El cocinero
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El cocinero

  1. 220 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

En el pueblo de Cobb, un gran castillo llamado la Prominencia se eleva nebuloso y fantasmal sobre una de las colinas más altas. La tradición cuenta que dos familias, los Hill y los Vale, deben unirse en matrimonio para que sus puertas vuelvan a abrirse…

Con dos metros de altura, vestido de negro y montado en una bicicleta, el cocinero llega al pueblo. Se llama Conrad, va a emplearse en la mansión de los Hill. Lleva su extraordinaria colección de recetas, un cuchillo de trinchar y su talento persuasivo. La cocina es su centro de gravitación: maneja a la perfección los instrumentos de la gastronomía y, a partir de ellos, los sabores, que intervienen directamente en el gusto.

Muy pronto Conrad controlará la vida doméstica de los Hill y luego la del pueblo.

Su influencia lo abarca todo: un rival eliminado, una heredera que muere, sirvientes perfectamente entrenados que pasan a ocuparse de tareas menores, y hasta la aparición de un nuevo amo en la Prominencia, cuando por fin sus ventanas vuelven a resplandecer.

La simplicidad aparente de esta obra maestra subrepticia es su pasaporte a la actualidad. Su fluidez, velocidad constante, la indiferencia por cualquier virtuosismo, esconden un plan narrativo ejemplar. El cocinero se lee compulsivamente. Los sentidos juegan en la mente del lector mucho después de haber cerrado esta novela increíble, feroz y deliciosa.

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Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9789871739950
Categoría
Literatura
QUINTA PARTE

