Sermones parroquiales / 2
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Sermones parroquiales / 2

(Parochial and Plain Sermons)

John Henry Newman

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Sermones parroquiales / 2

(Parochial and Plain Sermons)

John Henry Newman

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En estos treinta y dos sermones, John Henry Newman vuelve a poner de manifiesto su fuerza, frescura y audacia. Fuerza en la verdad de su mensaje, que es el mensaje de Dios; frescura en la palabra, con un lenguaje cercano y familiar que se aleja del empleado en sus estudios teológicos; y audacia para acercar al hombre a lo verdaderamente esencial del cristianismo. En este segundo volumen de la serie completa de los Sermones parroquiales, un clásico de la espiritualidad cristiana, Newman demuestra nuevamente la coherencia de su trayectoria, que comenzó con su ordenación como pastor anglicano en 1825 y terminó, tras su conversión en 1845, como cardenal de la Iglesia católica.

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Información

Año
2011
ISBN
9788499207483
Edición
1

Sermón 1
LOS BIENHECHORES DEL MUNDO*
[n. 271 | 30 de noviembre de 1830]
En la fiesta de san Andrés, apóstol

«Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y habían seguido a Jesús» (Jn 1,40)
Con esta fiesta de san Andrés comenzamos el año; así, con unas semanas de preparación, nos vemos como introducidos en el día del Nacimiento de Cristo. Se considera a san Andrés el primero de los apóstoles porque, según nos cuenta la Escritura, él fue el primero que encontró al Mesías y quiso ser discípulo suyo. Las circunstancias que precedieron a su llamada se nos cuentan en el pasaje del evangelio del que procede el texto citado. Fue Juan el Bautista quien señaló el Salvador a Andrés. Es lógico que el precursor de Cristo sea el instrumento para llevarle sus primeros apóstoles.
San Andrés, que ya era uno de los discípulos de san Juan, estaba con su maestro en compañía de otro, cuando Jesús pasó cerca como por casualidad. El Bautista, que desde el principio había manifestado su papel secundario en la Nueva Alianza que entonces comenzaba, aprovechó esa ocasión para señalar a Cristo ante sus dos discípulos y mostrar que en Él se centraba esa Nueva Alianza. «He ahí el Cordero de Dios», dijo. Éste es de quien yo hablaba, el que el Padre ha escogido y enviado, el verdadero Cordero sacrificial, por cuyos sufrimientos serán expiados los pecados del mundo. Al oír esto, los dos discípulos —y Andrés era uno de ellos— inmediatamente dejaron a Juan y se fueron tras Jesús. Éste se dio la vuelta y les preguntó: «¿Qué buscáis?». Ellos expresaron su deseo de ser admitidos para seguir sus enseñanzas; y Él aceptó que le siguieran hasta su casa y pasaran el día con Él. Lo que Él les dijo no se nos cuenta pero san Andrés recibió tal confirmación de la verdad de lo dicho por el Bautista que en seguida buscó a su hermano para decirle lo que había encontrado. «Encontró primero a su hermano Simón y le dijo: ‘Hemos encontrado al Mesías que significa: Cristo'. Y lo llevó a Jesús».
El evangelista san Juan, que ha conservado diversas noticias relativas a cada uno de los apóstoles no recogidas en los tres sinópticos, habla de san Andrés en otros dos lugares y lo coloca en unas circunstancias que muestran que, a pesar de lo poco que hoy se le recuerda, gozaba del alto favor y la confianza de su Señor. En el capítulo 12 lo describe trayendo a Cristo a ciertos griegos que llegaron a Jerusalén para adorar a Dios, y que estaban deseosos de ver a Jesús. Lo que llama la atención es que estos extranjeros antes habían hecho su petición a san Felipe, el cual, aunque él mismo era un apóstol, en lugar de encargarse él mismo de llevarlos a Jesús, recurrió a su paisano Andrés, como si por edad o por su intimidad con Cristo fuera un canal más adecuado para llevar adelante la petición. «Vino Felipe y se lo dijo a Andrés, y Andrés y Felipe fueron y se lo dijeron a Jesús» (Jn 12,22).
