El gobierno representativo
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El gobierno representativo

  1. 140 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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El gobierno representativo

Descripción del libro

En estos tres artículos, que aparecen por primera vez en castellano, bosqueja el autor, junto a una teoría general de la representación política, una relectura del problema permanente de la clasificación de los regímenes, destacando particularmente el tratamiento de la cuestión de las causas de la corrupción de todas las formas de gobierno, incluida la democracia.Maquiaveliano riguroso y consciente, Freund no esquiva ninguno de los grandes problemas que siguen dividiendo hoy a quienes se acercan —no siempre libres de prejuicios— a la realidad tantas veces poco complaciente de la política.

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Información

Año
2018
ISBN del libro electrónico
9788490558485
Categoría
Filosofía

BREVE ENSAYO SOBRE LA CLASIFICACIÓN DE LOS REGÍMENES POLÍTICOS

1. Relecturas de una clasificación tradicional

Los filósofos de la política y teóricos de lo político, desde Maquiavelo y Bodin a Hobbes, Rousseau, o incluso otros menos conocidos, como G. Naudé y Dahlmann, cuando tratan el problema de la clasificación de los regímenes, retoman sin apenas modificación la que la tradición ha impuesto. Las únicas diferencias proceden de su diferente concepción de la política en general, que luego reintroducen en sus análisis sobre los regímenes. También suelen contentarse con darle preferencia sin más a un tipo de poder frente a otro, según qué consideren teóricamente más conforme a su propia idea de la política. Ninguno pone en cuestión el criterio establecido por Aristóteles basado en el número –la monarquía es el gobierno de uno solo, la aristocracia el de varios y la democracia el de todos–, aunque incluyendo algunas variantes para así dar cuenta de las modificaciones históricas que se han ido introduciendo en cada caso. Por lo general, desconocen el segundo criterio de la clasificación aristotélica, según el cual cada constitución puede degenerar si no le es fiel a su principio. Y así, cuando la monarquía renuncia al principio de autoridad en favor de la autocracia, se degrada en tiranía; la aristocracia degenera en oligarquía cuando sustituye el valor moral por el prestigio de la fortuna; la democracia sucumbe a la demagogia arbitraria de la masa cuando reniega de un sentido de libertad bien entendida. En la medida en que para Aristóteles el hombre es un animal político por naturaleza, no podría haber una desaparición de la política en cuanto tal –eso sería contrario a su doctrina metafísica–, sino solamente una corrupción de los regímenes, es decir, de los principios de organización que rigieran la relación históricamente contingente y variable entre gobernantes y gobernados. Tampoco para él tendría ningún sentido considerar la política como un mal en sí mismo o como el fruto de alguna deficiencia; como tampoco tiene su clasificación valor jerárquico alguno, pues ni la democracia es de suyo superior a la monarquía y a la aristocracia ni a la inversa. Solo el régimen o la constitución pueden degenerar, y esto es algo de lo que ninguno está a salvo.
Montesquieu fue uno de los pocos autores clásicos que intentaron repensar esta clasificación tradicional, pero al final lo que consiguió fue hacerla todavía más confusa. Como se sabe, él distinguía tres tipos de gobierno: el republicano, que a su vez se subdivide en democrático, cuyo principio es la virtud, y aristocrático, que se funda sobre la moderación; el monárquico, cuyo principio es el honor; y el despótico, que tiene por fundamento el temor. Se podría discutir en un sentido político la pertinencia de los diferentes puntos de vista que determinan la estructura de cada uno de estos regímenes; en todo caso da igual: es su concepción de la corrupción la que introduce fundamentalmente la confusión. En efecto, a su juicio, el despotismo sería un régimen esencialmente corrupto, mientras que los demás no degenerarían más que ocasionalmente, pero no ofrece al respecto más precisiones que unas que podríamos calificar con Tocqueville de “literarias”. Se contenta con indicar vagamente que, incluso cuando el principio del honor se corrompe en un régimen monárquico, a pesar a todo sigue siendo útil. Del mismo modo, manifiesta cierta desconfianza respecto al comportamiento del pueblo, en cuya naturaleza estaría el obrar movido por la pasión, la violencia o el desprecio. «El pueblo siempre actúa o demasiado o demasiado poco –escribe–. Algunas veces con cien mil brazos le da un vuelco a todo; otras veces con cien mil pies no va más allá que cualquier insecto» [57].
Rousseau se ajusta más fielmente a la clasificación tradicional, y su teoría de la degeneración es más precisa y profunda. Como Aristóteles, piensa que las tres formas de gobierno –democrático, aristocrático y monárquico– pueden ser igualmente legítimas, por lo que, desde este punto de vista, el problema del mejor régimen no ofrece el más mínimo interés. A su juicio, en efecto, todo gobierno es bueno si se funda en la voluntad general, y degenera si rompe la cohesión social que esta voluntad expresa. En consecuencia, un régimen se degrada no porque sea mala su política, sino únicamente porque el debilitamiento de la voluntad general trae consigo una degeneración de la sociedad [58].
