En torno al problema de Dios
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En torno al problema de Dios

Xavier Zubiri

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En torno al problema de Dios

Xavier Zubiri

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Este ensayo clásico de Zubiri constituye una de las mejores introducciones a su filosofía. Publicado ahora por primera vez en edición separada, permitirá al lector apreciar en todo su valor la originaria formulación de la idea de religación, la cual constituye, a su vez, el inicio de la evolución intelectual del pensador vasco hacia esa metafísica de lo real que determina la plena madurez de su pensamiento.

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Información

Año
2016
ISBN
9788490553428
Edición
1
Categoría
Philosophy

EN TORNO AL PROBLEMA DE DIOS

I. INTRODUCCIÓN

La expresión «problema de Dios» es ambigua. Puede significar los problemas de toda suerte que la divinidad plantea al hombre. Pero puede significar también algo previo y más radical: ¿existe un problema de Dios para la filosofía? Voy a tratar de esto último; por tanto, no de Dios en sí mismo, sino de la posibilidad filosófica del problema de Dios.
La cuestión es sumamente antigua. La filosofía, en efecto, en todos los momentos importantes de su historia, ha tenido que habérselas con las pruebas de la existencia de Dios: argumento ontológico, las cinco célebres vías de Santo Tomás, argumento a simultaneo de Duns Scoto, etc. [27]. Frente a estos intentos de probar racionalmente la necesidad de la existencia de Dios no han faltado nunca en la filosofía quienes han tenido por insuficientes esas pruebas racionales, sea por no considerar concluyentes las pruebas alegadas de hecho, sea por rechazar a priori la posibilidad de toda demostración racional referente a la divinidad. Y, entonces, o bien se ha adoptado una actitud atea, o bien se ha estimado que el hombre posee un sentimiento de lo divino que oscila desde una bella religiosidad hasta las llamadas exigencias vitales, que le llevarían a creer en Dios a despecho de la incapacidad racional de conocerle.
Pero esta cuestión de la posibilidad de probar racionalmente la existencia de Dios no coincide formalmente con lo que he llamado problema de Dios. El problema surge más bien cuando se pone en claro el supuesto de toda «demostración», lo mismo que de toda «negación», o incluso de todo «sentimiento» de la existencia de Dios.
En este punto, la situación tiene una íntima analogía con la que se produjo en torno a la célebre cuestión de la existencia de un mundo «exterior». El idealismo ha negado la existencia de cosas reales, esto es, externas al sujeto e independientes de él. El hombre sería un ente encerrado en sí mismo, que no necesitaría para nada de una realidad exterior: si existiera ésta, seria incognoscible. El realismo, por el contrario, admite la existencia del mundo exterior, pero en virtud de un razonamiento, fundado sobre un «hecho» evidente: la interioridad del propio sujeto, y uno o varios principios racionales, asimismo evidentes: tal, por ejemplo, el principio de causalidad u otro semejante. No faltan quienes consideran que este realismo «crítico» es, no solamente insuficiente, sino más bien inútil, por no encontrar motivo bastante para dudar de la percepción «externa», la cual nos manifestaría con inmediata evidencia el «hecho» de que hay algo «externo» al hombre. Es el llamado realismo «ingenuo».
Ahora bien: estas tres actitudes envuelven un supuesto fundamental que les es común: la existencia o inexistencia del mundo exterior es un «hecho», o bien demostrado, o bien inmediato, o bien indemostrado, o bien indemostrable. Cualquiera que sea la actitud definitiva que se adopte, siempre se trata de un «hecho», de un factum. El idealismo y el realismo crítico tienen además otro supuesto: la existencia de un mundo «exterior» es algo «añadido» a la existencia del sujeto: «además» del sujeto existen las cosas. El sujeto es lo que es, en y para sí, y luego —tal es la opinión del realismo crítico— necesita echar mano de un mundo exterior para poder explicarse sus propias vicisitudes interiores. Así, pues, se supone:
1.º Que la existencia del mundo exterior es un «hecho».
2.º Que es un hecho «añadido» a los hechos de conciencia.