Se menciona juntos a estos dos apóstoles otra vez en el capítulo 6 del mismo evangelio, en la consulta que precede al milagro de la multiplicación de los panes y de los peces; y de nuevo Andrés se encarga de llevar a un extraño ante Cristo. «Aquí hay un muchacho —le dice, un muchacho que, quizá, no tenía el ánimo de presentarse él mismo— que tiene cinco panes de cebada y dos peces» (Jn 6,9).
Estos dos pasajes hablan de la especial ascendencia sobre Cristo que tenía san Andrés entre los apóstoles; lo cual se confirma en el único lugar en que los otros evangelios lo nombran, aparte del momento de su elección como apóstol. Cuando el Señor predijo la ruina del Templo «le preguntaron a solas Pedro, Santiago, Juan y Andrés: ‘Dinos cuándo ocurrirán estas cosas'» (Mc 13,3-4); y a estos cuatro reveló nuestro Señor las señales de su venida y del fin del mundo. San Andrés, pues, aparece dentro de la especial confianza de Cristo, unido además a esos apóstoles que, en prenda de su especial favor, Él quiso escoger de entre los Doce en diversas ocasiones.
Aparte de estas noticias inspiradas, poco más se sabe de san Andrés. Se dice que predicó el evangelio en Escitia y que recibió martirio en Acaya. Según la tradición, murió crucificado en el tipo de cruz que lleva su nombre. Aunque la Escritura nos dice poco de él, al menos nos permite una lección, y una lección importante. He aquí los hechos: de los apóstoles, san Andrés fue el primer converso; gozó de la confianza de nuestro Señor, tres veces se le presenta llevando gente ante Cristo; y al final resulta que la historia prácticamente se olvida de él, y la gran dignidad y el renombre pasan a su hermano Simón, el cual llegó al Salvador gracias precisamente a Andrés.
La lección es ésta: los que hacen más ruido en el mundo, los que parecen imprescindibles en los hechos que registra la historia, no son necesariamente los más útiles en su momento ni los más favorecidos por Dios. Al contrario: incluso cuando se puede señalar a unas cuantas personas como el auténtico instrumento de alguna gracia para la humanidad, la estimación que otorgamos a unos respecto a otros está por lo general muy equivocada. Así que, en general, si rastreáramos la mano de Dios en los asuntos humanos, si persiguiéramos hasta su fuente la Bondad de Dios tal como se manifiesta en el mundo, nos veríamos obligados a retirar nuestra admiración a los poderosos y distinguidos. A continuación, decaería nuestra confianza en la opinión de la sociedad, y el respeto que tenemos por las decisiones de los sabios o de las mayorías, y volveríamos los ojos hacia la vida corriente buscando las verdaderas señales de la presencia de Dios en las cosas que leemos o pasan a nuestro lado. Allí veríamos la santidad manifestada personalmente en sus elegidos, los cuales, aunque parecen débiles ante los hombres, en realidad pueden mucho por la virtud de Dios, influyen en la marcha de la Providencia y son la causa de hechos trascendentales en este mundo en que la sabiduría y el poder del hombre natural no sirven de nada.
