Los orígenes de la pretensión cristiana
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Los orígenes de la pretensión cristiana

Curso básico de cristianismo. Volumen 2

Luigi Giussani

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Curso básico de cristianismo. Volumen 2

Luigi Giussani

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Este libro se propone poner frente al lector lo que pretende ser la hipótesis cristiana. Con este objeto, después de haber indicado algunas de las actitudes más significativas que ha tenido la creatividad humana para entrar en relación con lo divino, el autor centra su atención en el cambio radical de método religioso determinado por Jesucristo, como hecho en la historia. Se nos pone, ante todo, en condiciones de comprender los términos de dicho cambio radical y de reconocer su carácter ineludible; tras lo cual el lector se descubre recorriendo paso a paso, siguiendo la experiencia de quienes conocieron a Jesús, las posibles trayectorias de la persuasión o del rechazo; alternativas cuyas implicaciones metodológicas van siendo paulatinamente señaladas, haciendo así accesible, además de un correcto acercamiento al problema, un ensimismamiento apasionante.

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Información

Año
2012
ISBN
9788499209999
Edición
3
Capítulo Noveno

FRENTE A LA PRETENSIÓN

1. El misterio de la Encarnación

Toda la vida pública de Jesús muestra una profunda capacidad de dominio de la naturaleza: ésta le obedecía como un siervo obedece a su amo. Ya hemos resaltado cómo la gente sin prejuicios, sin una hostilidad preconcebida, sentía inevitablemente estupor ante este espectáculo cotidiano.
Subrayamos de nuevo esta continuidad: el poder de Jesús no era esporádico. En efecto, si se negara o quitara de los Evangelios la actividad milagrosa de Jesús, se desmontaría casi por completo el tejido de su vida pública.
Además, ejercitaba esta actividad milagrosa con una tranquilidad soberana, sin necesidad de nada: curaba a distancia y dominaba la realidad impersonal de la naturaleza.
Su poder, en definitiva, parecía una cosa totalmente normal en él; por eso ningún hombre honesto podía dejar de sentir la misma impresión que experimentara un fariseo distinto de los otros por su lealtad, Nicodemo, quien yendo a visitarle una noche le dijo: «Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar las señales que tú realizas si Dios no está con él»1. En aquella época abundaban los magos y curanderos en el Oriente Medio, pero lo que impresionaba de Jesús era su modo de hacer prodigios. En síntesis se puede decir que su hacer prodigios respondía a una urgencia ética, constituía un reclamo moral, producía una educación ideal. Sus adversarios no aceptaban, por sectarismo, la postura de Nicodemo, de manera que simplemente se negaban a ver los hechos. En realidad, el sectarismo surge donde una idea se convierte en una posición, en lugar de una obediencia a la realidad.
De modo que ellos, como hemos visto, trataron de explicar las obras de Jesús de otra manera: como no podían negar su excepcionalidad, le llamaron endemoniado, exaltado, blasfemo.
La validez de la interpretación de Nicodemo frente a la de los adversarios de Jesús depende de una libertad y sinceridad de ánimo que permite captar todos los síntomas de los gestos de Jesucristo en su verdadero valor y aceptar sus consecuencias.

2. Una realidad histórica extraordinaria

Al recorrer la trayectoria de los que siguieron a Jesús —desde el estupor a la convicción— y al oír las respuestas que Él iba dando a las preguntas que surgían entre los que le rodeaban, nos encontramos frente a la afirmación de una realidad histórica extraordinaria: un hombre-Dios. Sus adversarios lo dicen claramente: «No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino por una blasfemia y porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios»2. El evangelio de Juan lo había observado ya anteriormente: «Los judíos trataban con mayor empeño de matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios»3.
1) El origen de este hecho, de esta realidad, se ha llamado en la tradición cristiana Encarnación.
Dice un místico oriental, conocido bajo el nombre de Dionisio el Areopagita: «La encarnación de Jesús en nuestra naturaleza es inefable para cualquier lengua, incomprensible para cualquier inteligencia [... ] y el hecho de que Él haya asumido una sustancia humana lo hemos aceptado como un misterio»4.
En cuanto obra divina la encarnación es un misterio, pero de manera particular es misterio por su resultado: en cuanto que el acontecimiento que de ella resulta trasciende los límites de los acontecimientos naturales.
Es deber de nuestra conciencia, además de aceptarlo como el hecho más significativo de la historia de la humanidad aun sin poderlo comprender, el de captarlo claramente en sus términos —cosa que, en cambio, sí es posible—. En segundo lugar, nuestra conciencia ha de verificar que no es contradictorio con las leyes de nuestra razón. Y, finalmente, debemos sacar de ese hecho luz para una mejor comprensión de la existencia humana.
2) Tomar en serio la pretensión de Cristo es profundamente racional, puesto que entró como hecho en la historia, y como un hecho creador de un «nuevo ser», de una nueva creación. Sostener a priori la imposibilidad de este hecho es irracional, en la medida en que con ello se abole la categoría de la posibilidad, que es propia de la razón, de una razón auténtica5.
3) El hecho de la Encarnación es, finalmente, una respuesta trascendente a una exigencia humana que los grandes genios supieron siempre intuir. El canto de Leopardi A su mujer podemos percibirlo como una profecía no consciente de Cristo mil ochocientos años después de él, profecía que se expresa como un anhelo de poder abrazar esa fuente de amor intuida tras la fascinación de la criatura humana.
«Cara beldad que amor
lejos me inspiras o escondiendo el rostro,
a no ser que en el sueño el corazón,
sombra divina, me estremezcas
o en el campo en que brille
más bello del día o la risa de la naturaleza,
¿tal vez tú el inocente
siglo, llamado de oro, embelleciste,
o leve entre la gente
vuela tu alma? ¿O bien la suerte avara
que a nosotros te esconde, al porvenir prepara?
De mirarte viva,
ninguna esperanza me queda;
a no ser, a no ser que, desnudo y solo
por senda ignota, en peregrina estancia
mi espíritu te vea. Ya apenas al abrirse
de mi jornada incierta, oscura,
viajera en este árido suelo
te imaginé. Pero no hay nada en esta tierra
que se asemeje a ti; y si acaso alguna
en el rostro, en los actos, en el habla,
pudiera parecerse, sería mucho menos hermosa.
[...]
En los valles donde resuena
del laborioso campesino el canto,
sentado, me lamento
del juvenil amor que me abandona;
y en los alcores, en que recuerdo y lloro
los perdidos deseos, la perdida
esperanza de mi vida, en ti pensando
mi palpitar despierta. Y ¡si pudiera
en este siglo tétrico y en el aire nefando,
tu pura imagen conservar! Con sola ella,
ya que no de la real, quedaría contento.
Si una de las ideas
eternas eres tú, a la que de sensible forma
no vistió la sabiduría eterna,
ni en caducos despojos, lúgubre,
probó los afanes de funérea vida;
o si otra tierra en sus elevados giros,
entre mundos innumerables te acoge;
y más bella que el sol próxima estrella
te ilumina, y más benigno éter respiras;
de aquí, donde el vivir es triste y breve,
de ignoto amante este himno recibe»
6.
La exigencia ideal que expresa Leopardi, ¿acaso no se corresponde con el testimonio de Juan: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos [...] y lo que tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida»7?
Emerge aquí la intuición de que esa dimensión que persigue le es propia, pero al mismo tiempo no le es propia, es medida que el hombre puede desear pero no determinar. Esa «x» desmesurada a la que en última instancia tendemos se ha convertido en presencia, en Uno Distinto; Uno Distinto, Otro, se ha convertido en nuestr...

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