Ensayo sobre la vida privada
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Ensayo sobre la vida privada

Manuel García Morente

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Ensayo sobre la vida privada

Manuel García Morente

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"Los que quieran, los que tengan en el corazón profundamente anclada la preocupación por el porvenir de la cultura, tienen que declarar la guerra a la política, porque la vida pública, en su forma más característica, que es la política, invade todos los ámbitos y reduce la vida privada, reduce el silencio creador de la soledad íntima, reduce la conversación fecunda y profunda entre dos amigos, lo reduce a un hilillo que apenas si cuenta ya en nuestra existencia turbulenta de plaza pública y de hall de gran hotel". (Manuel García Morente)

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Información

Año
2017
ISBN
9788499207797
En ningún tiempo de la historia humana ha sido la vida tan ruidosa como en el nuestro. Sin duda, siempre los hombres —salvo escasas y notables excepciones— han querido vivir. Pero hoy, el afán de vivir, la voluntad de vida se pregonan y claman a todos los vientos. No es seguro que estas explosiones correspondan a una auténtica intensificación de la vitalidad. El que más dice no siempre es el que más quiere; y la plaza pública, el rumor de las masas, la trepidación de las actividades, muy bien pueden ocultar una penuria de la vida auténtica; la cual no es ni embriaguez ni oleaje, ni mecánica repetición. En nuestros días, la vida suena y truena como nunca. Inunda las calles, los palacios, las salas públicas, las reuniones, los desfiles. Ha abandonado el recato de la alcoba y la soledad de la biblioteca. Nuestro vivir de hoy es un vivir extravertido, lanzado fuera de sí mismo, al aire libre de la publicidad. Y paralelamente, como fenómeno de recíproca penetración, la publicidad, la exterioridad invaden nuestros más íntimos recintos personales por mil agujeros que a propósito hemos abierto en ellos. Dijérase que nos avergonzamos de estar solos o con pocos; o que nos sentimos acobardados ante la perspectiva de habérnoslas con nosotros mismos y ajustarnos nuestras propias cuentas. En suma, los modos de nuestra vida presente prefieren lo público a lo privado. Por eso son tan aparatosos y arrogantes. Pero así como la viga no empieza a crujir hasta que empieza a ceder, así también los tumultos de una vida pública excesiva y predominante son síntomas no de mayor, sino de menor intensidad y fuerza vitales. La vida del hombre es radical, esencialmente la de cada hombre, la de cada individuo, la de cada persona. Esta, empero, es la que justamente llamamos vida privada, para distinguirla de la vida pública, cuyas formas comunes y mostrencas, siendo de todos, no son en verdad de nadie y más propiamente constituyen la corteza, la secreción anquilosada, mecanizada, enajenada, del auténtico vivir, que es el íntimo e individual. Entre los dos polos de la masa gregaria y de la soledad personal oscila la existencia humana. Sobre las formas colectivas de la vida descansamos, sostenidos por la base material de los usos, los gustos, las estimaciones, los pensamientos que, desprendidos de sus creadores, hállanse ya como solidificados y mecanizados cuando venimos al mundo. Pero de los íntimos senos de la persona es de donde brota toda renovación viviente. La especie se renueva por los individuos. En la soledad insobornable de cada cual es donde tiene su origen todo empuje y aliento, que transforma la faz de las cosas para cumplir el eterno destino del hombre: hacerse y deshacerse en la duración del tiempo, en la historia.
En este trabajo —que es un ensayo en el sentido más literal de la palabra— vamos a intentar una descripción de las formas fundamentales de la vida privada. No de esta o aquella vida privada —histórica—, sino de toda vida privada. Nos esforzamos por manifestar las estructuras en que la vida privada se realiza, los esquemas, por decirlo así, geométricos en que se vierte, las categorías con que se constituye. El tema está intacto. La empresa es, pues, arriesgada. Por eso decimos que debe considerarse como un simple ensayo. De la vida privada no se ha tratado nunca en general, sino siempre en particular. Los historiadores, los costumbristas, los novelistas han descrito vidas privadas de ciertas épocas, de ciertos lugares o de ciertas personas particulares. Pero el objetivo que nosotros nos proponemos es bien distinto. Nosotros quisiéramos definir qué sea ese trato o relación que llamamos «privada», a diferencia de la que denominamos «pública»; quisiéramos también caracterizar algunas de las principales formas en que ese trato o relación privada se verifica; por último, quisiéramos bosquejar las consecuencias que para la vida culta pueda tener la temible invasión de lo público en las intimidades fertilizantes de la relación privada [4].