Observemos, lo primero, cómo opera esta ley de Dios al darnos esas bendiciones temporales que son de primera necesidad para el bienestar en la vida presente. Por ejemplo, ¿quién fue el primero que cultivó grano? ¿Quién fue el primero en domar y domesticar los animales cuya fuerza usamos y de quienes obtenemos comida? O ¿quién descubrió las hierbas curativas que desde los tiempos primitivos son el recurso contra la enfermedad? Si fue un hombre mortal el que así escudriñó el mundo animal y vegetal, discriminando entre lo útil y lo que no tenía valor, su nombre es del todo desconocido a los millones de personas a las que ha beneficiado. Es cosa notable que quienes abren camino para las más felices invenciones y secretos de la naturaleza, los que se gastan en la búsqueda de la Verdad, los que ponen en marcha acciones trascendentales, los que con dolor logran que sus contemporáneos adopten medidas beneficiosas o son la verdadera causa de hechos fundamentales en la historia de un país, normalmente, en lo que toca a celebridad y recompensa, son suplantados por gentes de inferior valía. No han dado su nombre a las obras, ni a las técnicas y modos de hacer que ellos dieron al mundo. Otros usurparon la escuela por ellos fundada; su sabiduría circula mostrenca entre los niños de su patria, e incluso es parte del carácter nacional, pero no es bálsamo inmortal para el nombre de sus verdaderos autores.
Así va la historia en el mundo político y social; y esa regla está aún más firmemente arraigada en el mundo de lo moral y lo religioso. ¿Quién instruyó a los doctores de la Iglesia y a los santos que han sido los más ilustres expositores de lo bueno y lo malo, y que de palabra y obra son guía de nuestra conducta? ¿Es que la Sabiduría Todopoderosa les habló directamente al alma o no los sometió, más bien, a la enseñanza de personas desconocidas, más sabios quizá que ellos? Andrés fue tras Juan Bautista, mientras Simón seguía con sus redes. Andrés fue el primero en reconocer al Mesías de entre los habitantes de la despreciada Nazaret; y él llevó a su hermano ante Jesús. Y, sin embargo, a Andrés no le hizo Cristo ningún elogio del que quede constancia. Mientras que a Simón, ya desde el primer encuentro, le dio el nombre de honor por el que ahora lo conocemos y después lo puso al frente como fundamento de su Iglesia. Naturalmente, nada se puede deducir de aquí, en un sentido u otro, acerca de la excelencia relativa de los dos hermanos; por el momento, lo único claro es que, en el curso providencial de los acontecimientos, uno fue el iniciador secreto y el otro el instrumento público de una gran acción divina. También san Pablo fue honrado con la distinción de una conversión milagrosa y fue llamado a ser el principal agente de la propagación del Evangelio entre los paganos; sin embargo, el gran encargo de transmitir el perdón y el Espíritu Santo al «apóstol de las gentes» se le dio a Ananías, un santo del todo desconocido que vivía en Damasco.
Así actúa la Providencia a diario. La infancia y juventud de los hombres no es pública y, normalmente, es siendo niños cuando se forma el carácter, para el bien y para el mal. Y quienes los forman para el bien, esos auténticos bienhechores, son desconocidos para el mundo. Se ha hecho notar que algunos de los cristianos más eminentes han tenido madres piadosas y, con el correr del tiempo, esos santos han atribuido los dones recibidos a la acción de sus madres. San Agustín ha conservado para la Iglesia la historia de su madre Mónica pero, en otros casos, se nos niega hasta el nombre de esas grandes benefactoras y, a veces, hasta la misma existencia del servicio que prestaron.
Si atendemos a los libros inspirados, se cumple la misma regla. Mirad el Viejo Testamento que «nos hace sabios y lleva a la salvación». La mayor parte lo han escrito gentes desconocidas: el Libro de los Jueces, el segundo de Samuel, Reyes, Crónicas, Ester y Job, y gran parte de los Salmos. Este último caso es el más notable de todos. Aunque cada palabra de la Escritura es inmensamente «provechosa», no obstante, los Salmos son la parte más directa y visiblemente útil de toda la Biblia y han sido el libro de oración de la Iglesia desde que se escribieron; y, en lo que podemos juzgar, son el libro inspirado que más almas ha llevado al cielo, a excepción de los evangelios. Y, sin embargo, los autores de la mayoría de ellos son del todo desconocidos.
