinas.
Quise, ayer miércoles, que volvieran aquí, en mi creencia de que las cosas han mejorado, pero se han opuesto distinguidos amigos míos de Pamplona, creídos de que vendrán pronto tiempos peores. Yo creo que no es así, pero no está de más vivir precavido.
No había transcurrido un mes cuando de nuevo escribe a su hermana sobre el tema de los colegiales:
Los chicos de Lumbier tardarán en venir, pues de muy buena tinta me anuncia (el Sr. Campillo, canónigo de Pamplona) que tendremos golpes de derecha e izquierda en toda España.
Efectivamente, seis colegiales que habíamos quedado cursando Humanidades, Luis Brualla, Miguel Gil Imirizaldu, Emilio Irurozqui, Pablo San Miguel, Jesús Moreno y Juanito San Martín, todos de 12 a 14 años, fuimos trasladados desde El Pueyo a Lumbier. Realizamos el viaje el día 18 de marzo, en un taxi desde Barbastro, acompañados de nuestro P. Prefecto, Dom Raimundo Lladós. Ya en el mismo viaje fuimos objeto de insultos, seguramente porque era una provocación que el padre fuera vestido con hábitos religiosos. Nos alojamos en el monasterio de las benedictinas que, en su hospedería, disponía de habitaciones suficientes y adecuadas. En nuestra estancia tranquila y serena en Lumbier, pueblo en el que habíamos nacido cuatro del grupo, seguíamos, dentro de lo posible, nuestro plan de vida como colegiales internos, dando en ese tiempo más importancia al estudio casi exclusivo de Letras, por falta de profesores. El mismo P. Prefecto nos controlaba.
Esta partida de los colegiales a Lumbier fue consecuencia de una resolución capitular de la Comunidad, cuya acta, en borrador, se ha conservado providencialmente, y reza así:
Acuerdos tomados por mayoría, por Comunidad, a instancias del M.R.P. Prior, el día 8 de marzo de 1936:
PAX
Salir a su casa o al extranjero: Los colegiales, PP. Mariano y Leandro, Hnos. Hilario, Félix y Ángel; y los extremadamente miedosos D. Lesmes y D. Sigirán. Los restantes juniores al extranjero.
Los objetos de valor los pueden llevar los colegiales y a mi casa (del P. Anselmo, secretario capitular). Para los que quedamos en casa: traje, pasaporte, dinero. Decidlo a todos. Vigilancia e información. Los juniores, hasta su salida, clase o trabajo, sin estudio obligatorio.
Venta de productos no preciosos.
Como es fácil advertir, el monje secretario capitular que redactó el acta, P. Anselmo Palau, tomó los apuntes en borrador, para darles luego la forma definitiva, antes de pasarlo al libro de actas y leérsela a la Comunidad para ser firmada. Como vemos, no se puede pedir a una Comunidad, sumida en el sufrimiento y la duda, una prudencia mayor. La primera providencia es para los niños, los ancianos, los enfermos y las personas más débiles y timoratas. Los más fuertes resistirán hasta el final, sin abandonar la casa que había sido su «Escuela del servicio divino»..
Era conveniente no tensar los ánimos con trabajos que exigieran una mayor concentración, por lo cual, sin suprimir las horas de estudio, se deja a los estudiantes mayores y a sus profesores libres de clases. No obstante, la vida regular se observará hasta el último día.
Advertimos una cosa. Los colegiales partimos para Lumbier el día 18 de marzo. El día 21 se celebra solemnísimamente el Tránsito de San Benito, y nosotros teníamos participación incluso en parte del Oficio cantado en gregoriano. Es significativo que la fecha de partida se precipita, ya que hubiese sido muy del agrado nuestra presencia ese día en el monasterio. Los ancianos y enfermos no salieron del monasterio; en cambio los jóvenes profesos, «más timoratos», sí fueron con sus familias.