Estos dos supuestos son más que discutibles. ¿Es verdad que la existencia del mundo exterior sea algo «añadido»? ¿Es verdad que sea un simple hecho, todo lo inconcuso que se quiera, pero hecho al fin y al cabo? Esto retrotrae la cuestión a un plano ulterior: al análisis de la subjetividad misma del sujeto. Y se ha visto que el ser del sujeto consiste formalmente, en una de sus dimensiones, en estar «abierto» a las cosas. Entonces, no es que el sujeto exista y «además», haya cosas, sino que ser sujeto «consiste» en estar abierto a las cosas. La exterioridad del mundo no es un simple factum, sino la estructura ontológica formal del sujeto humano. En su virtud, podría haber cosas sin hombres, pero no hombres sin cosas, y ello, no por una especie de necesidad fundada en el principio de causalidad, ni tan siquiera por una especie de contradicción lógica, implicada en el concepto mismo del hombre, sino por algo más: porque sería una especie de contra-ser o contra-existencia humana. La existencia de un mundo exterior no es algo que le adviene al hombre desde fuera; al revés: le viene desde sí mismo. El idealismo había dicho algo parecido; pero, al hablar de «sí mismo» quería decir que las cosas exteriores son una posición del sujeto. No se trata de esto; el «sí mismo» no es un estar «encerrado» en sí, sino estar «abierto» a las cosas; lo que el sujeto «pone» con esta su «apertura» es precisamente la apertura y, por tanto, la «exterioridad», por la cual es posible que haya cosas «externas» al sujeto y «entren» (sit venia verbo) en él. Esta posición es el ser mismo del hombre. Sin cosas, pues, el hombre no sería nada. En esta su constitutiva nihilidad ontológica va implícita la realidad de las cosas. Sólo entonces tiene sentido preguntarse in individuo si cada cosa es o no es real.
La filosofía actual ha logrado, por lo menos, plantearse en estos términos el problema de la realidad de las cosas. No son ni «hechos» ni «añadidos», sino un constitutivum formale y, por tanto, un necessarium del ser humano en cuanto tal.
Pues bien: por lo que toca a Dios, no parece que la situación haya mejorado notablemente. Se parte del supuesto de que el hombre y las cosas son, por lo pronto, substantes y sustantivas; de suerte que, si hay Dios, lo habrá «además» de estas cosas substantes. Los unos apelan a una demostración racional; los otros, a un ciego sentimiento. Hay también quienes tienen la cosa por inútil y pretenden que es un «hecho» evidente, como todos los hechos (tal el ontologismo de Rosmini y el idealismo hegeliano); y como este hecho, que sería Dios, no puede «yuxtaponerse» a nada, esta actitud conduce, en último término, al panteísmo. Todas estas actitudes suponen:
1.º Que la sustantividad de las cosas exige que se demuestre que «además» de ellas existe un Dios.
2.º Que esta existencia es un factum (para los no ateos), por lo menos, quoad nos, desde nuestro punto de vista humano.
Decía quoad nos. Las demostraciones de la existencia de Dios distinguen, en efecto, cuidadosamente su existencia quoad se, esto es, por lo que afecta a Dios mismo, y quoad nos. La limitación de la razón humana trae como consecuencia esta necesaria distinción, en virtud de la cual todo conocimiento de Dios es forzosamente «indirecto». Pero en qué consista esta limitación y, sobre todo, cómo esta limitación (que, por serlo, es algo negativo) cobre sentido positivo para hacer posible y necesario el conocimiento mismo de Dios, es algo que casi nunca ha sido esclarecido con suficiente precisión. Los que no admiten este conocimiento ven en esta limitación la puerta abierta al sentimiento, a lo irracional. Parece entonces como si la cuestión previa fuera cuál sea el órganon primario para llegar a Dios: el conocimiento o el sentimiento.
Y esto es precisamente lo que, al igual que tratándose de la realidad del mundo exterior, hace surgir la sospecha de si aquellos dos supuestos son suficientemente exactos: ¿Es la existencia de Dios quoad nos tan sólo un factum? ¿Es el acceso a ella algo tan sólo necesariamente consecutivo al modo de ser de la razón humana? ¿No será, tal vez, quoad nos algo constitutivo suyo? ¿Son el conocimiento, o el sentimiento, o cualquier otra “facultad», el órganon para entrar en «relación» con Dios? ¿No será que no es asunto de ningún órganon, porque el ser mismo del hombre es constitutivamente un ser en Dios? ¿Qué significará entonces este «en»? ¿Qué sentido tiene, en tal caso, una demostración de la existencia de Dios? ¿Se ha hecho ociosa tal demostración o, por el contrario, se habrán mostrado precisamente entonces, de una manera rigurosa, las condiciones de la posibilidad y del carácter de esta demostración?
La cuestión acerca de Dios se retrotrae así a una cuestión acerca del hombre. Y la posibilidad filosófica del problema de Dios consistirá en descubrir la dimensión humana dentro de la cual esa cuestión ha de plantearse, mejor dicho, está ya planteada.

II. EXISTENCIA Y RELIGACIÓN: EL PROBLEMA DE DIOS

La existencia huma...

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