G.K. Chesterton
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G.K. Chesterton

Sabiduría e inocencia

Joseph Pearce

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G.K. Chesterton

Sabiduría e inocencia

Joseph Pearce

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En este libro, fruto de cuatro años de trabajo por parte del autor, se nos presenta el Chesterton de siempre -el polemista, el escritor y el converso- junto a un Chesterton nuevo, no por ello menos verdadero: el amigo, el amante, el padre, el hermano y, sobre todo, el cristiano. A partir de sus textos, muchos de ellos inéditos, Joseph Pearce nos acerca, con amenidad y buen hacer, a una de las figuras más enigmáticas y apasionantes de la literatura inglesa y universal, forjando una obra imprescindible para la comprensión del personaje y de la Europa de este siglo. "Pearce ha evitado los errores fácticos y los juicios erróneos cometidos por los primeros biógrafos, y su investigación ha sido meticulosa, con el resultado de que su estudio contiene una gran cantidad de importante material nunca antes publicado" The G.K. Chesterton Study Centre (Londres) "El trabajo más importante sobre Chesterton en los últimos 50 años" Aidan Mackey, Chesterton Literary Estate "Una biografía en su máxima expresión. Pocas veces una biografía me ha dejado sentimentalmente cerca del tema. Pearce escribe una prosa bella, limpia y lucida. Un libro que leeré muchas veces" Walter Hooper, autor de A Guide to C.S. Lewis