Los esquemas fundamentales

Consideremos esquemáticamente la relación o trato en que pueden estar dos seres humanos. Estos dos hombres pueden ser uno para el otro dos humanos «cualesquiera» o dos hombres determinados. Quiero decir que pueden «conocerse» o no conocerse. De aquí se derivan tres situaciones posibles. Primera: ninguno de los dos «conoce» al otro. Segunda: los dos «se conocen» uno al otro. Tercera: uno de los dos es conocido del otro, pero no conoce a este otro. Entiendo por «conocerse» simplemente lo que en el lenguaje más corriente se comprende bajo esta palabra. Conocer a un hombre es sencillamente saber quién es. Cuando yo sé quién es un hombre, éste ya no es para mí un «cualquiera», sino una persona determinada. Más adelante tendremos ocasión de precisar con mayor exactitud lo que contiene este término de conocer.
Consideremos el primer caso: la relación en que entran dos hombres cuando ninguno de los dos conoce al otro. Tenemos aquí el caso extremo, y por decirlo así, puro, de la relación pública. Estos hombres no pueden relacionarse más que sobre bases que a priori les sean comunes, es decir, que sean comunes a todos los hombres de su tiempo y lugar y, por lo tanto, no pertenezcan exclusivamente a nadie. Es la relación que mantenemos con los representantes de la autoridad: guardias, jueces, magistrados, funcionarios; es también la relación que mantenemos con los representantes de una profesión: tranviarios, chóferes, empleados, comerciantes, taquilleros, camareros, médicos, farmacéuticos; es, por último, la relación que mantenemos con los representantes de la pura humanidad, en la calle, cuando les dejamos paso o les pedimos cortésmente perdón por haberles tropezado. Ahora bien, ¿qué de estos hombres, en esta relación, entra en comunicación o trato? Evidentemente, la parte de nuestro ser que se comunica en el trato público es lo menos propio, lo menos peculiar, lo menos personal que hay en cada uno de nosotros. Cuando yo trato con un funcionario del Estado, yo ya no soy yo, sino un ciudadano cualquiera, y ese hombre no es ya Fulano o Zutano, sino pura y simplemente el Estado. O bien el comprador y el vendedor. O bien el camarero y el consumidor. Esto quiere decir que nuestra peculiar, inconfundible, única personalidad permanece oculta en la relación pública, siendo sustituida por un ser común, mostrenco, un concepto genérico, en el cual la individualidad real desaparece. En la relación pública no son dos vidas humanas reales las que entran en presencia y contacto, sino dos ejemplares cualesquiera de esas «especies» sociales, que son: el ciudadano, el funcionario, el profesional, etc. Las acciones y reacciones de la relación pública son, pues, mecánicas, externas; están, por decirlo así, prefijadas y definidas en la definición misma de esas especies sociales. Aquí pueden preverse los efectos, conocidas que sean las causas. Los que entran en este contacto público son a modo de «cosas», ya que en el trato público nuestra auténtica y propia personalidad queda oculta bajo esa capa exterior y mecánica de la definición colectiva.
La relación pública es, pues, esencialmente abstracta. No pone una frente a otra dos personas, sino dos conceptos. Por eso está tan minuciosamente regulada por la ley o la costumbre, o la comunidad de convicciones colectivas. Semejante regulación no sería posible si los dos términos de la relación fuesen dos individualidades vivas, es decir, libres. Porque entonces las reacciones brotarían del seno mismo de la personalidad, es decir, de algo que, por único e intransferible, no puede en su actuación ser previsto y prefijado.
La relación pública abstracta podría también llamarse convencional por esas mismas razones. Pero este término me es poco grato; hallo en él alusiones y resonancias que se refieren a un hipotético pacto o convención entre personas libres; y más bien es lo contrario, puesto que nuestra vida se encuentra ya en cada momento con un tejido de abstracciones colectivas en que se enquista y acomoda, justamente para mecanizarse en gran parte y salvaguardar tanto mejor lo poco o mucho que le reste de auténtico, propio y personal.
Mejor llamaríamos anónima la relación pública. Lo es, en efecto, puesto que en ella se enfrontan no dos personas, sino dos conceptos abstractos, no yo y tú, sino el ciudadano y el funcionario, el cliente y el profesional. El nombre, que aspira a simbolizar lo más propio y peculiar de la persona, no hace aquí al caso. Los que se relacionan en el trato público no son éste y aquél, sino dos especies como tales. No son Fulano ni Mengano. No son nadie. La relación pública es relación entre nadie; es, pues, abstracta, mecánica, anónima. Nuestras sociedades han inventado un símbolo muy profundo del tránsito entre la relación pública y la privada: la presentación. La presentación declara los nombres respectivos de las dos personas, que se ponen en presencia; y añade unas cuantas indicaciones encaminadas a abrir a cada una algunas, bien que ligeras, perspectivas sobre la personalidad real de la otra. Dos personas que han sido «presentadas» acaban de romper el anonimato. El trato entre ellas adopta desde este momento un carácter cualitativamente distinto. Algo de la intimidad de ambas penetra en sus vidas respectivas. Ya entre ellas existe algo peculiar, propio, único. Nos hallamos en el umbral, por decirlo así, de la relación privada.
El segundo caso de nuestro esquema general era el de dos personas que «se conocen» una a otra. En él se resumen y condensan todas las relaciones de vida privada. Ya no son dos abstracciones las que se hallan en presencia, sino dos vidas reales, dos individualidades inconfundibles, dos personas verdaderas. Por debajo de la costra que lo colectivo, lo social, lo profesional, lo político han criado en torno de la auténtica personalidad, despunta ahora algo al menos del yo íntimo, de lo que cada uno verdaderamente es, siente y quiere; algo al menos de la peculiar e intransferible vida. El símbolo de la presentación, la ruptura del anonimato, han levantado un pico de esa cubierta y vestidura común, con que públicamente vamos por el mundo; y por esa abertura podrá ahora ya deslizarse entre los «conocidos» un nuevo tipo de relación que ponga en verdadero contacto las dos personas vivientes. Tal es la relación privada.
