VII. NI LAS DENUNCIAS SEXUALES HUNDEN A TRUMP
«He mirado a muchas mujeres con lujuria. He cometido adulterio en mi corazón muchas veces. Dios sabe que hago esto y me perdona».
—Jimmy Carter, 1977-1981—
Trump: «Intenté seducirla. Ella estaba en Palm Beach».
Desconocido: «Era fantástica. Todavía es muy atractiva».
Trump: «Intenté seducirla y fallé, lo admito. Sí, intenté follármela. Era una mujer casada».
Desconocido: «Una gran noticia…».
Trump: «No, no, Nancy. Esta era… Intenté seducirla con todo. De hecho, la llevé a comprar muebles. Quería algunos… Le dije: —Te muestro dónde venden muebles muy bonitos—. La seduje como una bestia, pero no lo logré. Ella estaba casada. Justo después la vi. Ahora veo que tiene unas tetas falsas enormes y todo… Ha cambiado por completo su look».
Billy Bush: «Tu chica está muy buena, la de morado».
Trump: «¡Guau!».
B. Bush: «Donald se apunta una. ¡Guau, mi hombre!».
Trump: «Mírate. Eres un debilucho. Quizás sea una distinta. Más vale que no sea la publicista… No, es ella. La del oro. Mejor me como unos Tic-Tacs en caso de que la bese. Sabes, me siento automáticamente atraído por las guapas. Simplemente las comienzo a besar. Es como un imán. Las beso. Ni siquiera espero. Y cuando eres una estrella, te dejan hacerlo. Puedes hacer cualquier cosa. Te permiten hacer lo que quieras».
B. Bush: «Lo que quieras…».
Trump: «Agarrarlas por el coño… Puedes hacer lo que quieras».
B. Bush: «Sí, esas piernas. Lo único que puedo ver son las piernas».
Trump: «Sí, se ve bien. ¡Oh, qué buenas piernas..! Adelante, siempre es bueno, si no te caes del autobús. Como Ford, Gerald Ford, ¿recuerdas? ».
(Trump se baja del autobús)
Trump: «Hola, ¿cómo estás? ».
Arianne Zucker: «Hola, señor Trump. ¿Cómo está?».
Trump: «Qué bueno verte. Grandioso, grandioso. ¿Conoces a Billy Bush?».
B. Bush: «Hola, gusto en conocerte. ¿Cómo te va, Arianne?».
Zucker: «Me va muy bien, gracias… ¿Estás listo para ser un actor de telenovela?».
Trump: «¿Estamos listos? Vamos. Conviértanme en una estrella de telenovela».
B. Bush, a Zuker: «¿Qué tal un pequeño abrazo para Donald? Se acaba de bajar del autobús».
Trump: «Por supuesto. Melania —su mujer— me permitió hacerlo».
B. Bush: «¿Y un abracito para Bushy? También me acabo de bajar del autobús. Muy bien, excelente. Tienes a una buena pareja televisiva».
Trump: «Bien, después de ti. Ven, Billy, no seas tímido. Tan pronto como aparece una mujer atractiva, se echa para atrás. Eso siempre pasa».
Zucker: «Lo siento, ven aquí…».
B. Bush: «Hagan espacio para este hombre pequeño».
Zucker: «Sí, dejémoslo pasar. ¿Cómo te sientes ahora, mejor? De hecho, yo debería estar en el medio».
B. Bush: «Es difícil caminar al lado de un hombre como éste. Sí, ponte en el medio».
Trump: «Sí, así está mejor. Está mucho mejor».
B. Bush: «Ahora, honestamente, si tuvieras que elegir entre uno de nosotros. ¿Donald o yo?».
Trump: «Es una competencia dura».
Zucker: «Estoy sintiendo un poco de presión».
B. Bush: «En serio, ¿si tuvieses que elegir a uno de nosotros para tener una cita?».
Zucker: «Me tengo que acoger a la Quinta —enmienda—. Sí, los escogería a ambos».
Trump: «¿En qué dirección vamos?».
Zucker: «A la derecha. Aquí vamos».
