FRANCISCO JAVIER CONDE
El hombre, animal político
PREFACIO DEL AUTOR
A LA PRIMERA REIMPRESIÓN
Las páginas que siguen no forman un libro, o siquiera un folleto cabal; tampoco han salido de la simple adición de unos cuantos estudios más o menos convergentes. Son fragmentos asistemáticos —perdónese la contradicción— de un libro en marcha, desde hace un par de años, sobre los temas radicales de la teoría política. El lector encontrará acaso algunas ideas sugestivas, pero casi siempre quebradas y fragmentarias, en estado puramente incoativo. Es seguro que, cuando el trabajo quede cumplido, buena parte de esas ideas incoadas resultará confirmada, pero no sin haber sufrido un proceso de afinamiento y acotación de sus posibilidades internas.
Doy con gusto testimonio de gratitud intelectual a Xavier Zubiri, cuyo magisterio sobre los temas esenciales de la filosofía primera y la antropología filosófica ha sido y no puede menos de ser imperiosamente fecundo para los estudios de las humanidades y los grandes saberes de nuestro tiempo. Mi gratitud se dirige también con fervor a mis discípulos y alumnos de la Facultad de Derecho de Madrid, que conocen y aprecian el alcance y el valor de las ideas rectamente concebidas y los principios intelectuales honestamente profesados.
I. POTENCIA Y ACTO:
LO POLÍTICO COMO FACTUM
Una de las cuestiones radicales que la teoría política no puede eludir es la que se refiere a la índole política de la realidad humana. Es una cuestión en cierto modo previa a cualquier otra. No hay duda de que cabe soslayarla. Puedo tomar la realidad política como un mero factum, como un hecho que está ahí, una realidad terminada, «hecha», que yo recorto del resto de la realidad y «positivizo», y con la cual me enfrento para conocer su estructura con precisión objetiva. Es la actitud del saber político como ciencia positiva. Pero no puedo pretender que por sólo esta vía he agotado el posible conocimiento de esa realidad. Siempre quedará en pie el problema de cuál sea la forma o modo de realidad de la realidad en cuestión. Quedarán también por averiguar otras muchas cuestiones. Cada cosa representa un modo de ser real, y averiguar cuál sea ese modo es propio de la filosofía. A poco que reflexionemos, caemos en cuenta de que la ciencia y filosofía son saberes dispares entre sí pero convergentes sobre la misma realidad, que deben estar presentes uno en otro. La ciencia política no puede prescindir de la filosofía política, como la sociología no puede prescindir de la filosofía social. La inversa también es cierta y válida para las dos disciplinas. El problema de cuál sea la forma de realidad propia de eso que vagamente suele llamarse «lo político» es previo a cualquier otro y más radical. Y como la realidad política es realidad humana, en el corazón de ese problema —como su correlato antropológico— se alza lo que va a constituir el objeto capital de nuestra meditación: la pregunta sobre la índole constitutivamente política del hombre. ¿Es el hombre realmente, en su propia realidad, «político»?
Puede decirse que el exordio de la historia del pensamiento político occidental culmina en la primera respuesta clásica, enormemente compleja y equívoca, a nuestra cuestión. Es la famosa definición de Aristóteles en el capítulo 2 del libro I de la Política. Dice así el texto aristotélico tomado dentro de su contexto principal:
«La comunidad perfecta de varias aldeas es la pólis, que tiene, por así decirlo, el extremo de toda suficiencia, y que surgió por causa de las necesidades de la vida, pero existe ahora para vivir bien. De modo que toda ciudad es por naturaleza, si lo son las comunidades primeras; porque la pólis es el fin de ellas y la naturaleza es fin. En efecto, llamamos naturaleza de cada cosa a lo que cada una es, una vez acabada su generación, ya hablemos del hombre, del caballo o de la casa. Además, aquello para lo cual existe algo y el fin es lo mejor, y la suficiencia es un fin y lo mejor.
De todo esto resulta, pues, manifiesto que la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es por naturaleza un animal político y que el apolítico por naturaleza y no por azar o es mal hombre, o más que hombre, como aquel a quien Homero increpa: ‘Sin tribu, sin ley, sin hogar’, porque el que es tal por naturaleza es además amante de la guerra, como una pieza aislada en los juegos»1.
La tesis de Aristóteles puede resumirse para nuestro propósito en las siguientes proposiciones:
- El hombre es un animal político.
- Lo es por naturaleza; es decir, por la índole misma de la realidad humana.
- Lo político afecta modalmente a la convivencia, es una forma de convivencia, un modo como el hombre convive con otros hombres.
- La vida política es la perfección de la convivencia natural. En cuanto perfecciona algo que es natural al hombre —la convivencia—, la vida política es natural; en cuanto perfección, representa el término y el acabamiento de un proceso natural, cuyo punto de partida es deficiente, imperfecto.
- Ese modo de convivir hace posible la perfección del hombre.
Tratemos ahora de dar a esas proposiciones el sentido genuino que tienen en el pensamiento de Aristóteles proyectado sobre el fondo común de la mentalidad helénica.