La relación privada es, pues, por de pronto, lo contrario de la pública. Si ésta es abstracta y anónima, aquélla será concreta y nominal. Si ésta se funda en regulaciones objetivas, colectivas, de todos y de nadie, en conceptos genéricos de funciones, profesiones y propiedades universales, aquélla, en cambio, tendrá su base en un mutuo «conocerse», es decir, en una manifestación de lo interior y peculiar, de lo propio y único, de lo íntimo en suma. La forma más pura y perfecta de la relación privada sería, pues, la total compenetración de dos almas. Ahora bien, este extremo es radicalmente inaccesible. Las almas son en absoluto impenetrables. Así como dos cuerpos físicos no pueden ocupar un mismo lugar, así tampoco dos vidas, por mucho y muy sinceramente que se esfuercen en ello, pueden eliminar ese último residuo de dualidad, que irremediablemente separa al yo del tú. La vida es intransferible. Yo no puedo confiar a otro el encargo de tomar por mí las resoluciones que constituyen mi vida; pues aun cuando ello fuera por milagro factible, siempre seguiría siendo mía exclusivamente la solución de entregar mi vida a ese otro y también mía la tácita, pero imprescindible repetición constante de esa definitiva dejación.
El extremo, pues, de la relación privada, la total compenetración de dos vidas, constituye una forma inaccesible, irrealizable. Pero, como toda forma extrema, explica y patentiza el sentido de las formas medias. Y así, la vida privada se desenvuelve en infinitas gradaciones y matices que oscilan entre los dos polos de la absoluta publicidad —cuando la persona desaparece por completo bajo la vestidura social— y la absoluta soledad, en donde la persona vive íntegra y absolutamente su vida auténtica. Los grados diversos que entre esos dos polos se sitúan, estarán más o menos teñidos de carácter público o de matiz privado, según el volumen y densidad propios de cada vida personal. Hay almas tan tenues y diminutas, que sólo viven de las valoraciones colectivas y sociales aprendidas y recibidas de fuera. Son almas que aun en la soledad siguen alimentándose de puros lugares comunes y haciendo vida pública, incluso en lo más privado; son seres cuya existencia y pensamiento reproduce dócilmente los tipos y tópicos sociales vigentes en su mundo. Otras almas, en cambio, más profundas y originales, alientan auténticas en la intimidad y sienten lo común, lo anónimo y mostrenco como una traición a sí mismas, como una enajenación imperdonable. Cosa parecida sucede también con las distintas épocas históricas, de las cuales unas cultivan más la relación privada, íntima, peculiar, mientras que otras se agotan en la repetición colectiva de modos predominantemente públicos y comunes.
Quédanos todavía por examinar el tercer caso de nuestro esquema general, el caso de que uno de los dos sea «conocido» del otro, pero no conozca a este otro. Es el caso de la fama. El hombre que es conocido sin conocer a quienes le conocen, es el hombre famoso. Esta estructura, que podríamos calificar de conocimiento (o desconocimiento) sin reciprocidad, no cambia naturalmente, ni por la cuantía ni por la calidad de la fama. La fama puede ser mucha o poca. Se puede ser muy famoso, es decir, ser conocido por muchos a quienes no se conoce; o se puede ser poco famoso, cuando son pocos los que conocen sin ser recíprocamente conocidos. También puede la fama ser buena o mala. Pero mucha o poca, buena o mala, la fama consiste siempre en ese esquema del conocido que no conoce a quienes le conocen. La fama local es tan fama como la universal; y la mala fama no deja, por ser mala, de ser también fama.
Ahora bien, precisamente esa mezcla particular de relación pública y privada, que existe en este esquema, es la que explica algunas peculiaridades de la fama. Por de pronto, explica el doble sentimiento de atracción y repulsión que provoca la idea de ser famoso. En efecto, la fama establece una relación bifurcada, doble, pero no recíproca, una relación pública para uno y privada para el otro. El hombre famoso, puesto que no conoce a quienes le conocen, contempla a éstos desde el punto de vista de la relación pública, es decir, que no tiene en su vida la vida de ellos; mientras que, por el contrario, ellos, que «conocen» al hombre famoso y saben su nombre, su rostro, sus hábitos y aun ciertas intimidades, tienen en su vida la vida de él. Esto, empero, produce en el hombre famoso cierta exaltación gozosa, la de ver que su vida personal existe como tal vida personal para otras vidas, las cuales, en cambio, no existen como tales vidas personales para él. Mas, por otra parte, esta gozosa exaltación tiene también su reverso. El hombre famoso experimenta también un sentimiento de dolor y más propiamente de azoramiento, al saberse famoso; porque ve su personalidad íntima publicada y, por decirlo así, despersonalizada, transformada en algo común de muchos, convertida en cosa pública. En efecto, al entrar sin reciprocidad en las vidas anónimas, incógnitas, de los otros hombres, la vida del hombre famoso se desprende, por decirlo así, del tronco de su yo íntimo y corta toda relación de fluencia y continuidad fecundante con la propia personalidad. Ahora bien, una vida que vaga desasida de su raíz personal, una vida sin yo que la viva, no es ya vida, sino cosa. La vida del hombre famoso deja en cierto modo de ser su vida y se convierte en una vida; de substantivo propio se transforma en substantivo común, es decir, en cosa. Por estas razones se comprende el doble sentimiento de atracción y de repulsión que la idea de ser famoso ejerce sobre los hombres. Por una lado, la fama exalta al hombre famoso, que se siente más que los demás hombres, puesto que su vida experimenta una como dilatación al existir para otras muchas, que no existen para ella. Mas, por otro lado, la fama deprime al hombre famoso, por cuanto que le arrebata su vida, le priva de la propiedad privada de su vida y la convierte en puro objeto para los demás.
El hombre famoso se despersonaliza, pues, en hombre público —o mujer pública. Hace el sacrificio de su yo. No es ni cosa, ni persona. La relación pública entre cosas (los hombres como simples cosas) no es, en la fama, unilateral y recíproca. Tampoco lo es la relación privada entre personas. Pues la pública se basa en el «no conocerse», que es conocer al hombre como si fuera cosa. La privada, en cambio, se basa en el «conocerse» dos personas, que es un conocerse esencialmente recíproco. Parece necesario someter a un análisis detenido esta modalidad del conocer que llamamos «conocerse».