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Información

Año
2011
ISBN
9788499206554
Edición
1
Categoría
Letteratura

Capítulo 1
PADRE DEL HOMBRE

El Niño es padre del hombre;
quisiera una devoción natural
que ligara uno a uno todos mis días.
(William WORDSWORTH, ‘My Heart Leaps Up’)
A menudo se ha criticado a G. K. Chesterton su perenne falta de madurez, el ser un romántico incorregible y un perfecto ingenuo. A primera vista, su propia opinión podría causar la impresión de que no es ese un punto de vista equivocado; pocos meses antes de su muerte hablaba abiertamente de su niñez con sinceridad: «No he perdido nunca el sentimiento de que ésta era mi vida real; el principio verdadero de lo que hubiera debido ser una vida más real; una experiencia perdida en la tierra de los vivos»1.
Sería muy fácil considerar ingenuos estos sentimientos y, no obstante, si lo hiciéramos caeríamos en la trampa de la ingenuidad, o al menos, cometeríamos el error de ser también ingenuos al juzgarle. En realidad, él admitía que era un romántico pero insistía siempre en que el romanticismo estaba más cerca de la realidad que el escepticismo. No era por tanto un romántico incurable, sino lleno de optimismo. Como a él le habría divertido proclamar, es el escéptico y no el romántico el que carece de esperanza. Creía que en la inocencia de la infancia se escondía el romanticismo de la realidad:
Estaba subconscientemente seguro entonces, como estoy conscientemente seguro hoy, de que ahí se hallaba la ruta blanca y sólida y el comienzo meritorio de la vida del hombre; y que es el hombre el que más tarde la oscurece con ensueños o se descarría engañándose a sí mismo. Es sólo el hombre hecho y derecho el que vive una vida de ficción; el que tiene su cabeza en las nubes2.
Con el fin de desbaratar y disipar las acusaciones de ingenuidad, mostró un currículum vitae en su Autobiografía que demostraba que era «un hombre de mundo»:
Sin echármelas de aventurero o de trotamundos, puedo decir que he visto algo en el mundo; he viajado por lugares curiosos y he conversado con hombres de interés; he estado metido en disputas políticas que, más de una vez, se han convertido en luchas de facciones; he hablado con hombres de Estado en la hora en que se resolvía el destino del Estado... Hay muchos periodistas que han visto acaso más cosas que yo; pero yo he sido periodista y he visto tales cosas3.
Con estas palabras pretendía demostrar la falsedad de la afirmación de que era un ingenuo. Y a continuación expresaba la ocurrencia de que todos esos episodios de su vida «no tendrán sentido si nadie comprende que hoy significan menos para mí que el Teatro de Guiñol de Campden Hill»4.
Se acordaba vivamente del teatro de marionetas como demuestra al declarar que fue «lo primero que recuerdo haber visto con mis ojos». Recordaba a un jovencito cruzando un puente, con «un bigotillo rizado y una actitud de confianza en sí mismo rayana en la jactancia». Llevaba una corona de oro en la cabeza y una llave desmesuradamente grande en la mano y para añadir dramatismo, el puente atravesaba «un peligroso precipicio montañoso»:
Y si alguien objetase que escenas semejantes son poco frecuentes en la vida familiar de los agentes inmobiliarios que vivían inmediatamente al norte de la calle principal de Kensington, hacia el año 70 del siglo pasado, me veré obligado a admitir, no ya que la escena es irreal, sino que la vi desde el proscenio de un teatro de juguete construido por mi padre; y que (si realmente me atosigan con detalles tan nimios) el muchacho con corona y todo tendría unos seis centímetros de altura y resultaba (después de un examen) que estaba hecho de cartón. Pero es rigurosamente cierto decir que lo vi antes que recuerde haber visto ninguna otra persona; y que respecto a mi memoria, ésta es la primera escena a la que se abrieron mis ojos por primera vez en este mundo5.
Siendo ya un hombre adulto, admitía gustosamente la importancia que tenían para él aquellos embrionarios recuerdos de la infancia, en los últimos años de su vida, pero preveía que algunos psicólogos podrían intentar ver algo más en ellos. Respondía de la siguiente manera al «escrupuloso lector de librotes sobre psicología infantil» que pudiera llegar a la conclusión de que su romanticismo se debía a dichos recuerdos infantiles:
Sí, estúpido, sí. Indudablemente su explicación es, en este sentido, la verdadera. Pero lo que está usted diciendo con tanta agudeza es sencillamente que asocio estas cosas con la felicidad, porque era muy feliz. Ni siquiera empezamos a considerar la cuestión de por qué yo era tan feliz. ¿Por qué el hecho de mirar por un agujero cuadrado de cartón amarillo, puede transportar a alguien al séptimo cielo de la felicidad, en cualquier momento de la vida?¿Por qué lo consigue en ese momento preciso de la vida? Ese es el hecho psicológico que tiene usted que explicar; yo no he tropezado nunca con ninguna explicación racional6.
En otra parte, Chesterton seguía tratando de obtener una explicación de lo que no tenía explicación alguna:
La adolescencia es una cosa compleja e incomprensible. Ni habiéndola pasado se entiende bien lo que es. Un hombre no puede comprender nunca del todo a un chico, aun habiendo sido niño. Crece, por encima de lo que fue el niño, una especie de protección que pica como pelo; una dureza, una indiferencia, una combinación extraña de energía dispersa y sin objeto, mezclada con cierta disposición a aceptar las convenciones7.