B. Bush: «Ahí va. Os acompaño hasta aquí. Dame mi micrófono».
Trump: «Ok, ok. ¿Terminaste?».
B. Bush: «Eres mi hombre».
Trump: «Oh, bien».
Esta es la transcripción literal del vídeo que irrumpiría como un terremoto en medio de la campaña. A primera hora de la tarde del viernes 6 de octubre de 2016, The Washington Post abrió su web con la noticia, que encabezaban algunas de las explosivas frases sexuales de Donald Trump. El candidato republicano a presidir Estados Unidos relataba de forma soez, con todo lujo de detalles, cómo había intentado tener sexo con una mujer casada sin su consentimiento. Por primera vez, ya no era cuestión de interpretaciones, de versiones encontradas, de mujeres que se remitieran a un pasado confuso. La inconfundible voz de Trump despejaba las dudas con toda su crudeza. Se trataba de una conversación con Billy Bush, del año 2005, de camino a la grabación del programa Access Hollywood, que dirigía y presentaba el nuevo amigo del magnate. Era una invitación de showman a showman, a la que Trump, entonces al frente de El Aprendiz, acudía encantado. A diferencia del sorprendente audio, que fue exhibido sobreimpresionado por las televisiones, la imagen simplemente mostraba la llegada del autobús en el que viajaban.
La grabación desató el Apocalipsis. Como un reguero de pólvora, las reacciones contra el magnate llegaron de todos los puntos del país. Mientras internet y los canales de televisión multiplicaban el impacto demoledor del vídeo, una ola de descalificaciones surgidas del interior del Partido Republicano parecía pasar factura al candidato que durante tantos meses se había pavoneado con sobrado desprecio. Congresistas, gobernadores y otros cargos electos, o aspirantes a serlo, dispararon contra el que habían aceptado como compañero a la fuerza. Los menos exigentes demandaban una petición de perdón inmediata. Los implacables reclamaban su renuncia. En este grupo, las mujeres tomaban la delantera. En pocos días, los desmarques acumularon tres docenas de republicanos que pidieron su dimisión. Entre ellos, destacaban: el excandidato presidencial y exgobernador de Utah Jon Huntsman, la rival de Trump en las primarias Carly Fiorina, el exgobernador de Nueva York George Pataki, el senador Mark Kirk de Illinois y el senador Mike Crapo de Idaho. Crapo, quien hasta el momento había apoyado a Trump, fue el más duro. «Ya no puedo apoyar a Trump. Me ha costado mucho tomar la decisión, pero no tengo alternativa. Sus repetidas acciones en contra de las mujeres son irrespetuosas, profanas y denigrantes». Al rechazo frontal se sumó Condoleezza Rice, secretaria de Estado con George W. Bush y fiel representante del establishment, para quien el candidato republicano tenía que abandonar: «¡Ya está bien! Se tiene que ir. Como republicana, me gustaría apoyar a alguien que tenga dignidad y estatura para desempeñar el cargo más importante de la mayor democracia de la Tierra».
No era la primera fuga de apoyos a cargo de los republicanos. Desde el principio de la carrera, su agresivo mensaje contra las esencias del partido había producido un goteo de desmarques de republicanos tradicionales, decididos a no votar a Trump. Muchos de ellos terminaron anunciando su voto para Hillary Clinton, algo impensable en condiciones normales. En la lista de nuevos apoyos de la candidata demócrata, de hasta 140 ilustres, se encontraban, Carlos Gutiérrez, ex secretario de Comercio, y Henry Paulson, exsecretario del Tesoro. Ambos habían trabajado para George W. Bush. El expresidente había sido una de las grandes víctimas de la furia de Trump. Durante la campaña de primarias, el outsider no sólo le culpó de la «desastrosa» Guerra de Irak, sino que se atrevió a responsabilizarle de los ataques yihadistas del 11-S, que, según sus palabras, «no supo evitar». En aquel debate de aspirantes a la nominación republicana, su hermano menor, Jeb Bush, mantuvo uno de los encontronazos más sonados con Trump. La defensa que hizo del expresidente encendió la ovación de los asistentes: «Estoy cansado de que ataque a mi familia. Mientras Donald Trump estaba montando un reality show, mi hermano estaba montando un aparato de seguridad para mantenernos a salvo. Me siento orgulloso de él». No fue una sorpresa que a la hora de votar, el padre de ambos, George W. H. Bush hiciera saber a los medios, por persona interpuesta, su intención de apoyar a Hillary. Los hijos permanecieron en silencio, incluso hasta después de su triunfo.
