Historia de mi vida
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Historia de mi vida

Juan Pablo II, Saverio Gaeta, Saverio Gaeta

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Juan Pablo II, Saverio Gaeta, Saverio Gaeta

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Una verdadera "autobiografía" del papa Wojtyla formada a partir de las confidencias personales que él mismo fue revelando en cerca de 15.000 textos y discursos dirigidos a personas de todo el mundo durante sus 27 años de pontificado. Anécdotas de su juventud, del inicio del papado y profundas reflexiones personales sobre temas como la oración, el sufrimiento o la muerte, que traslucen, como dice el cardenal Bergoglio en el prólogo, "la constancia, el equilibrio y la serenidad que permearon toda su existencia, que se hace evidente a los ojos de todos".

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Información

Año
2015
ISBN
9788490553046

PRIMERA PARTE

RAÍCES POLACAS DE KAROL WOJTYLA

La infancia en Wadowice

Según lo que me contaron, nací por la tarde, entre las cinco y las seis. Por tanto, casi en el mismo momento del día en el que cincuenta y ocho años más tarde fui elegido papa (18-V-97).
Nací el 18 de mayo de 1920. Siendo la fecha de nacimiento algo tan importante para todo hombre, quisiera dirigir mi atención a la memoria de mis padres, fallecidos hace ya mucho tiempo. Deseo recordar con gratitud a mi padre y a mi madre, que me dieron la vida. Y, pensando en mis padres, quiero dar las gracias muy concretamente a Dios, Señor y Fuente de la vida, por este primer y fundamental don de la vida (17-V-95).
Será precisamente en esos meses cuando Polonia recobre la independencia, con los tratados de Versalles (1919) y Riga (1921) que, respectivamente, la liberaron de la dominación austriaca y rusa.
Nací en una época de guerra y no fui consciente de esa realidad, pero siempre he tenido una gran admiración por aquellos que ganaron aquella guerra (3-I-98).
Su padre, también de nombre Karol, nació en 1879 y tiene unos 40 años cuando nace su hijo. Desde 1904 es oficial administrativo en los cuarteles del ejército en Wadowice, una pequeña ciudad de quince mil habitantes en el sur del país.
Mi padre era digno de admiración y casi todos mis recuerdos de infancia y adolescencia lo tienen a él como referencia (NA 13).
La gente suele vitorear al papa, «¡Que viva el papa, que viva el papa muchos años!». Y espontáneamente me viene al pensamiento la mujer, la madre que me dio a luz. Si estoy en el mundo es porque ella me dio la vida. Por supuesto, también el padre, pero la gran carga de transmitir la vida es sobre todo de la madre (13-VI-87).
Su madre se llama Emilia Kaczorowska. Tiene 36 años cuando da a luz a Karol, pues nació en 1884. En el momento del parto, al parecer, le pidió a la comadrona que «abriera la ventana para que los primeros sonidos que llegaran al oído del recién nacido fueran las canciones en honor a María, madre de Dios, por lo que la partera se acercó a la ventana y la abrió de par en par. De repente, la pequeña habitación se inundó de la luz y de los cantos de la liturgia vespertina del mes de mayo provenientes de la iglesia de Nuestra Señora, situada justo enfrente de su casa» (SS 23). Al cabo de poco más de un mes después del nacimiento, el 20 de junio, fue bautizado por el capellán militar, el padre Franciszek Zak, y recibió el nombre de Karol (Carlos) y Jozef (José).
Sabemos lo importante que son los primeros años de vida, la infancia, la adolescencia, para el desarrollo de la personalidad humana, de su carácter. Precisamente estos años me unen indisolublemente a Wadowice, la ciudad y sus alrededores. Cuando echo la mirada atrás para observar el largo viaje de mi vida, me doy cuenta de cómo el ambiente, la parroquia, mi familia, me han llevado a la pila bautismal en la iglesia de Wadowice, donde el 20 de junio 1920 se me dio tanto la gracia de ser un hijo de Dios como la fe en mi Redentor (7-VI-79).
