SEGUNDA PARTE: LA liberación y la soberanía del individuo
1948-2018: 70 años después, ha llegado el momento de hacer balance.
El sistema institucional de protección de los derechos humanos se ha desarrollado, tanto en Europa como en el seno de las Naciones Unidas. Se han instaurado numerosos mecanismos, pero pocos de ellos son efectivos. A decir verdad, no funcionan más que en los países de cultura occidental; aunque con la exclusión de los derechos sociales. En otros lugares siguen siendo un discurso cada vez más rechazado, como un residuo de la herencia colonial. Es también contra la «colonización ideológica de los más fuertes y de los más ricos», según palabras del papa Francisco, o contra el imperialismo cultural de un Occidente decadente contra el que se vuelven algunos países de la Europa central y oriental rechazando los derechos humanos, a pesar de haber soñado con ellos durante los decenios de plomo. Las críticas proceden asimismo de la Europa occidental, procedentes de las filas soberanistas y conservadoras. En Estrasburgo planea una nueva sombra sobre el futuro del Tribunal: a fuerza de elevarse, se ha convertido en blanco de las críticas.
¿En qué se han convertido los derechos humanos para que unos pueblos oprimidos durante mucho tiempo los desdeñen hasta el punto de ver en ellos una nueva opresión, un peligro mortal para su civilización? Se habrían convertido en un poder antidemocrático y en un disolvente de toda pertenencia familiar, religiosa, cultural y nacional, en una colección de falsos derechos individuales a la depravación y a la muerte. Hasta la Iglesia desconfía ahora de ellos, prosiguiendo con su antigua crítica. Por lo que se refiere a los musulmanes, los desprecian; peor aún, han redactado su propia Declaración de los Derechos Humanos en el Islam (1990) basada en la ley islámica, en la que se inspiró después la Liga de los Estados árabes para redactar en 2004 su propia Carta Árabe de Derechos Humanos. La Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) hizo lo mismo en 2012, adoptando una Declaración de Derechos Humanos de la ASEAN. Estas declaraciones particulares fueron criticadas por el Alto Comisariado para los Derechos Humanos de la ONU porque son, al menos en parte, contrarias a las normas de las Naciones Unidas. De hecho, los derechos humanos no han mantenido las promesas del personalismo. ¿Por qué lo habrían de hacer en otras partes, puesto que no había nadie que los obligara? El revestimiento personalista, que daba una cierta consistencia al hombre de los derechos humanos, se ha erosionado bajo la acción de las reivindicaciones, dejando reaparecer un ser desnudo, desencarnado.
A buen seguro, la cultura occidental ha acabado por salir vencedora sobre el colectivismo de las antiguas repúblicas soviéticas, pero, una vez roto el equilibrio de la Guerra Fría, los derechos humanos no han sido capaces de preservarnos de los excesos inversos del individualismo. Contracepción, aborto, divorcio, pornografía, eutanasia, homosexualidad, eugenismo: todas estas prácticas, ampliamente prohibidas en la posguerra, son ahora derechos, y su crítica, algo prohibido. Se ha producido una inversión completa después de 1948. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Es esta revolución una traición, un fraude? Podemos creerlo cuando vemos hoy a jueces que contradicen la intención declarada de los redactores de 1948. ¿Hay que acabar con el sistema de los derechos humanos, que no sería más que un vestigio ideológico de una época ya superada? Es lo que se oye cada vez con más frecuencia.
Ya no estamos en el mundo de posguerra. Después de los Gloriosos Treinta, han venido 1968, 1989 (la caída del comunismo), 2001 (el choque con el islam), 2007 (la crisis financiera mundial) y ahora la crisis migratoria. Por lo que respecta a la próxima crisis, podría ser muy bien la de las instancias europeas. La época confiada de la pareja Mitterrand-Kohl se nos presenta tan apacible como antediluviana. Un tiempo pasado.
Hemos entrado en una nueva época, situada mucho más allá de los derechos humanos de 1948. ¿Qué ha pasado? ¿Según qué lógica han evolucionado? Comprender la transformación de los derechos humanos es comprender la del hombre desde hace setenta años, y también esbozar el futuro. Y es que los derechos humanos no son más que el reflejo de la idea que la sociedad se hace del hombre. Los resortes y las vías de esta transformación es lo que vamos a descubrir juntos en esta segunda parte.
Lo fácil sería pretender una ruptura y pasar la página de los derechos humanos. Pero si queremos comprender al hombre de hoy y la vía por la que ha empezado a caminar de cara al futuro, es preciso buscar más a fondo. Aparece entonces que, a pesar de las apariencias, no ha habido ruptura fundamental en la lógica fundamental de los derechos humanos desde el siglo XVIII: esta sigue estando impulsada por la afirmación del primado de cada persona y de su protección contra toda la sociedad. Sin duda, hubiera sido ingenuo creer, en 1948, que el impulso suscitado por esta afirmación liberal pudiera estar contenido en una definición de la «persona». Este impulso no se detuvo ahí, derribó la antropología personalista y se propagó después, extendiendo cada vez más lejos el ámbito de la vida privada y reduciendo correlativamente el de la moralidad pública.