Lo mismo sucede con la liturgia que la Iglesia cristiana posee desde el principio. Esos santos de enorme madurez que nos la dejaron ¿quiénes fueron? Y en el ritual del culto, ¿quiénes iniciaron esas disposiciones tan decorosas, esas costumbres tan edificantes?, ¿quién acertó con esas melodías que elevan nuestra alabanza a Dios y que contienen una maravilloso convencimiento «de estar dando culto y postrarse y adorar al Señor, nuestro Creador»? ¿Y quiénes son esos hombres piadosos, padres espirituales nuestros en «la fe católica», que levantaron desde antiguo por todo el país esos magníficos edificios en los que ahora nosotros celebramos el culto, aunque con menos reverencia, piedad y agradecimiento hacia ellos del que deberíamos? De estos grandes hombres de todos los tiempos no hay memoria. «Perecieron como si no hubieran existido, como si nunca hubieran nacido».
Ya sé que este tipo de reflexiones tienden a entristecernos y disgustarnos, especialmente a los agraciados con un espíritu ardiente y entusiasta, a los que sienten un amor generoso por las cosas grandes y buenas, y una noble aversión hacia todo lo injusto. A este tipo de personas se les hace muy difícil aceptar que el triunfo completo de la Verdad tenga que esperar hasta la otra vida. Con gusto anticiparían la llegada del gran Juez; es más, quizá en cierto sentido están demasiado favorablemente dispuestos hacia este mundo para aceptar sin resistencia una doctrina que denuncia la corrupción de sus juicios y el poco valor de sus honores. Que esto es verdad lo han demostrado los hechos, dejando al margen la Biblia. Siendo esto así, lo sensato —y el gran privilegio nuestro— es acostumbrarnos a ello y aceptarlo no sólo de palabra sino de verdad.
¿Por qué acobardarnos ante esta bondad de la providencia de Dios con nosotros o con las personas que amamos, cuando aceptar esa bondad no hace más que asociarnos con lo mejor y más noble de nuestra raza y con seres de naturaleza y condición superior a la nuestra? De Andrés poco se sabe excepto su nombre, mientras que Pedro ha ocupado el puesto de honor en toda la Iglesia; pero fue Andrés quien llevó a Pedro hasta Cristo. Y los ángeles ¿no son desconocidos para el mundo? Y el mismo Dios, el autor de todo lo bueno, ¿no es alguien esencialmente oculto a la humanidad, parcialmente manifestado y pobremente glorificado por unos pocos siervos desperdigados aquí y allá? Y su Espíritu Santo, ¿sabemos de dónde viene y adónde va? Dios ha enseñado a los hombres cuanto tienen de sabio desde el principio y, sin embargo, cuando vino a la tierra en forma visible, lo que se dijo de Él es «el mundo no le ha conocido». Y es que su providencia maravillosa opera bajo un velo; habla, pero con una lengua indirecta y no sujeta a patrones. Para verle a Él que es la Verdad y la Vida tenemos que abajarnos y meternos bajo ese velo y, nosotros también, escondernos del mundo. Los que se llegan hasta la corte de los reyes penetran hasta las cámaras interiores donde la mirada de la tosca multitud no puede seguirlos. Si viéramos al Rey de Reyes en su gloria, nos agradaría hacernos invisibles a las cosas visibles. Escondidos están los santos de Dios. Si los hombres los conocen es por accidente, en sus ocupaciones humanas, porque ocupan algún puesto relevante entre los hombres o porque realizan algún oficio, pero no como personas santas. San Pedro tiene un lugar en la historia pero mucho más como instrumento principal de una inopinada revolución en los asuntos humanos que en su verdadero carácter de seguidor abnegado de su Señor, de alguien a quien le fueron reveladas verdades que ni la carne ni la sangre pueden alcanzar.
