La experiencia común
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La experiencia común

  1. 232 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

En La experiencia común el jurista y filósofo italiano Giuseppe Capograssi indaga en las razones por las que "la experiencia común y la riqueza que hay en la acción, en la vida ordinaria y en las formas de la vida que parecen más exteriores, deben ser acogidas, comprendidas, valoradas y amadas".El protagonismo del individuo histórico y concreto es una constante en la obra de Capograssi. A la filosofía sistemática abstracta de los intelectuales opone la sabiduría que procede de la experiencia común de los sujetos finitos, ya que "para conocer la verdad es preciso vivirla". Su descripción fenomenológica de la experiencia --"ese esfuerzo cargado de afirmaciones y dudas, lleno de esperanza y desaliento"-- se detiene en el mundo del derecho, la moral y la religión. Son etapas de la lucha contra el mal en la que el hombre, "en vez de dejarse vencer y destruir, afirma que la vida se salvará", ya que "todo el esfuerzo que hace el sujeto para sostenerse en su impulso no es sino la íntima e indomable confianza en la promesa que la idea de la vida representa".Del Noce encuentra en la obra de Capograssi no sólo "una crítica anticipada del totalitarismo, sino la identificación del proceso moral y social que ha llevado a la sociedad caracterizada por el primado de lo económico, que prevaleció en Occidente desde los años sesenta en adelante bajo el aspecto de sociedad secularizada, cuya llegada nadie, ni católico ni marxista, podía prever. Y él lo vio".

