Mirar a Cristo
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Mirar a Cristo

Ejercicios de Fe, Esperanza y Caridad

Joseph Ratzinger

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Ejercicios de Fe, Esperanza y Caridad

Joseph Ratzinger

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El presente texto, en el que se recogen las lecciones impartidas por Joseph Ratzinger sobre las tres virtudes teologales en unos ejercicios espirituales constituye, en palabras del actual papa emérito Benedicto XVI, "una unión entre filosofía, teología y espiritualidad que puede ser fecunda y ofrecer nuevos puntos de vista".Para la elaboración de sus contenidos, el entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe se apoyó en el trabajo de reflexión sobre la Fe, la Esperanza y la Caridad llevado a cabo por Joseph Pieper, ampliando con los planos teológico y espiritual la exposición filosófica realizada por el pensador alemán."Espero que este pequeño volumen, así como los ejercicios que fueron su origen, puedan servir como nueva iniciación a aquellas actitudes fundamentales en las que la existencia del hombre se abre a Dios, convirtiéndose así en una existencia totalmente humana".(Del prólogo del autor)

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Información

Año
2018
ISBN
9788490558676

1. FE

Las reflexiones contenidas en este libro no son únicamente consideraciones teóricas, sino que quieren ser una invitación a hacer unos «ejercicios espirituales». Sólo se puede «ejercitar» aquello que de alguna forma ya se posee; el ejercicio presupone un fundamento ya dado. Únicamente con el ejercicio hago mía aquella cualidad que estoy ejercitando, de modo que pueda disponer de ella y volverla más fructífera. Un pianista debe ejercitarse en su arte, y si no, lo pierde. Un deportista debe «entrenarse», porque sólo así estará en plena forma. Si me rompo una pierna, debo ejercitar el órgano que está en vías de curación, para que aprenda de nuevo a sostenerme. Y así en todas las cosas. ¿Qué debemos «ejercitar» en estos días? Los «ejercicios» son una invitación a la existencia cristiana. Pero, puesto que la existencia cristiana no es un arte más junto a otros, sino simplemente la existencia humana vivida tal y como se debe, se podría afirmar que queremos ejercitar el arte de la vida justa. Queremos aprender el arte de las artes: la existencia humana.
Aquí se impone de inmediato una visión panorámica sobre nuestra vida cotidiana. Existe en nuestra sociedad contemporánea un sistema altamente desarrollado de formación profesional, que ha conducido al máximo nivel la posibilidad de dominio del hombre sobre todas las cosas. El poder del hombre, en el sentido de dominio del mundo, ha alcanzado proporciones casi vertiginosas. En el «hacer» somos grandes, grandísimos, pero en el ser, en el arte de existir las cosas son bien distintas. Sabemos muy bien qué se puede «hacer» con las cosas y con los hombres, pero qué son las cosas, qué es el hombre, eso ya es otra cuestión. En estos días trataremos precisamente acerca de este arte perdido, el arte de saber vivir. Nos encontramos en la misma situación del que ha sufrido diversas fracturas en la pierna: debemos volver a aprender a «andar» en la fe, haciendo uso de nuestras energías interiores. Las meditaciones sólo podrán ser una especie de arranque, un primer empuje hacia el íntimo compromiso personal y comunitario, que es lo verdaderamente importante, si queremos que nuestros «ejercicios» den su fruto adecuado.
La fe es el acto fundamental de la existencia cristiana. En el acto de fe se expresa la estructura esencial del cristianismo, su respuesta a la pregunta de cómo es posible llegar a la meta en el arte de la existencia humana. Hay otras respuestas, por supuesto, pero no todas las religiones son «fe». El budismo, en su forma clásica, por ejemplo, no considera este acto de autotrascendencia, de encuentro con el Totalmente Otro: Dios que me habla y me invita al amor. Por el contrario, es característico del budismo un acto de radical interiorización: no salir de uno mismo (ex-ire) sino descender más adentro; este proceso es el que debe conducir a la liberación del yugo de la individualidad, del peso de ser persona, al retorno a la identidad común de todo ser. Y esto, en comparación con nuestra experiencia existencial, se puede definir como no ser, como nada, si queremos expresar toda su alteridad [1].