¡Qué poco espíritu tenemos y cómo deshonramos la capacidad y la calidad de nuestra naturaleza cuando la sometemos al juicio y al uso de sus más torpes individuos, a la alabanza ruda e ignorante, a la recompensa de hombres carnales y pecadores! ¿Cómo puede la carne ser juez del espíritu? ¿O el pecador ser juez de los elegidos de Dios? ¿Es que hemos de mirar hacia abajo y no hacia arriba? ¿Vamos a hacer la ruindad de reconocer el derecho de los muchos que andan por el camino ancho a ser jueces de lo santo, que viene de Dios y a Dios se dirige? ¿No es verdad que una mirada de fe encuentra testigos de nuestra conducta, testigos siempre presentes y mucho más dignos de respeto que todo el mundo de los impíos? ¿Es el hombre el ser más noble de la creación? A nosotros, al igual que a nuestro divino Señor, «nos contemplan los ángeles» y nos sirven, por más que nos aventajen en poder. San Pablo nos dice claramente que es propósito de Dios «dar a conocer ahora a los principados y a las potestades en los cielos las múltiples formas de la sabiduría de Dios, por medio de la Iglesia» (Ef 3,10). Al hacernos cristianos, se nos bautiza «en eso», se nos mete «dentro del velo», se nos acerca a la compañía innumerable de los ángeles y, como nos parecemos a ellos en nuestra condición interna, gozamos de sus servicios y simpatía. Así, el apóstol anima a Timoteo a perseverar en la obediencia con el pensamiento puesto no sólo en Dios, sino también en los ángeles; y está claro que debemos cultivar el sentimiento habitual de que ellos ven nuestros actos más escondidos y nuestras intimidades más celosamente guardadas.
Para un pecador es más que suficiente ser hecho colaborador y co-adorador de los ángeles, además de siervo del Hijo de Dios Altísimo. Esforcémonos por ser conscientes de ese privilegio nuestro; humillémonos completamente por nuestra falta de fe. Somos los elegidos de Dios y tenemos derecho a «entrar por las puertas de la ciudad» mientras cumplimos sus mandamientos (Ap 22,14), siguiendo a Cristo como lo hizo Andrés; esto es, cuando nos lo indican sus predicadores y ministros. A quienes buscan conocerle de esa manera, Él se manifiesta; pero se oculta del mundo. Éstos están cerca de Él como siervos de confianza, y son los verdaderos actores en los hechos providenciales de las naciones en su historia, aunque los analistas y sabios los pasan por alto. Éstos presentan ante Dios las necesidades temporales de los hombres y dan testimonio de sus hechos maravillosos con los panes de cebada y los peces. También llevan ante Cristo a gente nueva para que los conozca y les enseñe. Y cuando a un pueblo pecador le llega el dolor y la pena, ellos son los que tienen un especial conocimiento de la voluntad de Dios y pueden interpretar sus obras, porque han vivido en contemplación y oración; y mientras otros admiran los sillares y la fábrica mundana del Templo, ellos han escuchado de Él en secreto cómo será el fin de los tiempos. Así viven. Y cuando mueren, el mundo no sabe lo que pierde, y deja que se pierda algo de su historia que podía haber conservado. Pero la Iglesia de Cristo sí hace algo: junta sus reliquias y honra su nombre incluso cuando sus obras no pueden registrarse. Pero esas obras les han seguido; y, cuando nuestro Señor venga a juzgarnos, todo el mundo las verá y obtendrán su recompensa eterna en el reino del cielo, por los méritos de Cristo.