Hoy quisiera dar las gracias por el don de la vida divina recibida en la pila bautismal, en la iglesia parroquial de Wadowice. Con el sacramento de la regeneración por el agua en el Espíritu Santo comenzó en mí esta nueva vida, sobrenatural, que es el don del mismo Dios, un don que trasciende la dimensión de la existencia natural (17-V-95).
Doy gracias al Señor por la primera unción con el sagrado crisma, que recibí en mi ciudad de origen, Wadowice. Eso sucede con ocasión del bautismo. A través de esa purificación sacramental, todos somos justificados e injertados en Cristo. Recibimos por primera vez también el don del Espíritu Santo. Precisamente, la unción con el santo crisma es el signo de la efusión del Espíritu que da la nueva vida en Cristo y que nos hace capaces de vivir en la justicia divina (AA 42-43).
Estoy convencido de que jamás en ninguna fase de mi vida mi fe ha sido un mero fenómeno «sociológico», que derivaba simplemente de las costumbres y la forma de ser de mi entorno. Es decir, una fe definida por el hecho de que los que me rodeaban «creían y actuaban así». Nunca consideré mi fe como «tradicional», a pesar de que he desarrollado una admiración creciente por la tradición de la Iglesia y por esa parte viva de ella que ha nutrido la vida, la historia y la cultura de mi país. Sin embargo, considerando con la mayor objetividad posible mi fe, siempre me pareció que no tenía nada que ver con ningún tipo de conformismo, sino que nació de lo más profundo de mi «yo» y que fue también el resultado de los esfuerzos de mi espíritu por buscar una respuesta a los misterios del hombre y del mundo. Siempre he visto claramente que la fe es un don (NA 35).
El día de nuestro santo es siempre una oportunidad para que nuestros allegados o los miembros de nuestra familia dirijan su mirada a cada uno de nosotros, a aquel que lleva el mismo nombre del santo festejado. Este nombre nos recuerda el amor de nuestros padres, que, dándonos un nombre, querían en cierta forma determinar el lugar de su hijo en esa comunidad de amor que es la familia. Ellos han sido los primeros que se han dirigido a nosotros con este nombre, y con ellos nuestros hermanos y hermanas, parientes, amigos y compañeros. Y de este modo, el nombre ha trazado el camino del hombre entre los hombres, entre los hombres más próximos y más queridos. Mis queridos padres me dieron el nombre de Karol, que también era el nombre de mi padre. Ciertamente, jamás podrían haber previsto (ambos murieron jóvenes) que este nombre abriría el camino a su hijo entre los grandes acontecimientos de la Iglesia actual (4-XI-78).
Hoy deseo venerar a san Carlos Borromeo, de quien recibí el nombre el día de mi bautismo. Más de una vez he tenido ocasión de hacer una peregrinación a su tumba en la catedral de Milán, así como de visitar los lugares relacionados con su vida, como Arona. Aquí, en Roma, descansa su corazón en la iglesia de San Carlo al Corso, a él dedicada. Esto es un detalle muy elocuente, pues muestra cómo este cardenal y pastor de la Iglesia ambrosiana de Milán fue, al mismo tiempo, un servidor de las causas universales de la Iglesia (4-XI-79).
En casa vive también el primogénito, Edmund, nacido en 1906. Otra niña, llamada Olga, había muerto en 1914, probablemente pocos días después de nacer. Precisamente las complicaciones de este embarazo concluido tan dramáticamente, provocaron las dolencias de corazón y riñones que el 13 de abril de 1929 condujeron al fallecimiento de su madre, Emilia.
No tenía aún la edad de la primera comunión cuando perdí a mi madre, que no tuvo la alegría de ver el día tan esperado por ella: quería dos hijos, el uno médico y el otro sacerdote. Mi hermano era médico y, a pesar de todas las dificultades, yo me convertí en sacerdote (NA 12).