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Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788413393407
Edición
1
Categoría
Filosofía
II. La conciencia
1. El elemento divino del conocimiento
El hombre vive en la experiencia. Es más, su vida es experiencia y la experiencia no es sino el encuentro y el choque del hombre con la realidad, con toda la realidad. Este encuentro es y presenta una serie de acciones y reacciones entre individuo y cosas: las cosas actúan sobre el individuo y la vida del individuo consiste en un primer momento en sentirlas. Sentirlas es responder a su acción, percibirlas en su realidad plena, viva, colorida, prepotente e innegable, y tratar de aferrarlas y llevarlas al propio campo para la propia vida.
Esta percepción viva e inmediata de las cosas no deja lugar a dudas. Es tan viva, como imagen nítida y precisa, tan imperativa como afirmación innegable e inevitable, que su certeza es la certeza característica de la conciencia común. Todas las demás certezas tienden al menos a apoyarse en ella y alimentarse de ella. Con esta percepción nítida y cierta de realidades que no son él mismo y que sin embargo percibe, el individuo logra establecer una especie de comunicación con estas realidades, una especie de contacto que en sustancia se reduce a una unificación especial, ya que en la dinámica de estas acciones y reacciones, en el contacto entre estas dos acciones y en la posibilidad de encontrarse y tocarse entre sí, está el signo y la prueba de la comunidad de su naturaleza. De hecho, ambas son realidades, pertenecen al orden de las realidades.
Pero este choque entre una y otra realidad no es todo el conocimiento. El conocimiento humano es algo más que este choque entre dos realidades. Las dos realidades vivientes, cuando chocan, en cierto modo se advierten, advierten su choque y esta advertencia es su choque. Pero esta advertencia no es todavía conocimiento, no es todavía el conocimiento con el que el sujeto vive su vida, se presenta en su mundo y va cumpliendo su destino. Esta advertencia es el confuso y múltiple entrelazarse de realidades que chocan entre sí, una especie de enorme y deslumbrante maraña de sensaciones que oscilan en una movilidad continua y agitada y solo constituyen uno de los elementos del trabajo vital del sujeto.
Conocer es discernir, en esta masa nocturna de apariencias brillantes, lo que es y lo que aparece, lo que es necesario y lo que es accidental, lo que es universal y lo que es particular, reconducir las realidades casuales, fragmentarias y dispersas a la unidad necesaria, conocer la necesidad de las cosas y sus relaciones necesarias. Sea cual sea la explicación y el valor de estos hechos, el hecho es que el conocimiento del sujeto, para su conciencia ordinaria, es encontrar lo necesario en lo empírico, un reconducir lo empírico a lo necesario, un juzgar lo empírico en lo necesario. La idea de lo necesario domina todo el trabajo del conocimiento.
El conocimiento sucede cuando la mente, al juzgar como existente la cosa, separa su existencia, el acto de su existir o el hecho de su existir, del contenido vital concreto y determinado por el que ese existente se diferencia de los demás existentes, para los que este viviente tiene una fisionomía que no se confunde con los demás vivientes, y cuando considera y concibe este contenido vital abstraído del acto de su existir real como pura posibilidad, privada de existencia y reducida a puro pensamiento.
Ese contenido de vida, que las mil acciones y choques de las cosas con el sujeto determinan y establecen, pierde su multiplicidad puntual de formas y de particularidades y su colorido infinitamente variado, en las infinitas aplicaciones y realizaciones de lo concreto, y se reduce a esos caracteres o modalidades por los que la cosa es la que es, por los que la cosa tiene esa forma de vida y no otra, por las que todo lo que existe se reconoce en esa forma de vida.
Esta pensabilidad de la cosa, la cosa como pensable, la cosa como inteligible, es la idea. La idea contiene precisamente la esencia de la cosa, es decir lo que es la vida de la cosa en su pureza y plenitud. Por eso, toda idea es como una purificación prodigiosa de la realidad, la realidad vista en su verdad. En ella, la experiencia padece una especie de potente concentración: se reduce, en la idea, a lo esencial, y la idea, por otra parte, se apoya en su profundidad en la experiencia real y se alimenta continuamente de ella.
Pero, puesto que la cosa se presenta en la experiencia como defectuosa e imperfecta, la idea que la cosa da en su inteligibilidad ideal, en su posibilidad plena, constituye, frente a la cosa, no solo su principio de inteligibilidad, sino su principio de verdad, su ejemplar, eso que la cosa debe ser para ser ella misma, en una palabra, su valor.
La idea, que recoge la más pura y exquisita esencia de la experiencia infinita de las cosas existentes, al determinar la cosa en su verdad y elevarla a su verdad, establece que el valor de la cosa, el término de su proceso (del proceso de existir, del sufrimiento de la existencia) y como la ley de su aparecer en la realidad es la verdad. Conocer, en cuanto implica reconducir lo empírico a su idea, es valorar la cosa, que es realmente conocida cuando el sujeto hace una estimación de ella y, por así decir, escribe su precio en términos ideales. La idea confirma así que la cosa tiene su propia vida, tiene una vida por sí misma, que es vida y que esta vida no puede discurrir sin formas, ya que tiene una forma independiente, una neta y plena determinación y delimitación de actos y realidades, una energía nítidamente encerrada dentro de unos fines y dentro de unos términos. La idea es la prueba singular de que las realidades existen por sí mismas, pero existen según formas claramente determinadas que en conjunto constituyen su condición de vida, su punto de partida, su ley y el fin de su proceso.
La idea, pues, implica un juicio y este juicio no es sino la afirmación de la realidad como realidad y de la verdad como esencia y razón de la realidad. Y esta afirmación implica un orden de principios al que toda la experiencia es reconducida. Afirmar que la realidad es realidad y que la verdad es su esencia significa afirmar que la cosa es, que en la medida en que se afirma y en el acto en que se afirma no se puede negar, que en la medida en que es, es lo que es, que tiene su ley en su esencia, que en la medida en que es y tiene una ley propia, tiene su razón de ser por la que se explica, se comprende y tiene su lugar en el orden de la realidad: tiene su unidad, su permanencia, su sustancia, su causa y su fin. Todas estas determinaciones con las cuales todas las cosas son juzgadas, a las que nada se sustrae, tampoco la mente que juzga, constituyen un orden, un orden de principios, un orden de evidencias a las que en última instancia todo el conocimiento se reduce. Este abraza todo lo real y todo lo mental, la experiencia de las cosas y la experiencia de la mente, y da la ley a una y otra, y constituye el punto de coincidencia entre una y otra. Es un orden de principios que pueden considerarse formales pero no vacíos, porque contienen las indicaciones secretas de la vida misma del sujeto y de la vida misma de las cosas.
