La muerte de Cristo
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La muerte de Cristo

Meditaciones sobre la Semana Santa

Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)

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La muerte de Cristo

Meditaciones sobre la Semana Santa

Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)

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"Sí, Jesús ha muerto, ha "descendido" a la profundidad misteriosa a la que la muerte nos conduce. Ha marchado hacia la soledad más extrema, donde nadie nos puede acompañar. En efecto, "estar muerto" comporta ante todo la pérdida de la comunicación, una soledad en la que el amor ya no puede avanzar. En ese sentido, Cristo fue "al infierno", cuya esencia es justamente la privación del amor, la separación de Dios y de los hombres. Pero allí donde llega Él, el "infierno" deja de ser infierno, puesto que él mismo es la vida y el amor, puesto que él es el puente que une al hombre y a Dios y, por eso mismo, también a los hombres entre ellos. Así, el descenso es al mismo tiempo también transformación: ya no existe la última soledad".

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Información

Año
2013
ISBN
9788499208374
Edición
1
De dónde nacen
mis Meditaciones
sobre la Semana Santa
Han pasado más de treinta años desde que escribí mis «Meditaciones sobre la Semana Santa». Me brindó la ocasión una invitación de la Radio Bávara, la cual pretendía —con estos textos y con las oraciones que les dan término— contribuir a celebrar de un modo adecuado aquellos santos días. Por aquel entonces yo estaba preparando las clases de introducción al cristianismo que impartiría en la Universidad de Tubinga a estudiantes de todas las facultades durante el verano de 1967 y que fueron publicadas en forma de libro al año siguiente1. Tenía claro que la cristología debía constituir el núcleo de estas clases y que en ellas a la teología del misterio pascual le correspondía un puesto igual de central. Por tanto, esas reflexiones servirían también como preparación para las clases que tendría muy poco después. Por otra parte, aquéllas exigían salir del ámbito estrictamente científico: se trataba de llegar a comprender el mensaje cristiano en el momento presente y, por tanto, sobre la base de dicha comprensión, hacerlo comprensible a otros, incluidos a aquellos que están alejados. Así pues, todo esto asumía un carácter muy personal para mí. Me interrogaba sobre mi ser cristiano, sobre cuáles eran el fundamento y el itinerario.
El tema del Viernes Santo no puede dejar indiferente a ningún cristiano, más aún, a ningún hombre que busque con sinceridad el camino recto. ¿No es excepcional que un hombre aparentemente derrotado, muerto en el abandono y el sufrimiento más extremos, sea presentado como el redentor de todos los hombres? ¿Qué tiene que ver el dolor con la salvación, el sufrimiento con la felicidad? Me resultó inmediatamente claro que la cuestión de la relación entre amor y dolor coincidía con la cuestión esencial de la cruz y con la posterior cuestión, ligada a ésta, de cómo la existencia de otro, su pasión y su victoria, pueden determinar mi vida en lo más profundo y cambiarla. Pero aquí se trata de hablar sobre todo de las meditaciones sobre el Sábado Santo. Dado que nací un Sábado Santo, este día ha tenido siempre para mí un significado especial. En mis primeros años me resultaba importante sobre todo el hecho de que yo —y mis padres insistían en ello con un cierto orgullo— hubiera sido el primer bautizando en recibir el agua pascual recién bendecida. El hecho de nacer el Sábado Santo me había donado el privilegio de un bautismo ligado de un modo absolutamente evidente a la Pascua cristiana, de tal manera que la raíz íntima y el significado esencial del bautismo emergían con especial claridad. El mensaje del día en que vine al mundo tenía un vínculo particular con la liturgia de la Iglesia; y mi vida se había orientado desde el principio hacia este singular entretejido de oscuridad y de luz, de dolor y de esperanza, de ocultación y de presencia de Dios.
Por otra parte, hasta comienzos de los años cincuenta, cuando Pío XII emprendió la reforma de la Semana Santa, la figura litúrgica del Sábado Santo presentaba un doble aspecto. Las vidrieras de la iglesia se cubrían como signo de luto, pero ya por la mañana se celebraba la liturgia que culminaba en la representación simbólica de la resurrección con la elevación del cirio pascual y con el canto del himno a la luz. Supe muy pronto que en origen esta liturgia se celebraba en el alba del día de pascua, pero que posteriormente el comienzo se había adelantado a la noche del Sábado Santo a causa de los numerosos catecúmenos que durante esta celebración recibían el bautismo, el sacramento de la muerte y resurrección: si la elevación del cirio es un drama simbólico en el que el signo de la nueva luz representa la victoria sobre la muerte, el bautismo de muchas personas, con respecto al símbolo de la luz, se entendía como presencia real del misterio pascual. Quien lo recibía pasaba él mismo a través de la muerte y de la resurrección; desde aquel momento estaba unido con toda su vida al Resucitado, siendo así sustraído anticipadamente a la muerte por el hecho de mantenerse junto al Resucitado, que lo habría conducido a través de la noche de la muerte. En este drama litúrgico, junto al simbolismo de la luz, encontraba un espacio la simbología del agua, con un doble significado: el agua como amenaza a la vida, como potencia destructora, como elemento de muerte; y el agua como fuente de vida, condición para toda vida. Como ya he dicho, yo sabía que más tarde la celebración se había ido poco a poco adelantando hasta desarrollarse en la mañana del Sábado, pero siempre con una luz amortiguada: se trataba de una liturgia más bien «docta», en la que no participaban muchos fieles. Una vez acaba...

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