Misterio y maneras
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Misterio y maneras

Prosa ocasional, escogida y editada por Sally y Robert Fitzgerald

  1. 240 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Misterio y maneras

Prosa ocasional, escogida y editada por Sally y Robert Fitzgerald

Descripción del libro

"La narrativa resulta de dos cualidades. Una es el sentido del misterio; la otra, el sentido de las maneras". Flannery O'Connor muestra en estas páginas, frescas y brillantes, el significado profundo de la literatura, la intersección entre lo cotidiano -maneras- y el sentido último de la realidad -el misterio-. La genial autora norteamericana dejó al final de su corta vida varios ensayos sin publicar y una serie de artículos diseminados en varias revistas. Estos textos, seleccionados y editados por sus amigos de toda la vida Sally y Robert Fitzgerald bajo el título Misterio y maneras, se caracterizan por el estilo directo y simple de su autora, su inusual ingenio y perspicacia, y su profunda fe. Sin duda alguna, es un libro especial que el paso de los años -la primera edición es de 1969-, lejos de hacerlo extraño, confirma su actualidad. Esta colección ya clásica de ensayos, editados por primera vez en español, es un referente obligado para lectores, escritores y amantes de la literatura contemporánea.

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Información

Año
2011
ISBN del libro electrónico
9788499207551
Edición
1
Categoría
Literatura
Misterio y manerasI