Lo que a mi modo de ver es más importante en la clasificación tradicional, al menos tal y como la han entendido Aristóteles o Rousseau, no es tanto la distinción clásica entre los tres tipos de régimen, cuanto la teoría de la degeneración del poder. En efecto, atenerse simplemente a la triple división clásica para establecer una comparación teórica entre estos regímenes y determinar luego cuál de entre ellos es mejor, es en el fondo razonar de un modo escolástico y quedarse en el aspecto más superficial de la clasificación elaborada por Aristóteles. Este método está más extendido hoy de lo que se piensa, ya que está en la base de la toma de posición de todos los que se llaman a sí mismos republicanos y demócratas y condenan por esta razón la monarquía y a sus partidarios, o la aristocracia y el Parlamento. Por otro lado, muchos demócratas en realidad se muestran partidarios de la aristocracia cuando salen en defensa del sistema de gobierno colegial. Actitudes como éstas son sencillamente ideológicas, en el sentido originariamente marxista del término, por cuanto confunden superestructura e infraestructura, es decir: la esencia de lo político con la configuración de los regímenes. Creo inútil, de todos modos, multiplicar los ejemplos que ofrece al respecto el panorama moderno de la política –cada uno encontrará fácilmente otros a poco que se esfuerce en analizar los comportamientos políticos–, porque mi intención no es del todo polémica. Al contrario, pretendo bloquear por un instante la reflexión para provocarla de otro modo y ayudar a comprender mejor la persistencia, muy habitualmente inconsciente, de ciertos elementos escolásticos en la clasificación tradicional.
Aunque Aristóteles y Rousseau difieran metafísicamente en su concepción sobre la naturaleza de lo político –un fenómeno originario del ser para el primero, mientras que para el segundo el resultado de una convención, y en consecuencia un artificio–, ambos coinciden sin embargo en reconocer que una clasificación de los regímenes no tiene ningún sentido si procede por comparación, sino únicamente si descansa en un análisis de lo político tomado en cuanto tal. Solo bajo esta condición tiene sentido. En efecto, desde el momento en que el fenómeno de la degeneración no afecta a lo político, sino a todos los regímenes sin excepción, la clasificación de los gobiernos no puede implicar en modo alguno una distinción interior a lo político, como si se pudiera oponer un tipo superior de política a cualquier otro, sino que, en unas mismas circunstancias, una democracia puede hacer según el caso tan buena o mala política como una monarquía o una aristocracia. Políticamente ningún régimen goza de privilegios ni de una superioridad intrínseca sobre los otros. O más exactamente: ningún régimen modifica en lo fundamental la esencia de lo político. En rigor, el mejor gobierno –si es que buscar tal cosa tiene sentido– sería aquel que respondiese mejor a las condiciones propias de lo político y procurase a la actividad política los medios más adecuados para atender a su fin específico, con independencia de que fuese democrático, monárquico o aristocrático. No existe razón alguna para preferir una democracia degenerada a una monarquía cuya acción respondiera a las exigencias de la concordia interior y de la seguridad exterior, solo por el hecho de tratarse de una democracia. La hostilidad hacia la monarquía solo por ser tal, sería a ojos de Aristóteles y de Rousseau algo simplemente absurdo, y desde luego antipolítico. Al fin y al cabo, una revolución consiste en sustituir un régimen débil y corrompido por otro más apto para dominar y arreglar los problemas que se presentan en una unidad política.
Es verdad que la idea de degeneración de los regímenes no parece actual, al menos si se compara con la importancia mayúscula que en nuestros días sí se le concede a la noción, liberal y marxista por igual, de la desaparición del Estado, esto es, de lo político. Ahora bien, solo la primera de ellas tiene que ver con lo que nosotros mismos sabemos acerca del desenvolvimiento de la política por experiencia general e histórica; la segunda pertenece únicamente al orden del deseo y la utopía. Entre ambas existe la misma diferencia que hay entre la constatación de la degeneración relativa de una institución y la creencia en una degeneración absoluta e incontrolable de una esencia. En efecto, la degeneración de los regímenes implica solamente que unos suceden a otros, por lo que nadie puede asegurar que una nación que por ejemplo haya vivido largo tiempo en democracia lo siga haciendo definitivamente en el futuro. Incluso parece que cuando se deja de lado el hecho de la corrupción de los regímenes el problema de la clasificación de los poderes pierde todo interés. Por eso no sorprende que los partidarios de la desaparición de la política lo hayan excluido del campo de sus preocupaciones. Resulta de estas consideraciones que lo que puede entenderse caduco en la clasificación de Aristóteles es exclusivamente su criterio de división fundado sobre la cantidad, o sea: que los regímenes difieren según que la autoridad recaiga en una persona, en varias o en todas. Es lo que se trata de explicar ahora.

2. Pertinencia de la clasificación

Es fácil ver cómo los regímenes que creen en la desaparición del Estado en un futuro indeterminado, han terminado incrementando el peso de lo político y ampliando sus atribuciones. También los poderes y competencias del Estado se han visto particularmente incrementados en nuestros días gracias a la presión de las reivindicaciones socialistas. Puede comprobarse además que muy pocas son las naciones del mundo que no se llamen a sí mismas democráticas, lo cual, al final, ha vuelto la noción equívoca y confusa. Si se quisiera conservar la clasificación tradicional, debería incluirse bajo una ...

Índice

  1. PRESENTACIÓN
  2. EL GOBIERNO REPRESENTATIVO
  3. RÉGIMEN Y CLASIFICACIÓN DE LAS INSTITUCIONES
  4. BREVE ENSAYO SOBRE LA CLASIFICACIÓN DE LOS REGÍMENES POLÍTICOS