¿Qué es conocerse?

De los muchos equívocos que se esconden en el término «conocer», el de más bulto es quizá el que existe entre conocer una cosa y conocer a una persona. Para ambos casos empleamos la misma palabra: conocer. Pero los sentidos en ambos casos son tan diferentes, que a veces, en cierto modo, pueden llegar a ser antitéticos. A primera vista extrañará acaso que hablemos de equívoco entre el conocimiento de las cosas y el de las personas. Parece, en efecto, que su equiparación ha de ser llana y natural. Pues, en efecto, ¿qué es conocer? Sin duda, conocer, en su sentido más general, es saber lo que algo es. Y ¿qué diferencia puede existir entre saber lo que es una cosa y saber lo que es una persona?
Pero hagamos una primera reflexión, sencilla y gramatical, sobre esta última frase que hemos escrito. En puridad no puede formularse de esa manera. La expresión: «saber lo que es una persona» contiene, en realidad, una incorrección. Debiéramos haber dicho: «saber quién es una persona». Para las cosas podemos emplear el qué; pero para las personas debemos usar el quién. El relativo de cosa y el de persona están claramente distinguidos en las reglas del idioma; aunque acaso no tan netamente en el uso —lo cual obedece también a razones profundas—. Ahora bien, si accedemos a esta rectificación, si consentimos en formular nuestra definición diciendo que conocer a una persona es «saber quién es la persona», acométenos al punto ...

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