El rey de las aves1

Cuando tenía cinco años me pasó algo que me marcaría de por vida. El Noticiario Pathé envió a un reportero de Nueva York a Savannah para filmar a uno de mis pollos. Era de la raza conchinchina enana, de color beis, y tenía la peculiaridad de que andaba hacia delante y hacia atrás. Su fama se había extendido por toda la prensa, y supongo que después de haber llegado a oídos del Noticiario Pathé, ya no le quedaba ningún otro sitio al que ir, ni marcha adelante ni marcha atrás. Así que al poco tiempo murió, y visto lo visto, hizo bien.
Si incluyo esta anécdota al comienzo de un artículo sobre pavos reales, es porque siempre me andan preguntando que por qué los crío, y no tengo ninguna respuesta concisa ni razonable que dar.
Desde aquel día de la visita del cámara de Pathé empecé a juntar pollos. Lo que había sido hasta entonces un tibio interés se convirtió en una pasión, en una búsqueda. Tenía que tener cada vez más pollos. Daba preferencia a los que tuvieran un ojo verde y otro naranja, o cuellos demasiado largos, o crestas torcidas. Quería tener uno con tres patas, o con tres alas, pero esta variedad no prosperó. Me ponía a pensar delante de una imagen del libro de Robert Ripley, Increíble pero cierto2, que mostraba a un gallo que había sobrevivido treinta días sin cabeza, pero no era científico mi ánimo. Como sabía coser un poco, comencé a confeccionarles trajes a los pollos. Un gallo gris enano, que se llamaba Coronel Eggbert, lucía un abrigo de piqué blanco con cuello de encaje y dos botones a la espalda. Parece que el equipo de Pathé nunca tuvo noticia de estos otros pollos, porque no envió más reporteros.
Mi búsqueda, fuera cual fuese su verdadero objeto, se orientó finalmente hacia los pavos reales. Fue el instinto y no el saber lo que me llevó a ellos. Nunca había visto ni oído a ninguno. Aunque tenía un corral con faisanes y otro con codornices, una parvada de pavos, diecisiete ocas, una partida de azulones, tres gallinas japonesas sedosas enanas, dos polacas moñudas, y varios pollos resultantes del cruce de estas dos últimas con un gallo Rhode Island Red, sentía que me faltaba algo. Sabía que el pavo real era el ave de Hera, la esposa de Zeus, pero debía de haber perdido parte de su celestial estatus desde entonces: el Market Bulletin de Florida ofrecía ejemplares de tres años a sesenta y cinco dólares la pareja. Llevaba varios años leyendo estos anuncios tranquilamente cuando un día, en un arrebato, señalé uno con un círculo y le pasé la revista a mi madre. Vendían un pavo real con su pava y cuatro pavipollos de siete semanas. «Me los voy a pedir», dije.
—¿No se comen las flores esos bichos? —preguntó mi madre, después de leer el anuncio.
—Comerán Startena3 como todos los demás —contesté.
Los pavos reales llegaron en el expreso de Eustis, Florida, un día templado de octubre. Cuando mi madre y yo llegamos a la estación, el cajón estaba en el andén, y por una de las esquinas asomaba un cuello azul eléctrico coronado por una cabeza encopetada. Una línea blanca, encima y debajo de cada ojo, confería a la inquisitiva cabeza una expresión de atenta serenidad. Me preguntaba si esta ave, acostumbrada a desfilar por los naranjales de Florida, se adaptaría fácilmente a una granja lechera de Georgia. Me bajé del coche de un salto y fui dando brincos hasta el cajón. La cabeza se encogió.
Cuando llegamos a casa liberamos a nuestro pasaje y lo alojamos en un corral cubierto. El hombre que me vendió los pavos me había dicho por escrito que debía tenerlos encerrados durante una semana o diez días y soltarlos al atardecer donde quisiera que pasaran la noche; en lo sucesivo, regresarían todas las noches al mismo lugar. También me advirtió de que el macho no tendría todas las plumas de la cola a su llegada, porque se le caen a finales del verano y no las recupera completamente hasta después de Navidades.
En cuanto estuvieron fuera del cajón, me senté encima y empecé a mirarlos. No he dejado de mirarlos desde entonces, desde todos los ángulos, y siempre con la misma reverencia de aquella primera vez; no obstante, creo que he logrado mantener una visión equilibrada y una actitud imparcial. El pavo real que había comprado no tenía nada remotamente parecido a una cola, pero no sólo se comportaba como si la tuviese, sino como si lo escoltase todo un séquito encargado de velar por ella. En aquella primera ocasión, nada me acuciaba más que decidir dónde detener la mirada, así que saltaba incesantemente del pavo a la pava y de la pava a los cuatro pavipollos, mientras que ellos, en señal de que habían reparado en mi presencia, se alejaron de mí cuanto pudieron.
Con el paso de los años su actitud hacia mí no ha ganado en cortesía. Si aparezco con comida, condescienden a comerla de mi mano cuando no les queda otro remedio. Si aparezco con las manos vacías, soy un objeto más. Y cuando digo «mis» pavos, el posesivo sólo indica un vínculo legal, nada más. Soy la criada, siempre a su entera disposición y atenta a los reclamos de sus emplumadas señorías4. Cuando los saqué del cajón la primera vez, en mi delirio, exclamé: «Quiero tener tantos, que cada vez que salga por la puerta me tropiece con uno». Ahora, cada vez que salgo por la puerta, cuatro o cinco pavos reales se chocan conmigo, dando sólo una ligerísima señal de que me han reconocido. Han pasado nueve años desde que llegaron mis primeros pavos. Tengo cuarenta picos que alimentar. La necesidad agudiza el ingenio, y algunas cosas más.
