1. Erasmo
Desiderius Erasmus van Rotterdam, el más célebre de los humanistas del Renacimiento, publicó en 1529 un tratado de pedagogía sobre la educación de los niños. Lo escribió en latín, única lengua digna de un público cultivado, según su autor. El título latino es De pueris instituendis. Será la primera obra de pedagogía utopista que analizaremos aquí.
Erasmo fue un sacerdote que nunca ejerció su ministerio, pero llevó una vida confortable de sabio y literato en varios países de Europa, mantenido por grandes personajes. Su experiencia pedagógica fue ocasional. Enseñó en tres fases de su vida: en primer lugar en Holanda, su patria, donde tras sus estudios dio lecciones de literatura; a continuación, como preceptor del príncipe Alejandro, hijo del rey Jaime III de Escocia; y finalmente en Inglaterra, donde la universidad de Cambridge le confió una cátedra de teología y otra de griego. Pero parece que estos tres periodos de profesorado fueron demasiado cortos. Pues fue más bien un consejero pedagógico de maestros que un maestro en contacto con alumnos. Este erudito, escribió Jean-Claude Margolin, su mejor comentarista, «se mantuvo a distancia de los alumnos», y prefirió escribir manuales de pedagogía y obras escolares a dedicarse a la enseñanza.
Pequeño opúsculo de cincuenta páginas, el De pueris forma parte, junto con algunas otras obras del mismo autor, de la muy abundante literatura pedagógica de principios del siglo XVI. En ciertas épocas, y esta fue una de ellas, todo pensador quiso repensar la educación. Otros teóricos pedagogos, contemporáneos de Erasmo, gozaron de gran renombre, como, por ejemplo, el español Juan Luis Vives con su De ratione studii publicado en 1525, o Guillaume Budé con su Estudio de las letras de 1527. Sus obras se parecen mucho a la de Erasmo e ilustran lo que podríamos llamar la pedagogía de los humanistas. Pero el que tiene mayor interés es el tratado de Erasmo porque desarrolla perfectamente, y sin la menor ambigüedad, la idea que se hicieron los humanistas del niño y de su instrucción.
Como fue costumbre en aquella época, un «argumento» precede al texto, expone el tema y resume la obra. Según dice el autor, no se preocupa de los jóvenes, sino de los niños pequeños. Y quiere demostrar sobre todo que conviene «formarles sin demora en el estudio de las bellas letras». Serán perfectamente capaces de dicho estudio e incluso aprenderán con placer si el maestro sabe «atraerles con sus caricias en vez de asustarles con su crueldad».
Pasando, pues, al texto, descubriremos que su resumen no da más que una idea imperfecta. El De pueris de Erasmo contiene mucho más de lo que anuncia su «argumento», pues en él se encuentra una concepción completamente nueva y sorprendente de la infancia y de su instrucción.
Sin la instrucción, explica el autor, el ser humano no existe. Habrá nacido, pero no existe hasta ese momento. Al nacer no es nada. «Cuando la naturaleza te da un hijo —escribió nuestro autor—, no te entrega otra cosa que una masa de carne sin desbastar». El ser humano no es como los demás seres vivientes. «Los árboles nacen árboles… los caballos nacen caballos; pero los hombres no nacen hombres, sino que se les hace». El texto latino dice homines finguntur. Una traducción más exacta sería «los hombres son modelados», o bien «son fabricados».
¿Y quién los «hace»? ¿Quién los «modela»? ¿Quién los «fabrica»? La instrucción. Es ella la que convierte a los niños pequeños en verdaderos seres humanos. Sin ella no tendríamos más que una masa material, y semejante criatura es «muy inferior a los animales». No se trata de una instrucción meramente elemental, ya que hay que formar al niño pequeño «en las letras y los principios de filosofía», pues, si no, seguiría siendo un monstruo. Erasmo escribe textualmente «monstruo». El ser humano razonable no se forma en el vientre de su madre, sino gracias a la instrucción. La mente no tiene forma en el momento del nacimiento. «Ningún osezno es tan informe como la mente del hombre al nacer». Sin instrucción es un desastre. Erasmo previene al padre: «Si no le das forma y le modelas con gran cuidado, no serás padre de un hombre, sino de un monstruo».