Por lo pronto, para Aristóteles, como para cualquier griego, el hombre es sencillamente un zôon, un ser vivo, un viviente, una sustancia entre las muchas que pueblan el uníverso. Como tal sustancia, tiene determinadas propiedades, un repertorio de capacidades o potencias. Entre ellas, la de ser político. Esta propiedad es lo que podríamos llamar una propiedad fundada. Está fundada en otra: el lógos. El hombre tiene la propiedad de ser político porque tiene lógos. El lógos es lo que diferencia específicamente al hombre de los demás animales. Comparte con ellos muchas propiedades; ésta le pertenece en propio con carácter exclusivo2. El lógos modula cualitativamente la convivencia humana. Mientras los demás animales sólo tienen voz (phoné), el hombre tiene lógos. Para un griego, el lógos no es sólo entender, es también, y sobre todo, hablar, pronunciar. Con la voz se emiten signos, señales de sensaciones; el lógos, en cambio, es expresión «comunicante». ¿Qué es lo que «comunica»? Comunica lo que enuncia, y lo que el lógos enuncia es el ser. Naturalmente, el ser de las cosas. Al ser pronunciado, el ser que yo enuncio en el lógos se comunica, es decir, se hace común para el que lo dice, para el que lo oye, para lo que él dice y para lo que él oye. Mientras la voz denuncia puras sensaciones, el lógos es comunicante, comunitario, koinón, principio de comunidad. Hace que los asuntos que el hombre pueda tratar sean asuntos comunes, problemas de comunidad. El lógos otorga al hombre la capacidad de que la convivencia sea comunidad, que el «con» de la convivencia sea realidad efectiva (koinonía). Como propiedad exclusiva del hombre, el lógos hace que pueda vivir en comunidad con otros hombres. Le confiere, por decirlo así, la capacidad general de convivir comunitariamente. Pero le confiere, además, una capacidad eminente, una capacidad que podríamos llamar de segundo grado, la capacidad de comunicar y hacer comunes ciertas cosas, ciertos asuntos de singular importancia para la convivencia misma, el sentido de lo bueno y de lo malo, lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto: «La comunidad de estas cosas —dice Aristóteles— es lo que constituye la casa y la pólis»3. En segunda instancia, por su natural despliegue, el lógos confiere al hombre la capacidad de modular la comunidad humana, fundándola en el común sentir de ciertos asuntos esenciales para la perfección de la comunidad misma. Esa capacidad es la que hace del hombre un animal político.
El problema más grave que plantea la interpretación de Aristóteles y de todo el pensamiento político griego es el de la articulación interna entre lo que hemos llamado capacidad general de convivir comunitariamente y la capacidad política. En el lenguaje científico actual emplearíamos para diferenciar la primera propiedad o capacidad el vago y multívoco término «social». La socialidad o sociabilidad haría del hombre un animal «social», mientras su capacidad o propiedad política, su «politicidad», haría de él un animal político. Aristóteles llama a aquélla sencillamente «comunidad», koinonía. Es la propiedad «comunicante» y «comunizante» del hombre. Esta propiedad se actualiza en diversos modos de comunión cualitativamente distintos. El más eminente de todos, el principal, es el político. Aristóteles no es totalmente ciego para esta distinción, pero el mero hecho de la comunidad como modo de realidad carece de sentido para él. Ve claramente que hay modos de comunidad más elementales que la política, pero no atrae su atención el problema de en qué pueda consistir la realidad sustante y sustantiva de los hombres en comunidad, cuál sea su modo de realidad a diferencia de los hombres que la componen. En varios pasajes habla de la «mera convivencia»; llega incluso a decir que esa mera convivencia es «dulce». Pero no se hace cuestión de su modo de realidad. La razón no está, a nuestro entender, en que no sepa qué hacer con esos modos elementales de comunidad4. Está en el sentido general de la realidad que Aristóteles comparte con todos los griegos. Para Aristóteles, como para cualquier heleno, las realidades que cuentan, las que le parecen dignas de atención, son las realidades plenarias. Las realidades no plenarias, deficientes, sólo cuentan en la medida que apuntan y se enderezan a su propia plenitud y perfección. El hombre «apolítico» —por ejemplo, el bárbaro o el esclavo— son hombres inacabados, imperfectos, en cierto modo, menos que hombres. El hombre plenamente hombre es político. El hombre deficiente, el menos hombre, sólo tiene interés en cuanto sea politizable, susceptible de elevación a la vida política. El griego ve la realidad, cada realidad, desde el punto de vista del fin (télos) y de su perfección. Por eso, lo esencial para el griego no es la propiedad social del hombre, sino el télos y la perfección de esa propiedad; a saber, su propiedad política. La articulación entre la «mera convivencia» y la convivencia política es la articulación entre una realidad deficiente y una realidad acabada o plenaria, una elevación de un modo de realidad a otro. La primera cobra sentido desde la segunda, carece en sí mismo de sentido.