A la luz de estas evidencias profundas, que son leyes, todas las realidades (todo el objeto, también el sujeto) se afirman y despliegan como vida, se muestran en sentido activo, se explicitan y muestran cuál es su vida, la tendencia y la norma de su vida. Así, este orden de principios ilumina todo conocimiento, es la luz en la que el conocimiento se hace conocimiento, en la que las cosas se ven en su verdad, sicut visibilia in lumine solis. Es una luz constitutiva, por así decir, porque muestra y en cierto modo constituye el orden interno de las realidades y de la vida, el orden del ser finito en su infinita multiplicidad: por ello, tiene algo de absoluto, de absoluto en sentido positivo, como un reflejo de ese Ser Absoluto viviente y pleno que ha creado las cosas en ese orden, en su ser. Con suma precisión santo Tomás habló, a propósito de la luz intelectual, de una partecipata similitudo luminis increati in quo continentur rationes aeternae; una semejanza, pero una semejanza constitutiva, efectiva y real, y una semejanza entre la luz ideal de la mente, con la que la mente conoce, y la luz divina, en la que están las razones eternas de las cosas creadas.
Este es el elemento divino del conocimiento: la verdad inicial, la verdad original a la que la mente obedece en el trabajo natural y ordinario del conocimiento, a la que responden las cosas y toda la vida de la realidad. Esta verdad preside el trabajo del conocimiento, pero no solo del conocimiento en el sentido separado y reflexivo de razón puramente teórica, sino del conocimiento como trabajo vital e inherente a la vida. Y como tal, la verdad es regulativa del impulso práctico, da al movimiento práctico del sujeto su ley más íntima, en cuanto que llega a dar al fin práctico del individuo su valor y su alcance infinito. Y por ello este sistema de verdades, determinando la experiencia del sujeto y elevándolo, como se verá enseguida, a categoría de absoluto, constituye la luz, sí, pero también el estímulo, el aguijón más agudo y el tormento más interior de su vida. Sin él, sin este orden de verdades, tanto el conocimiento humano como la vida humana se hacen a la par incompletos e imposibles: ese orden es superior a ella, pero la vida está de tal modo y tan íntimamente conectada con él, tiene tal vocación profunda e impulsiva hacia él, que todo su dolor y su historia están dominadas por la presencia de esta verdad y por la fe que el alma tiene en ella.
2. El sujeto y el objeto
El conocimiento humano, así como el problema que crea y el penoso trabajo que necesita, nacen del hecho sencillísimo y fundamental de que el sujeto se encuentra arrojado a un mundo ya pensado y creado, el cual está como objeto, en su trama de pensamiento y en la infinita riqueza de su contenido, ante la mente del sujeto. Habiéndose presentado casi por accidente in medias res, el sujeto se encuentra en una relación, que para él es accidental, con su objeto. Su punto de vista sobre el mundo es accidental y arbitrario: ¿por qué en ese momento y en ese punto del curso del mundo? ¿por qué en ese rincón de su escenario? No hay respuesta a esta pregunta: el sujeto es un punto de vista particular del mundo y esta particularidad es innegable e inexplicable.
Habiéndose presentado de este modo en medio del mundo, estando en esta posición accidental y particular respecto al objeto, el sujeto es infinitamente sobrepasado por el objeto. El sujeto no se adecua nunca al objeto. Su realidad es parte de la realidad del mundo y, como parte, llega a experimentar solo parcialmente la realidad del mundo. Se puede decir que toda la riqueza de la vida del mundo se le escapa. Como pensamiento, es parte de ese pensamiento cuyos gérmenes posee en los principios de la razón que ve realizados en la viviente racionalidad que constituye todo el contenido del conocimiento. Como parte, consigue entrever solo ciertas líneas de ese pensamiento universal, pero nunca llega a adecuarse del todo a él; como parte, está en el pensamiento, pero no es todo el pensamiento.
Cabría decir, para recobrar una fórmula cauta y precisa, que solo hay una identidad formal entre pensamiento del sujeto y ser. Es mucho, porque es el punto firme para descubrir la verdad de la vida, pero no es todo. El sujeto está condenado a permanecer ligado siempre a su particularidad, también en el hecho del conocimiento, como en toda su experiencia, sobre todo en el hecho del conocimiento, que es como el símbolo de toda su suerte. Esta condena es, además, su garantía, porque si perdiese su particularidad se ahogaría sin remedio en las cosas y dejaría de ser un centro de conciencia y de vida.
Este es el hecho del conocimiento, que puede ser explicado pero no puede ser negado. Todo intento de explicación debe respetar esas características que presenta el hecho y que, por lo demás, constituyen esencialmente el problema. El problema está precisamente en esa peculiar dualidad que el conocimiento supone: si entre la mente y las cosas no hubiera al menos identidad de principios, el conocimiento sería imposible; y, sin embargo, si entre la mente y las cosas hubiera una identidad absoluta, el conocimiento —este conocimiento humano, este trabajo humano— sería inexplicable. El pensamiento moderno ha intentado demostrar la identidad absoluta, pero el hecho humano del conocimiento ha permanecido, en su esfuerzo, igualmente insuperable e inexplicable.
Kant reconoció la condición fundamental del conocimiento humano. Al diseñar en la tercera crítica la condición del intelecto arquetípico que crea su propio contenido, y al distinguir nítidamente este intelecto del intelecto humano, confirmó de nuevo y reafirmó las profundas características del conocimiento humano. Pero al hacer del absoluto una pura forma, una función del espíritu, Kant dio al pensamiento, según observó profundamente Hegel, su propio contenido. Tras sus huellas, el pensamiento posterior tuvo la esperanza de superar la condicionalidad y la limitación del conocimiento humano. El pensamiento posterior, interpretando el kantismo de forma quizás más coherente con su propia lógica interna, explicó esa identidad entre pensamiento y forma absoluta presentando el espíritu humano como unidad originaria de finito e infinito y por tanto no solo la forma de conocimiento, sino también el contenido del conocimiento como acto del espíritu: el conocimiento como creación. Era precisamente el intelecto arquetípico de Kant: de aquí el entusiasmo de Schelling por ese famoso fragmento de la tercera crítica.
Pero con esta hipótesis del espíritu como unidad de finito e infinito, el problema no quedaba resuelto, es más, acababa de nacer y se hacía más difícil. Si el espíritu tenía en sí toda la luz y toda la razón de la creación, ¿cómo explicar el trabajo penoso e inevitable de la conciencia común para llegar, no ya al conocimiento absoluto, sino a un conocimiento fragmentario e incierto? Schelling se planteó con gran claridad el problema y su respuesta es terrible. A Schelling ya le pare...

Índice

  1. índice
  2. Prólogo. Ética, moral y metafísica
  3. Nota de la traductora y editora
  4. La experiencia común
  5. I. Premisas
  6. II. La conciencia
  7. III. La vida y la idea de la vida
  8. IV. La ley ética
  9. V. La acción y el mal
  10. VI. La experiencia ética como defensa del mal
  11. VII. La religión
  12. 1. Responsum mortis