33

LA CENA DE CUMPLEAÑOS DE CONRAD fue el primer ensayo para la próxima gran función con el señor Bayard y Monte Springhorn. La semana siguiente se llevó a cabo otro ensayo con los Vale. La señora Hill les explicó lo que estaban haciendo y por qué Conrad se sentaría en la cabecera de la mesa. Al señor y la señora Vale —ahora gorditos y alegres— les pareció una magnífica estrategia y se unieron de buen grado al espíritu de la velada. Conrad estuvo encantador, como de costumbre en cualquier cena; eso y la transformación operada por su traje de etiqueta hicieron que en un instante los Vale estuvieran, en sentido figurado, comiendo de su mano. Todos la pasaron maravillosamente. Hubo solo una nota discordante: Daphne Vale seguía indispuesta y no pudo bajar para la cena. Pero como para compensar, la gorda Ester hizo su aparición y volvió a sentarse a la derecha de Conrad.
Por fin llegó el gran día. Esa mañana Conrad durmió hasta tarde, y cuando bajó a desayunar Charles y Paul ya estaban en la cocina, ocupándose de sus tareas.
Eggy trabajaba duro en un rincón, junto a la pileta. Se había retirado su banqueta para que hubiera más espacio.
—Estamos tratando de no chocarnos —sonrió Harold, acercándose rápidamente a Conrad y pasándole una taza de café y un pequeño plato con pan dulce azucarado.
—No entren en pánico. Hay suficiente lugar para ocho cocineros. Pero cada uno debe dedicarse estrictamente a lo suyo.
—Sí, Conrad —Harold asintió por sobre su hombro, mientras seguía con lo que estaba haciendo.
En ese momento entró muy apurada la señora Hill. Al ver a Conrad lanzó un rápido suspiro de alivio.
—¡Ah, qué bueno que estés aquí! ¡Tenía tanto miedo de olvidarme de algo! —Buscó en el bolsillo de su delantal—. Anoche estaba demasiado nerviosa y excitada con la cena de hoy como para dormir. Así que me levanté e hice una lista; anoté todo lo que hice y todo lo que tengo que hacer… creo. ¿Le echarías un vistazo?
Conrad sonrió y miró el encabezado de la primera página. Decía: “Cuarto de invitados para el señor Monte Springhorn”. A mitad de la página había un segundo encabezado: “Cuarto de invitados para el señor Rennie Bayard”. Debajo de cada uno había subtítulos: “Ropa blanca”, “Guardarropa”, etc.
Antes de que Conrad pudiera pasar a la segunda página entró el señor Hill, y la señora Hill, al verlo, pareció recordar algo. Exclamó abruptamente que enseguida volvía y salió corriendo de la cocina.
El señor Hill parecía tenso de entusiasmo contenido y al mismo tiempo un poco preocupado, aunque intentaba ocultar la preocupación todavía más que el entusiasmo. Durante unos segundos se quedó allí mirando a Conrad, que revisaba la larga lista de la señora Hill.
—¿Sí? —murmuró Conrad, sin levantar la vista.
El señor Hill se puso a toquetear uno de sus botones. Finalmente respondió:
—No es que yo no crea… es decir, no es que yo no piense que sus amigos… pero Conrad —y con mucho esfuerzo se obligó a levantar la mirada hasta encontrar la del cocinero—; pero Conrad, ¿realmente cree que el señor Springhorn y el señor Bayard vendrán hoy a la mansión… quiero decir, vendrán especialmente desde la Ciudad, solo para cenar en nuestra casa? El señor Springhorn es un hombre tan importante. Tan importante…
La voz del señor Hill se había reducido a un murmullo. Sonaba casi desconsolado, y sus ojos le rogaban a Conrad que disipara sus dudas.
—Siempre estamos ansiosos —respondió Conrad quedamente— cuando esperamos algo con mucha ilusión. Es parte de esa misma espera. Y es parte de la diversión: el grado de nuestra ansiedad es la medida de nuestra dedicación, no de la probabilidad de su satisfacción. El señor Springhorn y el señor Bayard estarán aquí entre las dos y las tres de la tarde. Quédese tranquilo.
El señor Hill consideró por unos momentos las palabras de Conrad y luego comenzó a asentir.
—Bueno, debo admitir que realmente estoy ansioso por recibir al señor Monte Springhorn y al señor Bayard…
Conrad le palmeó el hombro y dijo, con una risa despreocupada:
—Ahora tienen que ser cuidadosos. Usted y la señora Hill. Falta mucho para las dos de la tarde. Si no se calman un poco, quedarán los dos en tal estado de nervios que van a desear desesperadamente que Monte y Rennie no aparezcan. Sucede, lo sé: en una de mis primeras cenas grandes me descubrí prometiéndome solemnemente que me comería toda la comida que había preparado con tal de que los invitados no vinieran. No quería verlos; a tal punto me había convencido de que todos mis platos serían un fracaso. Pero, claro, vinieron todos los invitados, y comieron todo lo que se les puso delante. La cena no pudo haber tenido mayor éxito; y así de exitosa será la cena de hoy. —Conrad volvió a reír—. Y dígale a la señora Hill lo que acabo de decir: que no se agite demasiado. Todo saldrá perfectamente. Hemos planeado todo hasta el último…
La señora Hill irrumpió en la cocina.
—¡Conrad! ¡Conrad! —Tenía los ojos llenos de aflicción—. Acabo de inspeccionar otra vez el mantel y mira… mira… justo en el centro; no lo había visto antes…
Sostuvo en alto un mantel con delicados ornamentos, almidonado y hermosamente blanco. Solo que en el centro había una mancha negra, grande y sólida.
—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer? —La señora Hill estaba al borde de las lágrimas—. Lo guardé ayer a la noche. No entiendo cómo apareció esa mancha. Pero debe ser mi culpa. Es que no entiendo…
Conrad miró de cerca la mancha y luego se reclinó contra el armario.
—Señora Hill, justamente le decía al señor Hill que no debe alterarse tanto con lo de hoy. Lo mismo le digo a usted. De otro modo quedará en un estado de incapacidad nerviosa. ¿Acaso quiere que Eggy sirva a nuestros invitados? Eso sería una tragedia. Pero la tragedia que usted me señala es solo una mancha de cera negra, sin duda derramada cuando estaba guardando el mantel anoche. Eso se saca raspando en un minuto.
La señora Hill volvió a mirar la mancha y luego lanzó un enorme suspiro de alivio.
—¿Lo ve? —continuó Conrad, mientras terminaba su café—. No debemos permitirnos semejante agitación. Todo ha sido planeado con mucho cuidado y todo irá bien. Nuestros dos distinguidos invitados disfrutarán de un festín.
La señora Hill, no del todo recuperada de la conmoción de haber encontrado la mancha en el mantel, no fue capaz de más reacción que un débil asentimiento ante el consuelo de Conrad.
Conrad se puso de pie.
—Y ahora todos debemos seguir con nuestro trabajo. Solo recuerde, tómese las cosas con calma y no se agite demasiado. Esa es la regla.
La señora Hill volvió a asentir con la cabeza.
—Y si las cosas pequeñas salen mal, siempre recuerde: son pequeñas. Pueden solucionarse.
Todo estaba en orden para las dos en punto.
—Ahora estamos listos —sonrió la señora Hill.
—Sí, ¿lo ve? Le dije que todo estaría bien.
Conrad se dirigió al señor Hill, que reacomodaba las botellas sobre una gran bandeja. No parecía muy contento.
—Los invitados van a venir —le aseguró Conrad.
El señor Hill no dijo nada.
Estaban los tres en la cocina, tratando de no interponerse en el trabajo de Charles y de Paul.
—¿Tal vez —sugirió Conrad— a nuestros cocineros les gustaría tomar algo? Señor Hill…
El señor Hill preparó tres tragos, y luego uno para Conrad y otro para la señora Hill.
Para las dos y media el señor Hill lucía más desanimado que nunca.
—Sé que piensa que no van a venir —dijo Conrad—. Pero todavía queda media hora antes de que siquiera estén llegando tarde.
—Claro que vendrán —exclamó la señora Hill rápidamente—. Benjamin, no deberías ser tan p...

Índice

  1. Cubierta
  2. Sello
  3. Portada
  4. Índice
  5. Dedicatoria
  6. Epígrafe
  7. Primera parte
  8. Segunda parte
  9. Tercera parte
  10. Cuarta parte
  11. Quinta parte
  12. Sexta parte
  13. Epílogo
  14. Harry Kressing
  15. Copyright
  16. Otros e-books de La Bestia Equilátera