Salvar al candidato Trump
Pero aún faltaba un mes para eso. Para llegar vivo a esa fecha, Trump, ahora un candidato en apuros, debía actuar rápido y con acierto. Su rascacielos neoyorquino se había convertido en un hervidero. Pegado al instinto que siempre le funciona, ni en las peores circunstancias quiso desatender el magnate a las decenas de fieles que se habían acercado a mostrarle su apoyo. Un saludo en la calle bastó para mostrar que estaba tocado pero no hundido. Las siguientes horas de tensión desembocaron en la difusión de una comparecencia televisiva, grabada en su despacho, en el que el triste protagonista de la película pedía excusas a su manera: «Lo dije, me equivoqué y pido perdón. Nunca dije que fuera una persona perfecta, ni pretendo ser otro que yo mismo. Me comprometo a ser una mejor persona mañana, y a no decepcionarlos jamás». Hasta ahí, esta vez sí, la entonación de un obligado mea culpa, imprescindible para que Trump pudiera alcanzar la otra orilla, la del 8 de noviembre. En la segunda parte de la intervención, más excusas y un encendido del ventilador, como estrategia para dispersar las culpas entre todos los de su género: «Era una charla privada de vestuario, entre hombres. Su difusión es una forma de distracción electoral». Y finalizaba con el contraataque y la amenaza: «He dicho cosas tontas, pero existe una gran diferencia con las palabras y los actos de otras personas. Bill Clinton maltrató a las mujeres, y Hillary acosó, atacó, humilló e intimidó a esas víctimas. Hablaremos de ello en los próximos días». Por si había alguna duda, Trump culminó aquella agitada noche de sábado con unas declaraciones definitivas a The Wall Street Journal, en respuesta a los que pedían su cabeza: «Hay cero posibilidades de que deje la carrera. Sigo adelante, al cien por cien».
La mañana del domingo fue determinante. Su mayor crisis del proceso electoral obligaba a que la rápida reacción del equipo de Trump se apoyara en los generales de campaña, que sustituyeron en las tertulias a los oficiales de menor rango. Rudolph Giuliani, el exalcalde de Nueva York, salía al paso echando mano de la Biblia, como si demandara un piadoso perdón a los más conservadores de sus votantes: «Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra». La mujer y la hija mayor de Trump cumplieron con su parte del guión exculpatorio del candidato, aunque sin dejar de propinarle un tirón de orejas, la única forma de aportar algo de credibilidad. Para Melania, el vídeo era «inaceptable», pero avalaba la excusa de su esposo de que eran «conversaciones de muchachos», y alegaba en su favor que «había sido incitado» por su interlocutor. Además de intentar quitar hierro con una frase cariñosa: «Siempre digo que tengo dos niños en casa: mi hijo y mi marido». Ivanka dijo sentirse «ofendida» por unos comentarios «claramente inapropiados», aunque con un añadido que ayudaba a zanjar la polémica: «Me alegro de que mi padre haya pedido disculpas a mi familia y a los americanos». Mientras, el candidato seguía con la táctica consustancial a su forma de ser, que hace de un buen ataque la mejor defensa: «Que le pregunten a Bill Clinton las cosas que me contaba en el campo de golf, mucho más duras que las mías». El reparto de culpas sería también su forma de afrontar el segundo debate presidencial al día siguiente, que se echaba encima como la mayor amenaza de su carrera.
Donald Trump llegó al cara a cara con Hillary Clinton con todo en contra. La demócrata había ampliado su ventaja hasta un margen superior a los cinco puntos a nivel nacion...