Símbolos del pensador
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Símbolos del pensador

Filosofía y pedagogía

  1. 64 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Símbolos del pensador

Filosofía y pedagogía

Descripción del libro

"Meditar sobre los símbolos estéticos que pueden representar adecuadamente el peculiar acto de filosofar, no es reflexionar sobre un asunto quizás curioso y entretenido (...). Lejos de ello, los ensayos que aquí se reúnen muestran que el tratamiento del tema exige sacar a luz la esencia misma de la filosofía. (...) Pero los une no solo el tema común de que tratan y la explícita prolongación que el segundo quiere ser del primero, sino también el haber nacido del compartido afán de buscar la verdad y comunicarla con claridad y rigor. Juntos constituyen una de las mejores y más originales introducciones a la filosofía que es posible leer hoy en día. Y ambos son también ejemplos de auténtico filosofar en acto ejercido". (Rogelio Rovira)

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Información

Año
2012
ISBN del libro electrónico
9788499207704
Edición
1
Categoría
Filosofía

El diálogo como imagen de la actividad filosófica

Juan José García Norro
Cuando en el año 1931 Manuel García Morente escribe el breve ensayo titulado «Símbolos del pensador. Filosofía y pedagogía», seguramente rememoró la jugosa meditación que sobre el vino publicó aquel al que siempre consideró su más cercano maestro, Ortega y Gasset, dentro de la serie El Espectador, en 19161. Aquí el joven catedrático de metafísica revisa tres maneras de entender el fenómeno social del vino a partir de otros tantos cuadros célebres expuestos en el Museo del Prado, un Tiziano, un Poussin y un Velázquez, que celebran su bebida. Por su parte, Morente pretende llevar a cabo una reflexión similar a la orteguiana, pero, en esta ocasión, en torno a una actividad menos festiva, si bien acaso solo aparentemente, como es el filosofar mismo. «¿Qué es filosofar?», parece preguntarse García Morente. al antojársele esta cuestión demasiado honda para entrar directamente en ella sin llevar consigo algún bagaje, a modo de viático, que le ayude a responderla, recurre a la inspiración de los artistas que han plasmado en figuras sensibles el quehacer espiritual en que consiste la filosofía. Inquiere: ¿Cómo se puede representar figurativamente una actividad intelectual como es el acto filosófico? ¿Cuál es la imagen más acertada de esa variedad humana que es el filósofo? ¿Dónde hallar el icono que simbolice mejor su peculiar oficio?
Manuel García Morente podría acaso haber buscado la imagen simbólica del filosofar más adecuada en la iconografía medieval. En ella es usual representar a la filosofía en forma de mujer –probablemente por ser de género femenino los sustantivos abstractos griegos y latinos que sirven para nombrar las artes y las ciencias–, con los rasgos con que la describió Boecio en el siglo VI. El autor de la Consolación de la filosofía se acomoda al modelo de la imagen evocada en el Critón cuando Sócrates narra la visión onírica que le visita en la prisión un poco antes de que llegasen sus apenados amigos el día en que, tras la arribada de la nave de Delos, ha de beber la cicuta mortal2.
Boecio simboliza la filosofía mediante la figura de una dama majestuosa, a un tiempo joven y vieja. Sobre sus tenues vestidos desgarrados por ansiosas manos, aparecen bordadas dos letras griegas, π y θ (iniciales tal vez de πρακτικ y θεωρετικ, unidas por unos cuantos escalones, escondida alusión a las artes liberales del trivium y el quadrivium, que permiten remontar desde lo sensible hasta lo inteligible3, en un ascenso que reitera el áspero camino que conduce desde el fondo umbroso de la caverna de la alegoría platónica al claro mundo solar4. Cabe pensar que la finísima trama de hilos de su vestido, del que después nos informa Boecio que se lo ha tejido la mayestática señora con sus propias manos, como el sofista Hipias los suyos, alude a la turbulenta historia de la filosofía, en la que se entrelazan inextricablemente diversas doctrinas en pugna constante entre sí. En fin, el ropaje de la matrona aparece roto, porque, como cabe suponer, abundan los enemigos del saber filosófico5.
Numerosos manuscritos medievales que reproducen el texto de la Consolación ilustran la sorprendente visita6 sin acertar a captar la grandeza del acontecimiento. Dibujan a Boecio, inclinado sobre el tablero del pupitre que le sirve para componer su obra, en el momento preciso en que gira el rostro, levemente asombrado de que le acompañe en su mazmorra una dama ricamente ataviada. Cuanto más modernas son estas iluminaciones, menos recogen la tensión del misterioso encuentro, el sobrecogimiento que habría de producir la aparición repentina, el sobresalto de verse acompañado inverosímilmente en el ergástulo donde ha sido arrojado en soledad. Ni tampoco los rasgos de la señora majestuosa expresan la altura y la dificultad del empeño que llamamos filosofía. Carentes de fuerza, desprovistas de emoción, ausente en ellas el pavor que embarga al ser humano cuando roza lo sobrenatural, estas ilustraciones, que aspiran a recoger el momento de la adquisición por el atormentado filósofo de un saber del que solo tenía escasas noticias indirectas, en vez de experiencia inmediata, semejan, sobre todo las de los siglos XIII al XV, la rutinaria cita amorosa de un caballero con su dama que le pide su acostumbrado soneto galante.