1. Fe en la vida cotidiana como actitud fundamental del hombre

Pero aquí no queremos entrar en esa discusión, aunque muchas de las cosas que diremos en estas conversaciones pueden servir perfectamente como respuesta a las cuestiones que derivan de ella. Lo que nos importa ahora es simplemente aprender lo mejor posible el acto fundamental de la existencia cristiana, el acto de fe. Si nos introducimos por esta vía, surge enseguida un impedimento. Advertimos, por decirlo así, una de esas íntimas rupturas nuestras, que bloquean nuestro movimiento en el campo de la fe. La pregunta es: la fe ¿es una actitud digna de un hombre moderno y maduro? «Creer» nos parece algo provisional, transitorio; de lo que se desearía más bien salir, aunque con frecuencia —precisamente como actitud transitoria— sea inevitable: nadie puede saber realmente y dominar con su propio saber todo aquello en lo que se basa nuestra vida en una civilización técnica. Muchísimas cosas —la mayoría— debemos aceptarlas con confianza en la «ciencia», y más teniendo en cuenta que dicha confianza aparece suficientemente confirmada por la experiencia común. Durante todo el día todos nosotros utilizamos productos de la técnica, cuyos fundamentos científicos nos resultan desconocidos: ¿quién va a calcular y verificar la estática de los rascacielos? ¿Y el funcionamiento del ascensor? ¿Y el campo de la electricidad y de la electrónica, de los que nos servimos cada día? O bien, lo que aún resulta más grave, ¿quién va a comprobar la fiabilidad de la composición de un producto farmacéutico? Podríamos continuar por mucho tiempo. Efectivamente vivimos dentro de una red de no conocimientos, de los que sin embargo nos fiamos a causa de la experiencia generalmente positiva. «Creemos» que todo eso es suficientemente justo, y con esta «fe» participamos en el producto del saber de otros.
Pero, ¿qué clase de fe es ésta, que practicamos normalmente sin darnos cuenta y que está en la base de nuestra común vida diaria? Intentemos no comenzar enseguida con una definición, sino que permanezcamos en lo que se puede establecer rápidamente. Saltan a la vista dos aspectos opuestos de esta especie de «fe». En primer lugar podemos establecer que semejante fe es indispensable para nuestra vida. Esto vale ante todo porque de lo contrario no funcionaría nada: cada uno tendría que empezar de nuevo desde el principio. Pero esto es válido también en un sentido más profundo: la vida humana sería imposible si no hubiera confianza en el otro y en los otros, si no pudiéramos fiarnos de su experiencia, de su conocimiento, de lo que se nos presenta. Este es uno de los aspectos de esa fe, el aspecto positivo. Pero por otra parte resulta al mismo tiempo expresión de una ignorancia y, en ese sentido, tiene un aspecto secundario: conocer sería mejor. De hecho muchos pueden confiar en todos los mecanismos de un mundo tan técnico únicamente porque algunos estudiaron un sector particular y lo conocen con exactitud. En este sentido existe el deseo de pasar, en la medida de lo posible, de la fe al saber, y en todo caso a un saber justo y significativo, al menos en el campo de la técnica. No obstante, aún estamos muy lejos de la zona de la religión y nos movemos todavía en el espacio del dominio de la vida puramente intramundana, cotidiana, aunque hayamos ya alcanzado intuiciones importantes para el fenómeno de la vida religiosa, y que por tanto queremos todavía precisar expresamente. Decíamos que en el marco de la «fe de cada día» (así queremos llamarla) se deben distinguir dos aspectos: por una parte el carácter de la insuficiencia, de la provisionalidad; estamos ante un estadio incipiente del saber, del que se intenta salir, si es posible. Pero junto a este aspecto hay algo más: semejante «fe» es confianza recíproca, participación común en la comprensión y en el dominio de este mundo; este aspecto es esencial en general para la formación de la vida humana. Una sociedad sin confianza no puede vivir. Las palabras pronunciadas por Tomás de Aquino, aunque dichas para otro nivel, tienen aquí total validez: la incredulidad es esencialmente contraria a la naturaleza del hombre [2]. Así vemos que los distintos niveles no dejan de tener cierta relación entre sí.
Hasta ahora hemos elaborado una «estructura axiológica» de la fe natural; hemos visto que dicha fe es un valor ciertamente menor respecto al «conocer», pero que resulta fundamental para la existencia humana y constituye un valor sin el que una sociedad no podría subsistir. Además ahora podemos elencar asimismo los elementos individuales que pertenecen a esta fe (la «estructura de su acto»). Son tres. Esa fe se refiere siempre a alguien que «sabe»: presupone el conocimiento real de personas cualificadas y dignas de fe. Se añade, como segundo elemento, la confianza de los «muchos» que en el uso cotidiano de las cosas se basan en la solidez del saber que hay detrás de ellas. Y finalmente, como tercer elemento, se debe mencionar una cierta verificación del saber en la experiencia de cada día. Que la corriente eléctrica funcione correctamente no lo podré demostrar científicamente, pero el funcionamiento diario de mi lámpara en el estudio me demuestra que yo, aunque no sea uno de los que «saben», no obro sin embargo con una «fe» pura, carente de todo tipo de confirmación.

