Dialéctica de la secularización
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Dialéctica de la secularización

Sobre la razón y la religión

Joseph Ratzinger, Jürgen Habermas

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Dialéctica de la secularización

Sobre la razón y la religión

Joseph Ratzinger, Jürgen Habermas

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El 19 de enero de 2004, en la Academia Católica de Baviera en Munich, tuvo lugar un hecho insólito en el mundo actual: uno de los más importantes filósofos vivos, Jürgen Habermas, debatía en público con uno de los principales representantes de la Iglesia Católica, el entonces cardenal Joseph Ratzinger, hoy papa Benedicto XVI. Si el contexto es sorprendente, no lo es menos el resultado: los puntos de encuentro entre ambos acerca del Estado democrático de derecho como mejor forma política para defender la dignidad humana, o acerca de la necesaria interpretación recíproca entre razón y fe, destacan sobre las previsibles divergencias.

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Información

Año
2012
ISBN
9788499207650
Edición
1

Joseph Ratzinger

Lo que cohesiona el mundo. Las bases morales y prepolíticas del Estado
En los desarrollos históricos que estamos viviendo a ritmo acelerado aparecen, en mi opinión, dos factores sobre todo que son sintomáticos de una evolución que anteriormente se daba con mucha más lentitud. El primero es el surgimiento de una sociedad de dimensiones mundiales, en la que los distintos poderes políticos, económicos y culturales son cada vez más interdependientes y se tocan y se compenetran en sus diversos ámbitos. El otro es el crecimiento de las posibilidades que tiene el hombre de producir y de destruir, lo que plantea mucho más allá de lo habitual la cuestión del control jurídico y moral del poder. Y por consiguiente, la cuestión (de máxima urgencia) de cómo las culturas, al encontrarse, pueden hallar bases éticas capaces de fundar adecuadamente la convivencia entre ellas y construir una estructura común jurídicamente responsable del control y del ordenamiento del poder.
Que el proyecto de una «ética mundial» propuesto por Hans Küng1 haya encontrado tan amplio consenso demuestra, en cualquier caso, que se trata de una cuestión de gran actualidad. Lo cual sigue siendo válido aun cuando se acepte la aguda crítica a dicho proyecto que formuló Robert Spaemann2, ya que a los dos factores mencionados se añade un tercero: en el proceso del encuentro y de la compenetración de las culturas han saltado por los aires las certezas éticas básicas hasta ahora. La cuestión de qué es el bien, especialmente en el contexto presente, y de por qué hay que realizarlo incluso en perjuicio propio es una pregunta fundamental todavía sin respuesta.
Me parece obvio que la ciencia en cuanto tal no puede generar un ethos, es decir, una conciencia ética renovada no puede ser producto del debate científico. Por otra parte, es innegable que la transformación radical de la imagen del hombre y del mundo que ha brotado del incremento de los conocimientos científicos, ha tenido parte esencial en dar al traste con las antiguas certezas morales. En este sentido, la ciencia tiene en todo caso una responsabilidad respecto al hombre, y sobre todo la filosofía tiene la responsabilidad de acompañar críticamente el desarrollo de cada ciencia y de analizar críticamente conclusiones apresuradas y falsas certezas sobre lo que es el hombre, de dónde viene y por qué existe, o, dicho de otra manera, de depurar los resultados científicos del elemento no científico que a menudo se mezcla con ellos; así se mantendrá la mirada abierta a la totalidad, a las dimensiones ulteriores de la realidad del hombre, de la que en la ciencia sólo se pueden mostrar aspectos particulares.