Pero es una suerte que el niño sea tan maleable. Su materia es «sumisa y totalmente obediente». Erasmo la compara a la cera y la arcilla, y el educador a un alfarero. Este modela al niño pequeño y hace de él un ser humano siempre que se dedique a ello sin tregua ni descanso. «¡Si te duermes —advirtió Erasmo— tendrás una bestia! Pero si perseveras, ¡lo que conseguirás será un dios!». Pero hay otra obligación: no esperar. El modelado del niño debe comenzar cuanto antes. «Trabaja la cera cuando está totalmente blanda, modela la arcilla cuanto todavía está húmeda». ¿Maleabilidad? Puede ser, pero el niño pequeño también tiene una gran capacidad para negarse. Y eso, evidentemente, no lo sabe nuestro gran humanista. ¿Cómo habría de saberlo si ni tuvo hijos ni enseñó jamás a niños pequeños, sino tan solo a jóvenes?
Tampoco vio nunca a niños incapaces de aplicarse al estudio. En su opinión, desde que el niño «comienza a hablar, es capaz de recibir una enseñanza literaria». Algunos «piensan que antes de los siete años hay que mantenerse alejados de los estudios». Se equivocan. Los niños tienen gran facilidad para las lenguas, sobre todo para el latín y el griego. Esta facilidad les viene de que tienen «memoria e imitación en un grado muy alto». Cuando nacieron estaban «amorfos», peores que los oseznos. Pero dos o tres años más tarde son capaces de aprender latín y griego. Indudablemente, el trabajo de modelado ha sido muy eficaz.
Pero hay que tener presente que, dado que estos niños son todavía muy pequeños y, por lo tanto, «todavía no pueden comprender todos los beneficios, todo el prestigio y todo el placer que sus estudios les procurarán en el futuro», hay que decirles que el trabajo es un juego. No es verdad, pero hay que engañarles. Fallenda est aetas illa, dijo el humanista: «A esta edad hay que engañarles». De todos modos, se les puede educar fácilmente divirtiéndoles. Cuando se les enseñe el alfabeto, por ejemplo, se les dará pasteles en forma de letras. ¡Ingenioso pedagogo, nuestro Erasmo!
Así pues, se comenzará con las lenguas lo más pronto posible. «La facilidad es tan grande a esta edad —escribió Erasmo–, que un joven alemán aprende el francés en pocos meses». Y con la misma facilidad aprenderá el griego y el latín. Tan pronto como comienzan a hablar, los niños pequeños saben la gramática y el vocabulario del griego y el latín. Si la gramática es necesaria, el vocabulario lo es todavía más. Si no conoce las palabras —asegura nuestro autor—, el niño no puede acceder al conocimiento de las cosas. Esta idea es antigua en Erasmo. En 1497, es decir, treinta y dos años antes del De pueris, escribió a un amigo:
Solamente podemos conocer las cosas mediante las palabras (por cosas —res— hay que entender tanto la realidad objetiva de las cosas, un pupitre, un caballo, una nube, como la idea o la noción de estas cosas). Quien no maneje bien el lenguaje será necesariamente miope, alucinado y delirante en sus juicios sobre las cosas.
En suma: si hemos comprendido bien, quien no sepa nombrar un objeto, no puede conocerlo de verdad. En una obra posterior titulada El método de los estudios (1512), Erasmo retomó el asunto: «Para empezar conviene adquirir el doble conocimiento de las cosas y las palabras, el de las palabras en primer lugar para acceder al más importante de las cosas». Su Educación de los niños (De pueris), de 1529, se inspirará en el mismo principio.
Las cosas, conocidas a través de las palabras; la instrucción, creadora del ser humano; la aptitud para las letras desde los tres años; todo ello es bastante extraño, pero las tendencias filosóficas del autor pueden explicarlo. Erasmo había estudiado en su juventud la filosofía escolástica, por la que había experimentado un profundo disgusto. Sin embargo, no rechazó la escolástica decadente del siglo XIV e incluso se adhirió al nominalismo de Guillermo de Ockham sin jamás citarlo. De este modo, la teoría por la que Erasmo confiere al lenguaje, como dice certeramente uno de sus comentadores, «un valor ontológico» y una «potencia creadora» (nombrar las cosas las hace existir) se inspira en la filosofía nominalista de Ockham. Esta idea es ajena a la filosofía aristotélico-tom...