2. ¿Supone el agnosticismo una vía de salida?

Esta reflexión nos hace ver distintos pasos abiertos hacia la fe religiosa y evidentes semejanzas en su estructura. Pero si ahora intentamos pasar, el camino se verá rápidamente bloqueado por una objeción grave e importante, que más o menos se podría formular así: puede ocurrir que en la vida social del hombre sea imposible que cada uno pueda «saber» todo lo que es útil y necesario para la vida y que nuestro actuar se deba basar necesariamente sobre la «fe» en el «saber» de otros. Pero todavía estamos en el campo del saber humano, que en principio todos podrían alcanzar. Por el contrario, con la fe en la revelación, superamos los confines del saber propiamente humano. Incluso si la existencia de Dios pudiera convertirse de alguna forma en un «saber», la revelación y sus contenidos permanecerían siempre y para todos en el terreno de la fe, algo que está más allá de cuanto es accesible a nuestro conocer. Aquí no hay referencia alguna al saber especializado de unos cuantos en quienes poder confiar porque conocen de forma inmediata las cosas en base a su propia investigación. Nos encontramos una vez más ante la siguiente cuestión: ¿esta especie de fe es conciliable con la moderna conciencia crítica? ¿No sería más conforme al hombre de nuestro tiempo abstenerse del juicio sobre esta materia y esperar al momento en que la ciencia pueda dar respuestas definitivas, también para este género de cuestiones? La actitud que se expresa en esas preguntas corresponde indudablemente a la conciencia media de un universitario de hoy día. La honestidad en el pensamiento y la humildad ante lo desconocido parecen aconsejar el agnosticismo, mientras que el ateísmo declarado pretende saber demasiado y lleva consigo claramente un elemento dogmático. Nadie puede afirmar que «sabe», en sentido estricto, que Dios no existe. Se puede trabajar con la hipótesis de que Dios no exista e intentar, a partir de aquí, explicarse el universo. Las ciencias naturales modernas parten fundamentalmente de este presupuesto. Pero si el método respeta sus propios límites, parece claro que en este caso no se puede superar el campo de lo hipotético y que incluso una explicación atea del universo, coherente en apariencia, no conduce a una certeza científica de la no existencia de Dios. Nadie puede captar experimentalmente la totalidad del ser y de sus condiciones. En este punto simplemente alcanzamos los límites de la «condition humaine», de la posibilidad cognoscitiva humana en cuanto tal, y esto no sólo en relación con sus condiciones presentes, sino esencialmente, de manera insuperable. Por su propia naturaleza la cuestión de Dios no puede reducirse a los confines de la investigación científica, en el sentido estricto del término. En este sentido la declaración de «ateísmo científico» es una pretensión insensata, ayer, hoy y mañana. Pero se impone el problema de saber si la cuestión de Dios no supera los límites de las posibilidades humanas, y en este sentido el agnosticismo parece ser la única actitud adecuada del hombre real, leal, incluso «pío», en el sentido más profundo de la palabra; reconocimiento de que nuestro campo visual tiene unos límites y de que no podemos llegar a lo que no es accesible. La nueva religiosidad del pensamiento ¿no debiera quizás consistir en dejar de lado lo inescrutable y contentarse con lo que nos es dado?