Como tendremos ocasión de ver, para que aquel modo de realidad cobre sentido propio hace falta que se produzca un cambio del sentido general de la realidad, cosa que no ocurrirá sino muchas centurias después de disuelto el mundo helénico, ya muy avanzado lo que suele llamarse el «mundo moderno». El viraje empieza a ser posible cuando el hombre moderno ve en el hombre natural, el hombre a secas, una realidad suficiente, en cierto modo plena y en forma. Será el punto en que pueda comenzar a abrirse camino la intuición de lo social como un modo de realidad autónomo y distinto de lo político. Será también el punto en que la articulación entre ambos modos de realidad se torne más gravemente problemática. Pero todo ello es ajeno, o, al menos, no puede hacerse familiar a la mentalidad griega.
Con esta pauta en la mano no nos será difícil dar su sentido verdadero a la segunda proposición, a saber, que la politicidad pertenece a la índole misma de la realidad humana. ¿De qué manera está lo político inscrito en la naturaleza humana? La respuesta de Aristóteles es congruente con su sentido general de la realidad: la politicidad está inscrita en la naturaleza humana como «potencia» que ha de ser actualizada y que cuando es actualizada es susceptible de perfección positiva o negativa. Como sabemos, el hombre es un viviente que procede de la naturaleza y tiene una vida natural, un zen, un vivir completamente natural. Por virtud de sus propiedades naturales está vertido a los demás hombres. Traba con ellos amistad, amor, etcétera. Pero ocurre que esas mismas propiedades naturales y su vida puramente natural colocan al hombre en la situación de tener que dar a su vida forma, buena forma. A la vida en forma llamaron los griegos bíos. El puro vivir natural pone al hombre en situación de tener que vivir bien. El vivir bien, la vida buena y feliz, es el término de una cosa puramente natural que es el vivir. Es un término natural, pero no necesario, porque el bíos no está definido o determinado de manera necesaria. Ocurre esto por la índole misma de esa propiedad natural que el hombre tiene en el lógos. El lógos entiende y enuncia el ser de las cosas, pero puede entender bien o mal, enunciar con verdad o con error. Puede, pues, dirigir la vida bien o mal, hacia la perfección o la defección. Por consiguiente, entre la vida natural y la vida buena hay una prolongación natural en el sentido de perfección. La vida buena es sencillamente la perfección de la vida natural. Lo político es para Aristóteles la perfección de la potencia natural de la socialidad. Entre politicidad y socialidad hay ni más ni menos que una relación de perfección.
Los griegos han planteado resueltamente el problema de lo político bajo especie de perfección. En esto está su grandeza y está también su limitación. El porqué de lo primero no nos será dado razonarlo hasta el final de nuestro estudio. Las limitaciones son las consecuencias de la manera como los helenos sintieron y concibieron la perfección misma dentro de su manera general de sentir y entender la realidad. En cualquier caso, la solución que ellos dieron ha sido decisiva para las sucesivas mentalidades que han ido dominando el occidente.
El hombre asciende naturalmente a animal político, perfeccionándose por la vía de su naturalidad —esto es lo que nos viene a decir Aristóteles— cuando instituye la vida en común bajo un estatuto, es decir, cuando «estatuye» la convivencia bajo una «ley» (nómos). Lo cual nos lleva derechamente a dar razón y sentido a la tercera proposición aristotélica: la convivencia política es la modulación de la convivencia al ser estatuida bajo el nómos. Lo que perfecciona la convivencia natural, la termina, acaba y da remate, es la ley. Nos importa subrayar aquí que la idea de perfección está esencialmente unida a la de ley. Lo que hace la ley es «estatuir» la convivencia, hace que la comunidad quede «estatuida». En este sentido profundo el nómos es el principio mismo de ascensión del animal humano a animal político. La ley «estatuye». ¿Qué estatuye? ¿Cómo estatuye? ¿En qué consiste la realidad estatuida? Vamos a forzar a Aristóteles, como portavoz eminente de todo el pensamiento griego, a que conteste temáticamente a cada una de estas cuestiones.
Por lo pronto, lo que estatuye es el común sentido de lo bueno y lo malo, lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto, estatuye el koinón. Al estatuirlo, lo hace constante, lo establece, es decir, lo hace estable, le confiere fijeza, estabilidad y constancia. En segundo lugar, hace que ese sentir común estatuido pueda informar las acciones que actualizan la convivencia y hacer que la convivencia sea efectivamente buena, conveniente y justa. Hace posible que la convivencia tenga forma, buena o mala forma, que sea propiamente bíos, la vida en forma. Para los griegos, el bíos de una comunidad humana, la convivencia en forma, se presenta como «orden». La capacidad de forma que compete a la convivencia es el orden. La idea de orden es una de las ideas primarias y más fuertemente ancladas en la mente helénica. Es muy probable que las primeras y decisivas precisiones de esta idea vengan de la medicina. Todos los vocablos griegos derivados de nómos —por ejemplo, eunomía, is...