Sobre tu tumba blanca / florecen las flores blancas de la vida. / ¡Oh, cuántos años han pasado ya / sin ti! ¿Cuántos años? / Sobre tu tumba blanca / sellada desde hace años / algo parece levantarse: / inexplicable como la muerte. / Sobre tu tumba blanca, / madre, amor mío apagado, / desde mi amor filial / una petición: / dale el descanso eterno (TL 37).
Cuando escribió los versos de este poema dedicado a su madre, Karol tenía diecinueve años y también había perdido a su querido hermano Edmund, que falleció en Cracovia el 5 de diciembre de 1932.
Mi hermano murió de una virulenta epidemia de escarlatina en el hospital en el que estaba empezando a trabajar como médico. Hoy los antibióticos lo habrían salvado. Yo tenía doce años. La muerte de mi madre se me grabó profundamente en la memoria y, tal vez, todavía más la de mi hermano, debido a las circunstancias dramáticas en que sucedió y porque yo era más maduro. Así me convertí en huérfano de madre y en hijo único relativamente temprano (NA 12).
Ahora Karol tiene como único punto de referencia familiar a su padre, el cual dejó el servicio activo en el ejército en 1927, con una modesta pensión.
A mí, la experiencia de la acción del Espíritu Santo me la transmitió especialmente mi padre cuando tenía vuestra edad. Cuando tenía alguna dificultad, él me recomendaba que rezase al Espíritu Santo. Y esta enseñanza suya me ha enseñado el camino que he seguido hasta la fecha (26-IV-97).
Un día, mi padre me regaló un libro de oraciones entre las que había una oración al Espíritu Santo. Me dijo que la rezase diariamente. Así que desde ese día trato de hacerlo (VL 148).
La pequeña ciudad de Wadowice significará siempre para Karol el lugar de la memoria y de los primeros vínculos afectivos.
Deseo dar las gracias a Wadowice por aquellas escuelas en las que recibí tanta luz, tanto en la escuela primaria como luego en el magnífico instituto Marcin Wadowita de Wadowice (14-VIII-91).
En mi clase de primaria, por lo menos una cuarta parte de los alumnos eran de origen judío. Quisiera recordar ahora mi amistad con uno de ellos, Jerzy Kluger. Una amistad que continúa desde aquella escuela hasta la actualidad. Tengo todavía vivísima ante mis ojos la imagen de los judíos que todos los sábados iban a la sinagoga, situada justo detrás de nuestro instituto (VL 105).
Y la parroquia de Nuestra Señora en Wadowice seguirá siendo para él la cuna de la fe.
Aquí, en esta ciudad, en esta antigua iglesia parroquial, oí la confesión de fe de Pedro por primera vez. Se me ofreció desde el baptisterio y el altar, desde el púlpito y desde la escuela. Envolvía toda la vida de la comunidad cristiana. Esta confesión de fe conformaba la vida, como conforma la vida cristiana sobre todo el orbe. Esta confesión me llegó como un regalo de la fe de la Iglesia. Le dio a mi vida aquella dirección que tiene su inicio en el Padre para abrir, a través del Hijo, en el Espíritu Santo, el inescrutable misterio de Dios. Las manos de mi madre me enseñaron este misterio al juntar mis pequeñas manos de niño para rezar, mostrándome cómo hacer la señal de la cruz, el signo de Cristo, que es el Hijo de Dios vivo (14-VIII-91).
De niños todos esperábamos la fiesta de San Nicolás por los regalos que implicaba. [... ] Recuerdo que cuando era niño tenía una relación personal con él. Por supuesto, como todos los niños, esperaba los regalos que nos traería el 6 de diciembre. Sin embargo, esta expectativa también tenía una dimensión religiosa. Al igual que mis compañeros, tenía veneración a este santo que, de manera desinteresada, repartía regalos a la gente y con ellos les mostraba su solicitud amorosa (AA 101).
