CARTAS
A C. N. Luxmoore
Oak Hill, Hampstead
7 de mayo de 1862
Querido Luxmoore:
En primer lugar muchas gracias por tu larga y refrescante carta, por la cual estoy agradecido aunque me haya demorado o más bien no haya podido responder antes. Antes de pasar a otros asuntos debo desalojar de tu mente esa idea increíble pero firmemente arraigada de que no deseo escribirte, como pareces haber pensado durante un tiempo y en ocasiones se delata en tus cartas a Karslake y a mí. Si pudiera mostrarte la primera página de una de tus cartas, escrita inmediatamente después de irte, creo que verías que todas tus elucubraciones son invención tuya, al constituir esa carta una telaraña de contradicciones. No te enviaré una «larga e insostenible defensa», como me aconsejas. No la necesito, los hechos hablan por sí mismos. Antes de responder a tus preguntas quisiera subrayar que hasta donde yo sé eres el primero que hizo de Pélides (es decir, el hijo de Peleo, o sea, Aquiles) un amigo de Orestes (el hijo de Agamenón). ¡Extraordinaria amistad! ¿Puede el helenista Luxmoore referirse a Pílades en lugar de este héroe fuera de su sitio? Sin embargo, preguntas si soy todavía un «sumiso miembro del club Elgin». Qué va, ya no soy de Elgin, soy alumno externo. ¡Imagínate! Pero así han salido las cosas. El pasado trimestre, mientras trabajaba en la exposición, pedí a Dyne una habitación en la que trabajar solo, explicándole la gran desventaja en la que me encontraba por comparación con mis rivales y, de hecho, con todo el sexteto (porque incluso los de Grove-Bank tienen su tranquila habitación de seis para acoger a solo tres), en este respecto. En realidad solo a mí se me obligaba a trabajar para la exposición y al mismo tiempo mantenerlo todo en orden, etc., en una habitación llena de ruido. Con buena disposición (aunque sin duda la señora Rich le paga por sus habitaciones y él no tiene derecho a hacer con ellas lo que le dé la gana) me concedió una de las habitaciones de la señora Rich, la sala de estar, pero entonces la señora Chapple me la cambió por el dormitorio. Dyne, sin que yo lo pidiera, añadió que se me encendiese la chimenea por la tarde, de modo que por un tiempo estuve muy cómodo y tranquilo. Hasta ahí estupendo, pero poco después casi me expulsan, me privan de la recomendación que permite presentarse a los exámenes de acceso y me degradan a lo más bajo por la mayor y más risible tontería, que ahora mismo sería larga de contar. Me echaron de esa habitación y tuve que pedir perdón seis veces para evitar que se infligieran los demás castigos. Tuve una discusión terrible con Dyne. Me sacó de mis casillas, le respondí muy tempestuoso y él me golpeó con su fusta. Sin embargo, Nesfield y la señora Chapple me devolvieron pronto mi habitación bajo su responsabilidad, arrepentidos, me parece, por su participación en la historia que había conducido a ese castigo. Poco después se descubrieron las cartas de Bord, pero afortunadamente se comprobó que yo no tenía nada que ver con ese asunto, aunque sí con el siguiente, cuando como un imbécil cogí una de las velas del piso de arriba una noche de domingo en la que alguien se había llevado las nuestras demasiado pronto, y me castigaron quitándome esa habitación durante una semana. Nesfield entonces me la ofreció personalmente como un favor, pero expresándolo de tal modo que no pude aceptar. Además, antes de que pudiera recuperar la habitación tuve una mala racha, con un resfriado y un accidente. Clarke, mi co-víctima, recibió varios azotes, se borró su nombre de la lista de confirmación y se le impuso una libra de castigo; yo me quedé sin mi habitación definitivamente, obligado a acostarme a las nueve y media hasta nueva orden y a trabajar solo en la sala de la escuela, ni siquiera en la biblioteca, y no puedo sentarme en un alféizar ni en una escalera a leer. Dyne había dicho varias veces que esperaba no ver mi nombre entre las mejores calificaciones de los exámenes finales, de modo que puedes suponer que cuando tomó estas medidas saqué mis propias concusiones. ¿Qué más? Llegué tarde un domingo. Fui ejemplar otros días, pero me tomé el domingo como «día de descanso» demasiado literalmente, en consecuencia la quinta vez, y al enterarse Dyne me mandó a la cama a las nueve y por tercera vez este trimestre me amenazó con la expulsión (…).