Para una especie destinada a alcanzar una belleza tan excepcional, el pavo real viene al mundo con un aspecto nada prometedor. El pavipollo es del mismo color que esas enormes polillas repugnantes que revolotean alrededor de las bombillas en las noches de verano. Lo único que resalta son los ojos, de un gris luminoso, y una cresta marrón que empieza a apuntarle cuando tiene diez días, y que se parece primero a las antenas de un insecto y luego a las plumas que llevan los indios en la cabeza. A las seis semanas le salen unas motas verdes en el cuello, y pocas semanas más tarde, ya se puede distinguir al macho de la hembra por las pintas del dorso. El dorso de la pava va fundiéndose en un gris uniforme y enseguida alcanza el aspecto que tendrá para siempre. Aunque no cuente con una larga cola ni con otros adornos de relieve, nunca he pensado que la pava carezca de atractivo. Incluso en una o dos ocasiones he llegado a pensar que es más bonita que el macho, más sutil y refinada. Pero son momentos de audacia que se pasan enseguida.
Hacen falta dos años para que el plumaje del macho adquiera su decoración definitiva y, durante el resto de su vida, se comportará como si él mismo la hubiera diseñado. Durante los dos primeros años de vida, parece que está hecho de retales y que los ha cosido una mano poco imaginativa. El primer año tiene la pechuga beis, el dorso moteado, el cuello verde de la madre, y una corta cola gris. El segundo, tiene la pechuga negra, el cuello azul del padre, y un dorso que va virando paulatinamente al verde y oro que tendrá para siempre, pero ni asomo de larga cola. El tercer año entra en la edad adulta y por fin la adquiere. Y el resto de su vida —un pavo real puede vivir hasta treinta y cinco años— no tendrá nada mejor que hacer que acicalársela, desplegarla y recogerla, danzar hacia adelante y hacia atrás cuando la extiende, chillar cuando se la pisan, y arquearla cuidadosamente cuando cruza un charco.
No todas las partes del pavo real cautivan la mirada por igual, ni siquiera cuando se ha desarrollado del todo. Las plumas superiores de las alas están veteadas de blanco y negro, y podría haberlas tomado prestadas de un pollastre Barred Rock5. Las de las puntas de las alas son de color arcilla; las patas, largas, finas y gris hierro; los pies, grandes. Y se diría que lleva uno de esos pantalones cortos de verano que están ahora tan en boga entre los playboys. Estos pantaloncitos, beis y suaves, se prolongan bajo lo que podría ser un chaleco de un azul casi negro. Uno no se sorprendería de verle colgar una cadena de reloj, pero no asoma ninguna. Examinando el aspecto del pavo real con la cola recogida, me parece que las partes no guardan proporción con el conjunto. La verdad es que así lo único que lo salva de convertirse en un hazmerreír es su porte. Cuando despliega la cola inspira todo un abanico de emociones, pero todavía no he oído a nadie reírse.
La reacción habitual es el silencio, por lo menos durante un rato. Para abrir la cola, el macho se sacude violentamente hasta que gradualmente se alza, trazando un arco en torno a sí. Entonces, antes de que nadie haya tenido la oportunidad de verlo, se gira y da la espalda al espectador. Algunos lo han tomado como insulto; otros, como capricho. Mi interpretación es que el pavo real experimenta idéntica satisfacción exhibiendo cualquiera de sus lados. Desde que crío pavos reales, vienen a visitarme al menos una vez al año alumnos de primero de primaria, que aprenden viviendo las cosas en primera persona. Estoy acostumbrada a oírles gritar a coro cuando el pavo se da la vuelta: «¡Oh, mirad su ropa interior!». Esta «ropa interior» es una cola gris que se eriza para sostener la más grande, y más abajo, una borla de plumas negras digna de que alguna mujer regia de verdad —una Cleopatra o una Clitemnestra— la utilizase para empolvarse la nariz.
Cuando el pavo real ofrece la espalda, el espectador comienza normalmente a dar vueltas para verlo de frente, pero el pavo no cesa de girar, de modo que resulta imposible. Lo que hay que hacer es quedarse quieto y esperar a que le plazca darse la vuelta. Cuando le apetezca, se pondrá de frente. Y entonces podréis ver en un arco de verde broncíneo una constelación de soles aureolados y vigilantes. Éste es el momento en que la mayoría guarda silencio.
«¡Amén!, ¡Amén!», gritó una vieja negra una vez ante este espectáculo, y he escuchado otros muchos comentarios similares en este trance que muestran la inadecuación del lenguaje humano. Hay quienes silban; otros, por una vez, se callan. Un camionero, que circulaba con un cargamento de heno cuando se encontró con un pavo real girándose delante de él en medio de la carretera, gritó: «¡Mira el papanatas!», y dio un apabullante frenazo que detuvo el camión en seco. Nunca he visto a un pavo que haya dejado de pavonearse para moverse un milímetro porque venga un camión, un tractor o un coche. Le toca al vehículo quitarse de en medio. Nunca han atropellado a ninguno de mis pavos, aunque un año la máquina de cortar el césped le segó una pata a uno.