Siempre he tenido claro que la Iglesia es el lugar donde se dispensan y se reciben los sacramentos. Desde mis primeros años de escuela primaria, la preparación para la primera Confesión y la Primera Comunión me enseñó que «el sacramento es un signo visible y eficaz de la gracia invisible, instituido por Jesucristo para santificarnos». Es lo que decía el catecismo (NA 209).
Los años de mi infancia y de mi adolescencia transcurrieron en una atmósfera de fe, una fe transmitida y profesada libremente. Yo tenía una conciencia muy viva, a veces incluso aguda, de las «cosas últimas» y especialmente del «juicio de Dios». En mi catecismo de la escuela primaria, las «cosas últimas» estaban incluidas en el capítulo sobre la esperanza cristiana y allí se trataba poco a poco de la muerte, del juicio —particular y universal—, del cielo, del infierno, del purgatorio. En el centro de esta catequesis escatológica se hallaba, o al menos esa fue mi impresión, el juicio de Dios (NA 86).
La liturgia es también una especie de mysterium representado, una puesta en escena. Recuerdo la emoción que sentí cuando, con apenas quince años, fui invitado por el padre Figlewicz al Triduum sacrum, que se celebró en la catedral de Wawel, y yo participé en los oficios, adelantados a la tarde del miércoles. Fue una verdadera conmoción espiritual y aún hoy el triduo pascual es una experiencia conmovedora para mí (AA 101).
Aquí en Italia, los oratorios están muy desarrollados desde la época de san Felipe Neri. En Polonia había otras construcciones que siempre he frecuentado. De niño era un buen monaguillo (25-XI-90).
En mi parroquia de Wadowice, el párroco, muy devoto, nos leía muchas veces pasajes de las encíclicas de Pío XI, pero más que con sus encíclicas, con lo que me quedé fue con que era un papa alpinista. [... ] Os digo esto para recordar el vínculo entre un gran papa italiano que se decía obispo polaco y este obispo polaco que se debe decir papa italiano (21-V-83).
Las conferencias de San Vicente de Paúl se extendieron más allá de Francia, por todos los países de Europa y del mundo. Yo mismo, cuando era estudiante antes de la Segunda Guerra Mundial, formé parte de una de ellas (22-VIII-97).
El orgullo por sus orígenes polacos no es un sentimiento puramente nostálgico, sino que representa la conciencia de pertenecer a un pueblo intrépido.
Soy hijo de una nación que ha vivido las más dramáticas experiencias históricas, a la que sus vecinos han condenado a muerte en varias ocasiones, pero que sobrevivió y se mantuvo fiel a sí misma. Ha conservado su identidad y ha mantenido, a pesar de las divisiones y la ocupación extranjera, su soberanía nacional. No tanto por apoyarse en los recursos de la fuerza física, sino apoyándose únicamente en su cultura. Esta cultura se ha revelado más poderosa que todas las otras fuerzas (2-VI-80).
La dolorosa experiencia de la historia de mi patria, Polonia, me ha enseñado lo importante que es la soberanía nacional cuando tiene a su servicio un estado digno de ese nombre, libre para tomar sus decisiones. Lo importante que ella es para la protección no sólo de los intereses materiales legítimos del pueblo, sino también de su cultura y de su alma (6-X-79).
Incluso las tradiciones religiosas de su tierra natal lo acompañarán a lo largo de toda su vida.
También yo, hace muchos años, era un niño como vosotros. Entonces vivía la atmósfera serena de la Navidad y, cuando la estrella de Belén brillaba, me apresuraba a ir al pesebre junto con mis compañeros, para volver a vivir lo que sucedió hace dos mil años en Palestina. Nosotros, los niños, expresábamos nuestra alegría, ante todo, cantando (13-XII-94).
Recuerdo una canción que solía cantar en Polonia cuando era joven y que todavía canto como Papa. Habla del nacimiento del Salvador. En la noche de Navidad, en cada iglesia y cada capilla, esta canción resuena repitiendo con música la historia relatada en el Evang...

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