Quien intente responder a esta cuestión, propia de un auténtico creyente, debe actuar sin precipitación. En efecto, ante esta forma de humildad y de religiosidad se impone rápidamente una objeción: la sed de infinito pertenece a la misma naturaleza del hombre, más aún, es su misma esencia. Su límite únicamente puede ser lo ilimitado, y los confines de la ciencia no pueden intercambiarse, por principio, con los confines de nuestra existencia. Esto supondría una incomprensión total tanto de la ciencia como del hombre. Cuando la ciencia tiene la pretensión de agotar los límites del conocimiento humano, está desembocando en lo no científico. Todo esto ciertamente me parece verdad, pero, como acabo de decir, resulta una respuesta demasiado precipitada. Más bien deberíamos examinar con paciencia la importancia de la hipótesis del agnosticismo en todo su alcance, para verificar si resulta consistente no sólo en el campo científico, sino en la vida humana. La pregunta que se plantea justamente al agnosticismo suena más o menos así: ¿Su pretensión es verdaderamente realizable? ¿Acaso podemos, como hombres, dejar simplemente de lado la cuestión sobre Dios, es decir, la cuestión acerca de nuestro origen, de nuestro destino final, de la medida de nuestro propio ser? ¿Podemos vivir de una forma puramente hipotética, «como si Dios no existiese», aunque pudiera existir? La cuestión de Dios no es para el hombre un problema teórico, como por ejemplo la pregunta sobre si en el sistema periódico de los elementos puede haber otros elementos desconocidos, o cosas por el estilo. Al contrario, la pregunta sobre Dios es una cuestión eminentemente práctica, que tiene consecuencias en todos los campos de nuestra vida. Si yo, por tanto, en teoría opto por el agnosticismo, en la práctica debo decidirme entre dos posibilidades: vivir como si Dios no existiera, o bien vivir como si Dios existiera y como si Él fuese la realidad normativa para mi vida. Si elijo la primera, prácticamente he adoptado una postura atea y además he puesto como base de toda mi vida una hipótesis que podría resultar falsa. Si me decido por la segunda posibilidad, me muevo en el campo de una fe puramente subjetiva, y enseguida me acuerdo de Pascal, cuya batalla filosófica al inicio de la edad moderna se movía enteramente en torno a esta constelación especulativa. Pero puesto que al fin comprendió que la cuestión no podía resolverse de hecho en el puro pensamiento, él mismo recomendó a los agnósticos intentar la segunda elección y vivir como si Dios existiera. En el transcurso del experimento (y sólo en él) se llegaría a la conclusión de haber elegido justamente [3]. En todo caso la solución agnóstica no resiste a un examen más atento. Como pura teoría parece muy brillante, pero el agnosticismo es por su propia naturaleza algo más que una teoría: está en juego la práctica de la vida. Y cuando se intenta «practicarlo» en su verdadero alcance, desaparece como una pompa de jabón; se deshace, porque no se puede huir ante la elección que el agnosticismo quisiera evitar. Frente a la cuestión de Dios no hay neutralidad posible para el hombre. Éste puede únicamente decir sí o no, y además con todas las consecuencias hasta en los asuntos más ínfimos de la vida diaria.