He descubierto que mucha gente es incapaz por naturaleza de apreciar la vista que ofrece un pavo real. Una o dos veces me han preguntado que «para qué sirve» un pavo, una pregunta que nunca obtiene de mí respuesta alguna porque no la merece. La compañía de teléfonos envió un día a un operario para que nos arreglasen la línea. Cuando terminó su trabajo, el hombre, un tipo grande con una expresión suspicaz, medio oculta por un casco amarillo, se quedó dando vueltas, intentando engatusar a un pavo que lo había estado observando para que desplegase la cola. Quería sumar esta experiencia a una larga lista de otras que parecía haber tenido.
—Vamos, tío —dijo—, ponte las pilas. ¡Arriba! ¡Vamos, ábrela, ábrela!
El pavo, por supuesto, no le hizo ni caso.
—¿Qué le pasa? —preguntó el hombre.
—Nada —contesté—. La abrirá enseguida. Lo único que tiene que hacer es esperar.
El hombre siguió dando vueltas detrás del pavo durante unos quince minutos; entonces, contrariado, se metió en su camión y arrancó. El pavo comenzó a sacudirse, y alzó la cola en torno suyo.
—¡La está abriendo! —grité—. ¡Eh, espere! ¡La está abriendo!
El hombre dio marcha atrás bruscamente justo cuando el pavo se giraba y se ponía frente a él con la cola extendida. El despliegue era perfecto. El pavo se giró ligeramente hacia la derecha y los pequeños planetas que pendían sobre él destacaban sobre un fondo broncíneo; luego se giró ligeramente hacia la izquierda y relucían sobre un fondo verde. Me acerqué al camión para ver la impresión que causaba en el hombre este espectáculo.
Inmóvil, lo miraba con tal fijeza y concentración, que se diría que estaba intentando leer la letra pequeña de un contrato a cierta distancia. En un segundo, el pavo recogió la cola y se marchó airadamente.
—Bueno, ¿qué le ha parecido? —le pregunté.
—En mi vida había visto unas patas tan largas y tan feas —respondió el hombre—. Apuesto a que ese bribón podría adelantar a un autobús.
Hay quienes se emocionan sinceramente ante la visión de un pavo real, aunque tenga la cola recogida, pero no lo admitirían nunca. Otros parecen montar en cólera. Quizá sospechan que el pavo se ha formado una opinión poco favorable de ellos. El pavo real es un inspector meticuloso y solemne. Nuestras visitas, en vez de por ladridos de perros que salen disparados del porche, son recibidas por los chillidos de los pavos reales, por cuellos azules y cabezas crestadas que surgen como con un resorte tras las matas de hierba, que otean desde los matorrales, que se inclinan desde el tejado hasta donde han volado, quizá por las vistas. Un día, uno de mis pavos salió de debajo de los arbustos y se fue a examinar de cerca un coche lleno de gente, que había venido para comprar un becerro. Según se acercaba el pavo, un viejo y cinco o seis niños de pelo albino y descalzos comenzaron a amontonarse fuera del coche. En cuanto lo vieron, se pararon en seco y se quedaron mirando, evidentemente molestos por esta soberbia figura que les cortaba el paso. Permanecieron en silencio mientras el pavo los miraba, con la cabeza reclinada según su más majestuoso ángulo y la cola replegada destellando al sol.
—¿Qué es ese bicharraco?6 —preguntó finalmente uno de los críos con voz hosca.
El viejo había salido del coche y tenía los ojos clavados en el pavo, con una mezcla de estupefacción y reconocimiento. «No he visto uno desde que vivía mi abuelo —dijo, quitándose el sombrero en señal de respeto—. Antes la gente los tenía en las casas, pero ahora no».
—¿Qué es? —preguntó de nuevo el chico, con el mismo tono de antes.
—Niños —dijo el viejo—, ¡es el rey de las aves!
Los niños acogieron esta información en silencio. Un minuto después, regresaron al coche y siguieron mirando al pavo desde allí, con aire de fastidio, como si les molestase que el viejo hubiera dicho la verdad.
El pavo real se pavonea en serio sobre todo en primavera y verano, porque es cuando puede desplegar la cola en todo su esplendor. Normalmente empieza poco después de desayunar, se pavonea durante varias horas, desiste en las horas de más calor, y prosigue a la caída de la tarde. Cada macho tiene un sitio preferido donde actúa todos los días, con la esperanza de atraer a alguna hembra que pase por allí. Pero si hay alguien indiferente a las exhibiciones del pavo real, al margen del operario de teléfonos, es la pava. Rara vez le dirige una mirada. El macho, trazando en torno a sí un arco centelleante con la cola, da vueltas y revueltas, toca el suelo con las plumas de color arcilla de las alas, danza hacia delante y hacia atrás, el cuello curvo, el pico abierto, los ojos chispeantes. Mientras, la pava sigue a lo suyo, rastreando diligentemente el suelo, como si cualquier insecto oculto entre la hierba fuese más importante que ese mapa del universo que acaba de desplegarse y flota junto a ella.
Algunos se piensan que el único que extiende la cola es el macho, y que lo hace exclusivamente en presencia de la hembra. No es verdad. A las pocas horas, un pavo recién salido del cascarón empieza a extender la cola que tenga —que será del tamaño de la uña de un pulgar— y a pavonearse y a dar vueltas, a retroceder y a inclinarse, como si tuviera tres años y alguna razón para hacerlo. Las pavas alzan la cola cuando encuentran en el suelo algo que las asusta, y también cuando no tienen nada mejor que hacer y sopla un aire fresco. A los pavos se les sube enseguida el aire fresco a la cabeza y los predispone a juguetear. Entonces danzan en grupo, o cuatro o cinco ...

Índice

  1. Nota a esta edición
  2. Prólogo de la primera edición
  3. Misterio y maneras
  4. Apéndice