Este párrafo contiene la paradoja de la niñez al estilo chestertoniano; es un misterio que sabemos que existe, pero que no sabemos explicar. El niño es el padre del hombre, paradójicamente es mayor que el hombre, su existencia es anterior y sus recuerdos, más antiguos. El niño ha pasado toda la vida con el adulto, estaba con él incluso antes de que el adulto naciera. Y sin embargo, el adulto ni conoce ni comprende al niño.
Todo esto en cuanto al niño como padre del hombre, pero ¿qué hay del padre del niño?
Edward Chesterton ejerció una considerable influencia en la primera formación de su hijo y sirve de ejemplo el papel que desempeñó como creador del teatro de juguete que constituyó el primer universo que Chesterton descubrió. Era uno de los seis hijos que tuvieron sus padres; su familia le llamaba cariñosamente «Míster» o «Mr Ed». Le pusieron al frente de la agencia inmobiliaria familiar junto con su hermano Sidney. Sin embargo, no era el comercio lo que le llenaba el corazón, sino el arte y la literatura. Edward Chesterton fue un artista frustrado; era aficionado al grabado, fue autor de varios libros para niños, e ilustró al menos uno de ellos: The Wonderful Story of Dunder Van Haedon8. En su Autobiografía Chesterton menciona «cierto libro con ilustraciones de casas holandesas antiguas» que equipaban su imaginación infantil: «El libro había sido escrito e ilustrado por mi padre, para uso casero»9. Recordaba también que las dotes de su padre se extendían mucho más allá de la escritura e ilustración de libros: «Su leonera o estudio estaba cubierto de capas estratificadas de diez o doce creaciones recreativas: acuarelas y modelados, fotografías y vidrieras, obras cinceladas y linternas mágicas, iluminaciones medievales»10. En una de las primeras cartas que escribió a su amigo del colegio E. C. Bentley, cuenta un episodio relacionado con una de esas aficiones: «Fui a una fiesta a casa de un tío mío; mi padre, conocido en aquellas tierras como Tío Ned, hizo una exhibición con la linterna mágica; yo ya había visto la mayoría de las filminas, salvo una serie muy bonita que ilustraba la trágica historia de Hookybeak el parlanchín, copiada y coloreada por mi primo»11.
Muchos años después, Bentley rendiría homenaje a la saludable influencia que Edward Chesterton había ejercido en su hijo, manifestando que jamás se había topado con «una amabilidad mayor —por no mencionar otras cualidades excelentes— que la del padre de Gilbert, aquel hombre de negocios cuyo amor por la literatura y por todas las cosas bellas tanto había encandilado a sus hijos en la niñez»12. Chesterton reconocía abiertamente su influencia, recordaba que su padre «se sabía toda la literatura inglesa de cabo a rabo» con el resultado de que él «conocía buena parte de ella, de memoria, mucho antes de que me pudiera entrar en la cabeza. Conocía páginas de verso blanco de Shakespeare sin la menor noción de lo que, en su mayoría, significaban, lo cual es quizá el mejor modo de empezar a apreciar los versos»13.
Tal vez la descripción más entrañable de Edward Chesterton sea la que narra su hijo en su Autobiografía; pinta una faceta de su carácter encantadora y maliciosa a la vez:
Mi padre... tenía toda la serenidad de carácter y el placer de los viajes humorísticos propios de Mr Pickwick. Era más bien tranquilo, pero su tranquilidad ocultaba una copiosa fertilidad de ideas; y le divertía burlarse de la gente. Recuerdo (para dar un ejemplo, entre cientos, de estas bromas) una vez que informaba muy serio a unas señoronas del nombre de las flores, insistiendo especialmente en las denominaciones rústicas que se dan en ciertas localidades... simulando instruirlas en el nombre científico... Le seguían sin protestar, cuando observaba de pasada: «Es una brizna de Bigamia salvaje» y sólo cuando añadía la existencia de una variedad local conocida por el nombre de Bigamia de obispo, empezaban a sospechar lo depravado de su carácter14.
Lamentablemente, la Autobiografía está bastante desprovista de anécdotas similares acerca de su madre, Marie Louise Grosjean. Según la leyenda familiar, la familia de su madre «descendía de un soldado raso francés de las guerras revolucionarias, que fue prisionero en Inglaterra, donde se quedó»15. Pero al parecer la idea romántica, en este asunto, guarda poca relación con la realidad. Es probable que la familia hubiera llegado a Inglaterra procedente del cantón suizo de habla francesa, dos generaciones antes y que perteneciera a una clase acomodada. El padre de Marie Louise era un predicador laico metodista que fue uno de los promotores del Movimiento para la Abstinencia del alcohol. La familia de la madre, apellidada Keith, procedía de Aberdeen. Si tenemos en cuenta la abierta oposición de Chesterton hacia el citado Movimiento y hacia la Ley Seca de los Estados Unidos, así como las cruzadas que llevó a cabo públicamente en contra de la teología protestante, podemos dar por sentado que había heredado relativamente poco de su abuelo materno. No obstante, le gustaba pensar que le venía de su abuela materna «una cierta viveza que da toda infusión de sangre escocesa o de patriotismo... esa especie de romanticismo escocés de mi infancia»16.
Si la leyenda familiar de la llegada de su familia materna guarda poca relación con la realidad, las aventuras auténticas de cierto miembro de la familia de su padre restablecerán sobradamente las credenciales románticas. El capitán George Laval Chesterton fue veterano en las guerras napoleónicas, mercenario,...

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