Intermedio: la locura del inteligente y las condiciones de la verdadera sabiduría

En este momento quisiera interrumpir por un instante nuestra reflexión, quizás un poco abstracta, e insertar una parábola bíblica; después volveremos al hilo de nuestro pensamiento. Pienso en la historia contada por Jesús que leemos en Lucas 12, 16-21: «Las tierras de un hombre rico dieron una gran cosecha. Él estuvo echando cálculos: “¿Qué hago? No tengo dónde almacenarla”. Y entonces se dijo: Voy a hacer lo siguiente: derribaré mis graneros, construiré otros más grandes y almacenaré allí el grano y las demás provisiones. Luego podré decirme: “Amigo, tienes muchos bienes almacenados para muchos años: túmbate, come, bebe y date la buena vida”. Pero Dios le dijo: Insensato, esta noche te van a reclamar la vida. Y lo que te has preparado, ¿para quién será? Eso le pasa al que amontona riquezas para sí y no se enriquece ante Dios».
El hombre rico de esta parábola es sin duda inteligente: conoce sus propios asuntos. Sabe calcular las posibilidades del mercado; tiene en consideración los factores de inseguridad tanto de la naturaleza como del comportamiento humano. Sus reflexiones están bien pensadas, y el éxito le da la razón. Si se me consiente ampliar un tanto la parábola, podríamos decir que este hombre era, con seguridad, demasiado inteligente como para ser ateo. Pero ha vivido como un agnóstico: «como si Dios no existiera». Un hombre así no se ocupa de cosas tan inciertas como la existencia de un Dios. Él trata con asuntos seguros, calculables. Por eso incluso la finalidad de su vida es muy intramundana, tangible: el bienestar y la felicidad del bienestar. Pero resulta que le sucede precisamente lo que no había calculado: Dios le habla y le manifiesta un suceso que había excluido totalmente de su cálculo, ya que era demasiado incierto y poco importante: lo que le sucederá a su alma cuando se encuentre desnuda ante Dios, más allá de posesiones y éxitos. «Esta noche te van a reclamar la vida». El hombre, que todos conocían como inteligente y afortunado, es un idiota a los ojos de Dios: «Insensato», le dice, y frente a lo verdaderamente auténtico, aparece con todos sus cálculos extrañamente necio y corto de vista, porque en esos cálculos había olvidado lo auténtico: que su alma deseaba algo más que bienes y alegrías, y que algún día se iba a encontrar frente a Dios. Este inteligente necio me parece una imagen muy exacta del comportamiento medio de la gente moderna. Nuestras capacidades técnicas y económicas han crecido de modo antes inimaginable. La precisión de nuestros cálculos es maravillosa. Frente a todos los horrores de nuestro tiempo se consolida cada vez más la opinión de que estamos próximos a realizar la mayor felicidad posible para el mayor número posible de hombres, y a iniciar finalmente una nueva fase de la historia, una civilización de la humanidad en la que todos podrán comer, beber y disfrutar. Pero precisamente en este aparente acercamiento a la autoredención de la humanidad irrumpen las siniestras explosiones desde lo más profundo del alma insaciada y oprimida que nos dicen: Insensato, te has olvidado de ti mismo, de tu alma y de su sed incolmable, de su deseo de Dios. El agnosticismo de nuestro tiempo, en apariencia tan razonable, que deja que Dios sea Dios para hacer del hombre simplemente un hombre, denota una idiotez de miope. Pero la finalidad de nuestros ejercicios debiera consistir en escuchar las palabras que Dios nos dirige, en percibir el grito de nuestra alma y redescubrir, en su profundidad, el misterio de Dios.
Detengámonos todavía un instante ante las perspectivas que se abren en esta reflexión, antes de volver a tomar el hilo de nuestros pensamientos precedentes. El proyectarse del hombre en Dios, la búsqueda y la vía hacia el fundamento creador de todas las cosas, es algo muy distinto del pensamiento «precrítico» o no crítico. Por el contrario, la...

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