Poder y derecho

Es tarea concreta de la política poner el poder bajo el escudo del derecho y regular así su recto uso. No debe tener vigencia el derecho del más fuerte, sino más bien la fuerza del derecho. El poder ejercido en orden al derecho y a su servicio está en las antípodas de la violencia, entendida como poder sin derecho y opuesto a él. De ahí que sea importante para cada sociedad que el derecho y su ordenamiento estén por encima de toda sospecha, porque sólo así puede desterrarse la arbitrariedad y se puede vivir la libertad como libertad compartida. La libertad carente de derecho es anarquía y, por tanto, es destrucción de la libertad. La sospecha contra el derecho y la rebelión contra él reaparecerán si se pone de manifiesto que el derecho es un producto del arbitrio, un criterio establecido por los que tienen el poder, y no expresión de una justicia al servicio de todos.
La misión de colocar el poder bajo el escudo del derecho nos plantea la siguiente cuestión: ¿cómo nace el derecho y cómo debe elaborarse para que sea vehículo de justicia y no el privilegio de establecer lo que es justo por parte de los que tienen el poder? Por una parte nos preguntamos cómo se forma el derecho, pero por otra parte también cuál es su criterio. Que el derecho no debe ser el instrumento de poder de unos pocos, sino expresión del interés común de todos, parece, al menos de entrada, un problema resuelto mediante los instrumentos de la formación democrática del consenso, ya que todos participan en el nacimiento del derecho, y por tanto el derecho es de todos y como tal puede y debe ser observado. En efecto, la garantía de la participación en la formación del derecho y en la justa administración del poder es la razón esencial a favor de la democracia como la más adecuada de las formas de ordenamiento político.
De todos modos, me parece que queda aún otra cuestión. Puesto que es difícil encontrar la unanimidad entre los hombres, la formación democrática del consenso no tiene como instrumentos indispensables más que la delegación, por un lado, y por otro la decisión de la mayoría. Pero también las mayorías pueden ser ciegas o injustas. La historia da buena prueba de ello. ¿Se puede seguir hablando de justicia y de derecho cuando, por ejemplo, una mayoría, incluso grande, aplasta con leyes opresivas a una minoría religiosa o racial? Por tanto, con el principio mayoritario queda siempre abierta la cuestión de las bases éticas del derecho, la cuestión de si hay o no algo que no puede convertirse en derecho, es decir, algo que es siempre injusto de por sí, o viceversa, si hay algo que por naturaleza es siempre indiscutiblemente según el derecho, algo que precede a cualquier decisión de la mayoría y que debe ser respetado por ella.
La época moderna ha dado una formulación estable a dichos elementos normativos en las distintas declaraciones de los derechos del hombre, sustrayéndolos al juego de las mayorías. En la conciencia actual nos podemos contentar con la evidencia interna de dichos valores. Pero semejante reducción de la cuestión tiene también un carácter filosófico. Hay valores permanentes que brotan de la naturaleza del hombre y que, por tanto, son intocables en todos los que participan de dicha naturaleza. Tendremos que volver de nuevo sobre el alcance de una concepción de este tipo, sobre todo porque no todas las culturas reconocen hoy esta evidencia. El Islam ha formulado un catálogo propio de derechos humanos distinto del occidental. La China actual lleva ciertamente la impronta de una forma cultural nacida en Occidente, el marxismo; pero, que yo sepa, se plantea de todos modos la pregunta de si los derechos humanos no son una invención propiamente occidental que hay que contrastar.

Nuevas formas de poder y nuevas cuestiones sobre su ejercicio

Cuando se trata de la relación entre poder y derecho y de las fuentes del derecho, hay que analizar también el fenómeno del poder en sí mismo. No es mi intención tratar de definir la naturaleza del poder en cuanto tal; más bien quisiera aludir a los desafíos que brotan de las nuevas formas de poder que se han desarrollado en los últimos 50 años. En la primera parte de la segunda posguerra predominó el miedo ante el nuevo poder de destrucción que había surgido con la invención de la bomba atómica. El hombre se vio de repente con capacidad no sólo para destruirse a sí mismo, sino también la tierra. De ahí nació la pregunta sobre qué mecanismos políticos hacen falta para evitar esta destrucción. ¿Cómo se pueden hallar mecanismos de este tipo y cómo pueden ser eficaces? ¿Cómo se pueden desencadenar fuerzas éticas capaces de plasmar dichas formas políticas y de hacerlas eficaces? Durante largo tiempo, lo que nos salvó de los horrores de una guerra nuclear fue, de facto, la rivalidad entre bloques de poder contrapuestos, así como el miedo a poner en marcha, con la destrucción del otro, también la propia destrucción. La limitación recíproca de los poderes y el miedo a sucumbir resultaron ser fuerzas de salvación.
Ahora lo que nos atormenta ya no es tanto el miedo a un gran conflicto, cuanto el miedo ante un terror omnipresente capaz de golpear y actuar en todas partes. Como se ve, el hombre no necesita un gran conflicto para hacer el mundo inhabitable. Los poderes anónimos del terror, que pueden estar presentes por doquier, son tan fuertes que persiguen a cada uno hasta dentro de su cotidianidad; y nos hallamos ante la amenaza de que unos criminales puedan tener acceso a los grandes pote...

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