Los chicos regresamos de Lumbier a El Pueyo el 24 de junio, por cierto con fuerte resistencia y dolor de la entonces abadesa M. Purificación Gil, a la que le costó abundantes lágrimas, y a su joven priora M. Dolores Barreneche, futura sucesora en el abadiato. ¿Fue prudente, humanamente hablando, tal medida? Nadie lo puede juzgar. Como se puede advertir, el mismo P. Prior y la Comunidad se hallaban bastante indecisos, dudosos, para ver qué pasos debían dar con nosotros. De hecho, como se ha visto, de todas las resoluciones capitulares comunitarias del día 8 de marzo, la única que se llevó a cabo fue el traslado a Lumbier de los colegiales y el regreso con sus familias de los jóvenes profesos, y tal vez, lo ignoro, la venta de los objetos de valor.
En la mañana del 14 de julio murió el Hno. Félix, al parecer de una bronquitis aguda. Su difícil respiración se percibía a distancia de su celda. Recuerdo haberle visitado con algún otro cuando respiraba con mucha dificultad y, una vez expiró, fuimos los colegiales a la capilla ardiente a orar por él, acompañados del P. Prefecto. Fue para él una gracia de Dios la muerte en el monasterio, ya que, de otra suerte, hubiese sido conducido por manos extrañas, y quizá menos delicadas, al hospital de Barbastro o al Amparo, y su sufrimiento moral hubiera sido mayor que el físico.
Eran días penosos, en que, poco a poco, se iba respirando en la colina de la Virgen un clima de soledad que presagiaba lo peor. En la hospedería se hallaban algunas personas, pocas personas; pero ante el cariz que iban tomando las circunstancias, se fueron marchando prudentemente.
Por las noches se tomaban medidas de vigilancia. Varios monjes jóvenes, más bien sacerdotes, solían estar alerta durante toda la noche por las afueras del monasterio. Con toda seguridad, ya anteriormente, habíanse guardado fuera de casa los objetos de valor que podían existir, en general objetos de culto o pertenecientes al adorno de la imagen de la Virgen. Esto explicaría que una buena parte de las mejores piezas de tela bordadas, y otras de orfebrería, se salvaran, devueltas posteriormente al santuario por las familias de Barbastro que las habían mantenido ocultas.
Fue el día 19 cuando se reconoció como irremediable la situación. Por la tarde, cantadas las Vísperas, y rezado el rosario con canto de la Salve y Gozos de la Virgen, nos congregamos casi todos ante la portería del monasterio. A los mismos pies de la colina se halla la carretera de Huesca-Barbastro, por la que ya circulaban camiones cargados de milicianos con dirección a la capital, o tal vez a pueblos cercanos. Todavía el tráfico no era mucho.
El P. Ramiro, un monje joven de 25 años, inteligente y decidido, del que en aquellos momentos el P. Prior disponía especialmente, bajó a Barbastro para ver cuál era la situación. Bajó, naturalmente, de paisano, para no llamar la atención. Por otra parte, con prismáticos de largo alcance, se pudieron distinguir desde el monasterio en la ciudad ciertos movimientos de grupos extraños y preocupantes. Recuerdo que, hallándonos todos juntos, se comentó que la ciudad de Huesca estaba de parte de los militares sublevados, y que, en torno a ella, se daban ya luchas sangrientas. La Comunidad no disponía de aparato de radio, de modo que la información era nula, aunque se presentía lo que se estaba fraguando.
En la ciudad existía un considerable número de anarquistas, que estarían dispuestos a cualquier atropello; la mayoría, no obstante, de sus habitantes era personal de orden. Y en el trasfondo de aquella situación se encontraba el coronel Villalba al frente del cuartel de artillería ligera «General Ricardos». Todo podía depender de la actitud, no tanto de los jóvenes soldados, que nada tenían que ver con las ideas políticas, cuanto de sus jefes militares. Es sintomática la siguiente anécdota que adelanto en el relato. Un día, ya en prisión, nos hallábamos dos chicos en los lavabos que utilizábamos en el colegio-cárcel, lavando un poco de ropa, cuando aparecieron dos jóvenes soldados de uniforme. Al ve...