La inclinación al suicidio, a la homosexualidad, la aceptación del aborto, en pocas palabras, la tendencia al control de la vida, no ha cambiado fundamentalmente en mayor medida que los derechos humanos desde 1948. Lo que sí ha cambiado, sin embargo, es la capacidad de la sociedad para emitir un juicio moral sobre la vida privada de la gente. La sociedad occidental no se considera ya legitimada para imponer una concepción prescriptiva del hombre (la «persona»), sin duda porque, desde 1948, hemos acabado de perder el sentido del ser heredado del humanismo cristiano: ya no sabemos lo que es el hombre. Dios, al revelarse a los hombres, había revelado al mismo hombre a sí mismo. Ahora bien, sin esta revelación del hombre por Dios, estamos condenados a no conocernos ya más que de una manera subjetiva, sin el espejo de la alteridad divina. De esta suerte, la causa de la transformación de los derechos humanos que observamos hoy habría que buscarla menos en los mismos derechos humanos que en el rechazo del Dios creador y revelado. Esta secularización arrebata al hombre su identidad y su dignidad de criatura, de hijo, para darle la libertad indefinida de los huérfanos.
En el trasfondo del rechazo de Dios, existe un doble movimiento de afirmación de nuevos derechos individuales y de destrucción de la ontología personalista y cristiana: pero ambos movimientos no son más que uno, pues los nuevos derechos no apuntan más que a la adquisición del poder de liberarse de esta ontología. Se trata de la destrucción-liberación de una ontología que limita el poder de la persona sobre ella misma en nombre del respeto a la armonía de la creación y del hombre, del Cosmos. Así es como el poder de la persona sobre sí misma queda liberado rompiendo la armonía, introduciendo el conflicto en el ser.
Los nuevos derechos al aborto, a la eutanasia, a la homosexualidad o al eugenismo son todos ellos la expresión de este conflicto: se trata de derechos de la voluntad sobre el cuerpo, garantizan el ejercicio de un poder contra el cuerpo. A diferencia de la justicia, estos derechos, que son de un tipo nuevo, no apuntan a la equidad, sino al poder. Ponen en marcha, contra la ontología cristiana, la concepción dualista y materialista del hombre y derriban con ello el antiguo principio de la indisponibilidad del cuerpo humano que garantizaba la dignidad humana entendida como respeto de la unidad cuerpo-espíritu. Según este principio de la indisponibilidad, el consentimiento de una persona a su propia muerte o a la consumación de una práctica contra natura, como la esterilización o la homosexualidad, no permitía exonerar al autor de estos actos de su responsabilidad penal. En nuestros días, en Occidente, el origen de la dignidad humana se ha desplazado: ya no reside en la unidad armoniosa del cuerpo y del espíritu, sino en el dominio exclusivo del espíritu individual. El respeto de esta dignidad exige así el de su expresión mediante la libre voluntad individual. De ahí resulta que todo acto realizado sobre uno mismo es bueno porque ha sido querido libremente. Más todavía, el reconocimiento de la misma humanidad de un ser depende de que posea un espíritu: tal feto todavía no es humano, mientras que tal viejo o enfermo va perdiendo su humanidad a medida que pierde conciencia de sí mismo. Así es como el individualismo desencarnado de los materialistas sucede al humanismo cristiano. Cada nuevo derecho del espíritu contra el cuerpo es una victoria de Huxley contra Maritain, y una derrota de la persona frente a un desconocido.
La reducción de la persona a su voluntad no es, desde el punto de vista del individuo, una privación, sino una liberación de todo lo que no es ella, de lo que le preexiste y supone una traba para su realización integral, de sus límites; permite una egofanía. Al desprenderse de lo que le condiciona (el cuerpo, la familia, la sociedad, la religión), el espíritu manifiesta su trascendencia, es decir, su capacidad para elevarse y para dominar todo, como si se emancipara de la materia de la que emerge. El espíritu no añora más su cuerpo que la mariposa la oruga, o el asceta los bienes de este mundo. Esta amputación sería como una purificación que permite elevarse al espíritu; pero en la práctica, permite sobre todo maltratar el cuerpo.
Dado que la verdad del individuo sería integralmente interior, subjetiva, cada uno debe disponer de la posibilidad de decir él mismo quién es. Su identidad no podría ser reducida a su personalidad, cuyas características se perciben como apariencias exteriores y, por consiguiente, ilegítimas, ya sean sociales o físicas. La verdad del individuo no es lo que él es desde el punto de vista físico o lo que la sociedad dice de él, sino lo que dice él mismo: esta es la única «realidad» capaz de imponerse. El individualismo reduce la realidad tangible al rango de apariencia insignificante y al hacerlo reconoce a cada individuo el poder de significar lo que él es, a pesar y contra las apariencias. La reducción de la persona a su voluntad consiste...