No conozco ningún testimonio que avale que Gustav Klimt meditase sobre el pasaje boeciano del coloquio del filósofo con su saber cuando componía el cuadro encargado por la Universidad de Viena para representar la Facultad de Filosofía. Pero su pintura consigue trasladar al espectador la angustia de la celda en la que todos, como Boecio, esperamos la muerte. No hacen falta muros para sentirse encerrado. Un espacio indefinido atravesado por una luz difusa suscita la impresión de la oscuridad agobiante, figuras masculinas y femeninas desnudas, de diversas edades, entrelazadas en una columna con retorcidas posturas, reflejo de inexpresables dolores y angustias, nos inquietan; y, por último, el ojo del espectador, tras acostumbrarse, alcanza a vislumbrar, apenas distinta de la borrosa penumbra, una imponente mujer de talla sobrehumana, recubierta de un traje que no parece tejido con hilos de este mundo. Es la filosofía. Su tamaño sideral permite, a quien posee fuerzas suficientes para recorrerlo, ascender desde la pequeñez del mundo fenoménico hacia lo que trasciende toda apariencia. Su rostro desojado y apenas esbozado simboliza la dificultad de frecuentar su trato. Si bien, esta señora gusta de reducir su estatura para poder ser aprehendida por la profundidad del espíritu de quien la busca. «Se reducía y abatiéndose se asemejaba a uno de tantos mortales». Klimt recuerda esta variación de tamaño añadiendo a los pies de la inmensa dama el rostro sin cuerpo de otra mujer. Sólo la frente, los ojos, las cejas y la nariz. Todo enmarcado en una mancha negra que en ocasiones podría tomarse como su cabellera. Rostro esquemático y, sin embargo, lleno de vida. Ahora la filosofía muestra la talla de un mortal, su rostro puede enfrentarse a la cara de quien busca ansioso la verdad. Sus ojos –al reducirse de tamaño, su faz los recupera– miran muy adentro de quien la observa, es como si conocieran hasta el final quién es quien la mira: la filosofía es, ante todo, el conocimiento de sí mismo.
La ropa de la mujer de cuerpo entero y tamaño colosal, más parecida a una piel aún no curtida de un portentoso animal que a ricas sedas, denuncia su pobreza. En contra de la interpretación de Boecio, los jirones y desgarros del vestido con que se mal cubre la filosofía no proceden de manos ávidas que la agreden y sofaldan, sino son consecuencia inmediata de su miseria ingénita, por ser hija de Penía, asociada maravillosamente con su riqueza heredada de Poros, según enseña Platón en el Banquete. Las controversias filosóficas rara vez llegan a las manos y no destrozan más que orgullos y vanaglorias.
El proyecto pictórico de Klimt nunca adornó el techo del aula magna de la nueva universidad vienesa. El escándalo llegó al parlamento y el ministro correspondiente se vio forzado a reconocer el error del encargo. Casi medio siglo después, el cuadro fue destruido, como tantas otras cosas, al final de la segunda Guerra Mundial, en el incendio del castillo de Immendorf provocado al retirarse las tropas de las SS. No cabía un destino más acorde a lo representado. También el ir y venir de Sócrates perturbaba, y su tarea, obediente al mandato apolíneo, fue impedida muchas veces y, al final, destruida con su muerte violenta.
De no satisfacerle esta imagen femenina, Morente podía haber encontrado la imagen del filosofar en un animal más o menos antropomorfizado. Naturalmente, la lechuza, que la mitología atribuye a Palas Atenea, es la más común de las bestias a la que se le adscribe esta función, tal vez porque sus ojos abiertos como de pasmo reflejan la admiración que los antiguos pusieron en el origen del filosofar7. Con todo, a pesar de que no cuesta esfuerzo reconocer en el asombro el comienzo de la filosofía, esta no se despliega hasta que no se sale del estupor inicial. El filósofo busca la naturaleza y las causas de lo que le ha producido admiración y, por tanto, la rapaz nocturna en perpetua perplejidad no es imagen oportuna de su verdadero menester, al menos antes de desplegar el vuelo con la puesta del sol. De ahí que, a contra corriente de esta venerable tradición, considero más oportuna otra imagen zoomórfica del filósofo, no tan habitual como la lechuza de la diosa virgen de ojos glaucos, acaso no tan elegante como el ave de pausado y silencioso aleteo. Si hubiera que buscar entre la fauna la imagen del filósofo, el perro debería ser evidentemente el elegido. Y no solo porque este animal, a modo de tótem, da nombre al movimiento filosófico de los cínicos, los perrunos, posiblemente los más fieles seguidores de Sócrates, sino porque el can encarna numerosas actitudes y virtudes típicamente filosóficas, si hemos de creer a Platón. Por el perro jura frecuentemente Sócrates8. Y asimismo en varias ocasiones, en distintos diálogos, se compara al filósofo con este cuadrúpedo. Ambos tienen en común, cuando menos, dos características muy llamativas. Observa Sócrates que el perro de raza se muestra nervioso y arisco con aquel que no conoce, aunque no le haya hecho ningún mal, mientras es dócil y aparece tranquilo con aquellos con los que está familiarizado, aunque no le hayan hecho ningún bien. Otro tanto le ocurre al filósofo: como amigo que es del conocimiento, no puede estar tranquilo cuando se le presenta algo que no llega a comprender, que no le resulta familiar, sino que dando vueltas en torno a ello se esfuerza por penetrar en su naturaleza9. Además, el perro de caza merecedor realmente de este nombre, una vez que ha venteado un rastro, lo sigue sin que nada pueda apartarle de él. De la misma forma, el auténtico filósofo persigue los argumentos y sus consecuencias sin permitirse ninguna distracción hasta llegar al final de ellos.
No obstante, Morente no se detiene en estas u otras imágenes faunísticas. Con razón, considera que el emblema más apropiado de la actividad filosófica no puede ser sino la imagen de un ser humano. Ahora bien, ¿qué puede hacer ese hombre o esa mujer que filosofa para mostrar en lo externo, in cute, s...

Índice

  1. Prólogo
  2. Símbolos del pensador
  3. El diálogo como imagen de la actividad filosófica