Sermón 2
CREER SIN HABER VISTO*
[n. 364 | 21 de diciembre de 1834]
En la fiesta de santo Tomás, apóstol

«Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto hayan creído» (Jn 20,29)
Tomás es el apóstol que dudó de la Resurrección de nuestro señor. Esta falta de fe es su rasgo principal para mucha gente, como se refleja en la Colecta de hoy. Pero no pensemos que entre él y los demás apóstoles había mucha diferencia. En mayor o menor medida, todos ellos desconfiaron de las promesas de Cristo al ver que se lo llevaban para crucificarlo. Cuando lo enterraron, sus esperanzas fueron enterradas con Él, y cuando les dieron la noticia de que había resucitado, ninguno de ellos lo creyó. Y al aparecérseles «les reprochó su incredulidad y dureza de corazón» (Mc 16,14). Pero como santo Tomás no estaba presente en ese momento y sólo supo por los demás apóstoles que habían visto al Señor, su perplejidad y oscuridad duró más que la de ellos. Al conocer el gran milagro de la Resurrección, Tomás expresó su deseo de no creer, a menos que viera a Cristo con sus propios ojos, y pudiera tocarlo. Y así, gracias a esta circunstancia aparentemente accidental, Tomás se singulariza como un caso especial de incredulidad entre sus hermanos, que al principio descreyeron lo mismo que él. Ninguno de ellos creyó hasta no ver a Cristo, excepto san Juan, que también dudó en un primer momento. Tomás se convenció más tarde porque vio a Cristo más tarde. Por otro lado, es verdad que aunque al principio no creyó las noticias de la resurrección de Cristo, no seguía a su Señor con un corazón frío, como se demuestra en esa ocasión en que expresó su deseo de compartir el peligro y sufrir con Él. Cuando Jesús iba hacia Judea para resucitar a Lázaro, los discípulos dijeron: «Rabbí, hace poco te buscaban los judíos para lapidarte, y ¿vas a volver allí?» (Jn 11,8). Al permanecer Él en su intención, Tomás dijo a los demás: «Vayamos también nosotros y muramos con él». Tal como los apóstoles habían predicho, el viaje terminó con la muerte del Señor. Ellos huyeron, pero fue el impulso de Tomás lo que les llevó a arriesgar la vida junto a Él.
Santo Tomás, pues, amaba a su Señor, era un apóstol y estaba dedicado a su servicio; pero cuando lo vio crucificado, su fe se hundió temporalmente, ni más ni menos que los otros. Pero, por otro lado, sus dudas sobre la resurrección de Cristo no se debieron únicamente a las circunstancias sino que en buena medida vinieron causadas por una disposición interior defectuosa. El relato de san Juan y las palabras que el Señor le dirigió dan la impresión de que Tomás era más culpable que los demás. Su firme oposición en solitario, no contra un solo testigo, sino contra el testimonio de los otros diez apóstoles, de María Magdalena y las demás mujeres, es prueba de ello. Y lo son también estas palabras tan duras: «Si no le veo en las manos la marca de los clavos, y no meto mi dedo en esa marca de los clavos y meto mi mano en el costado, no creeré» (Jn 20,25). Y aunque sabemos poco de santo Tomás, se nota que las únicas palabras suyas que nos han quedado antes de la Resurrección, dan a entender algo de esa misma tendencia a la duda. Cuando Cristo dijo que iba al Padre por un camino que todos ellos conocían, Tomás le interrumpió disputando: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino?» (Jn 14,5). Es decir: no hemos visto el cielo, no hemos visto al Dios del cielo, ¿cómo vamos a saber el camino hasta ahí? Parece que necesitaba una visión sensible de lo que es un estado invisible, alguna señal infalible del cielo, como la escalera de los ángeles de Jacob, que le quitara la ansiedad mostrándole el fin del camino antes de echar a andar. Le asediaba un ansia de certeza. Al oír que Cristo había resucitado, surgió en su interior un deseo semejante. Como su fe era floja, suspendió el juicio, decidido a no creer nada hasta no saberlo todo. Cuando nuestro Salvador se le apareció ocho días después que a los demás, a pesar de que concedió a Tomás sus deseos y este pudo ver por sí mismo, sensiblemente, que Él realmente vivía, acompañó este permiso con un reproche; le daba así a entender que, por esa debilidad suya, le estaba quitando lo que, en realidad, era el don más importante. «Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente. Respondió Tomás y le dijo: ¡Señor mío y Dios mío! Jesús contestó: Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto hayan creído» (Jn 20,27-29).
No obstante, no nos interesan demasiado estas consideraciones acerca del temperamento del apóstol que hoy conmemoramos sino las circunstancias concretas en que su nombre sale a relucir, y las palabras de nuestro Señor sobre ellas. Sus discípulos le sirven siempre y, de una forma u otra, también lo hacen al dar ocasión a las palabras de gracia que proceden de su boca. Le sirven incluso en sus debilidades, puestas a la luz frecuentemente en la Escritura, que no las esconde como har...

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