Conclusión. El sentido de la Odisea
«¿Qué quedará de lo que yo he amado?»
Sin lugar a dudas la literatura puede dar testimonio de lo que nuestros esfuerzos humanos desean alcanzar: no el cambio continuo, sino una vida salvada y para siempre. Es el milagro completamente terrenal que consigue la literatura: su victoria consiste en elevarse por encima de las modas y las reformas mediante obras cuya fuerza atemporal se debe a que manifiestan lo que permanece siempre presente, siempre actual.
Una de estas obras se remonta a los inicios de la conciencia occidental, y me ha acompañado durante todo el tiempo que he trabajado en esta meditación sobre la crisis que parece haber agotado a la civilización que precisamente la hizo nacer. Me refiero a la Odisea, atribuida a Homero, que se remonta al final del siglo VIII antes de Cristo. Este largo poema épico en griego antiguo fue compuesto justo después de la Ilíada, que contaba la guerra de Troya, un conflicto de diez años que terminó con la victoria de los aqueos. Uno entre ellos, Ulises, rey de Ítaca, tuvo un complicado viaje de regreso a su país. Poseidón, dios del mar y de los océanos, decide vengarse de él porque había golpeado y herido a sus hijos, y por eso lo lleva a enfrentarse con innumerables peligros, que tendrá que afrontar si quiere regresar a su casa. La Odisea nos narra este viaje: tras diez años de guerra y otros diez de andanzas y pruebas, solo él, entre toda su tripulación, conseguirá regresar…
Sin embargo, este largo viaje no se debe a que no logró encontrar un lugar adecuado en el que quedarse. Con toda su tripulación muerta, Ulises termina en la isla de la ninfa Calipso, que se enamora de él y lo retiene. Será necesaria la intervención de Zeus para que Calipso acepte dejar al héroe partir, no sin antes intentar convencerlo por última vez:
«¡Oh Laertíada, retoño de Zeus, Ulises mañero! ¿De verdad tienes prisa en partir al país de tus padres y volver a tu hogar? Marcha, pues, pese a todo en buen hora; mas si ver en tu mente pudieses los males que antes de encontrarte en tu patria te hará soportar el destino, seguirías a mi lado guardando conmigo estas casas, inmortal para siempre, por mucho que estés deseando ver de nuevo a la esposa en que piensas un día tras otro. Comparada con ella, de cierto, inferior no me hallo ni en presencia ni en cuerpo, que nunca mujeres mortales en belleza ni en talla igualarse han podido a las diosas».
¿Quién no cedería ante las ventajas de una diosa? ¿Y quién no aceptaría convertirse así en un dios? En el momento en el que se produce esta conversación Ulises hace ya diecisiete años que partió, y desde entonces no ha dejado de arriesgar la vida a cada instante y Calipso todavía le predice que habrá más pruebas antes de que pueda regresar a su patria. Entre correr tantos peligros con la esperanza de, tal vez, reencontrarse con su esposa mortal o convertirse en un dios casándose con una ninfa enamorada, el cálculo podría hacerse muy rápido… Pero la vida no es un cálculo: no se cambia un hogar por otro, y una esposa tampoco es intercambiable, aunque sea por una diosa. Lo que nos es único no puede ser reemplazado, y Ulises desea regresar a su hogar y encontrarse con su mujer.
«No lo lleves a mal, diosa augusta, que yo bien conozco cuán por bajo de ti la discreta Penélope queda a la vista en belleza y en noble estatura. Mi esposa es mujer y mortal, mientras que tú ni envejeces ni mueres. Mas con todo yo quiero, y es ansia de todos mis días, el llegar a mi casa y gozar de la luz del regres...