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A A. W. M. Baillie
Blunt House, Croydon
10 de septiembre de 1864
Querido Baillie:
Me han hecho llegar tu carta desde Hampstead. Acaba de llegar y estoy haciendo algo raro en mí: responder de inmediato. Acabo de terminar las Filípicas de Cicerón y me queda una hora antes de acostarme; nadie salvo Wharton podría empezar un libro a esa hora de la noche, de modo que estaba leyendo Enrique IV cuando llegó tu carta, una gran alegría.
El corresponsal no escribe su carta solo como respuesta a otra; tal vez responda a algunas preguntas, pero esa no es su única motivación. Por tanto, como regla general no es bueno ponerse a escribir cuando acabas de recibir una carta. Supongo que lo mejor es dejarla reposar un tiempo y responder al cabo de uno o dos días. No sé por qué digo todo esto.
¿Sabes? Me ha sucedido algo horrible. He empezado a cuestionar a Tennyson, siguiendo tus pasos. Es un gran argumentum, una gran prueba, el que nuestras mentes salten juntas aunque se trate de un salto en la oscuridad. No podría decirte cuánto me divierte, me consuela y me agrada, lo confieso, esta coincidencia. Primero, una breve explicación. Sabes que no desconfío de mi propio juicio tanto como tú, lo digo en alabanza de tu modestia. Por tanto, no creo estar chocheando al hacer esto, y te demostraré por qué. Creo (me temo que al decir esto doy por supuestas muchas cosas) que puedo mostrar, desde mi propio juicio, hasta dónde tenemos la razón ambos en esta cuestión y en qué sentido, si se me permite usar esta palabra, un fundamento más ilustrado puede contribuir a que admiremos más a Tennyson. He estado pensando en esto desde que leí Enoch Arden y otros poemas suyos, de modo que mis ideas están más elaboradas que si se me hubiesen ocurrido ahora, al responderte. Además Addis me empujó a reconsiderarlas, cosa que supone una gran diferencia.
Estoy pensando en un ensayo, quizá para el Hexameron, sobre algunas cuestiones de crítica de poesía, y en parte es en referencia a esto como he desarrollado mis ideas sobre Tennyson. Creo, pues, que el lenguaje de la poesía se puede dividir en tres tipos. El primero es el propiamente poético, el lenguaje de la inspiración (…).
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A E. H. Coleridge
Balliol College, Oxford
22 de enero de 1866
Querido Coleridge:
No te escribí para felicitarte por tu excelente ensayo, como tenía intención de hacer. Estuve sinceramente orgulloso de ti, como de antemano supe que lo estaría.
Desde que pasaste por aquí he pensado a menudo en lo que dijiste sobre el modo tan particular en que la doctrina del castigo eterno te parecía insostenible. Dijiste que eres consciente de que tu rechazo se debía al intento de ver las cosas de la eternidad como dependientes de algo tan trivial e inadecuado como lo es la vida. Entiendo tu punto de vista, pero me parece que la respuesta que te di entonces es inmediata: que de hecho hay que invertir el argumento, porque es inverosímil e intolerable que nada invierta lo trivial y corrija y haga justicia a la trivialidad de esta vida. Para mí toda esta trivialidad es una de las razones más poderosas para la creencia contraria y siempre está ahí, más o menos. Por supuesto, es también evidente que la creencia de la teología en la vida futura destruye la trivialidad en proporción a su intensidad. Desde luego, creo que las creencias poderosas hacen que las cosas ordinarias parezcan más ridículamente triviales que lo que parecerían sin ellas, pero esa trivialidad es algo a lo que uno mismo no pertenece y de la que uno quisiera rescatar a los demás. No obstante, la consecuencia es la misma que la que he señalado arriba, aunque he pensado en una idea que tal vez valga como algo más que una mera inversión de tu argumento. Creo que la trivialidad de la vida, y personalmente para cada uno de nosotros, ha...