Del protestantismo a la Iglesia
  1. 524 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Descripción del libro

En las vísperas de la navidad de 1939, Louis Bouyer, pastor de la Iglesia Reformada de Francia, escribe a sus superiores solicitando la suspensión en el ministerio. Pocos días después, en el monasterio benedictino de Saint-Wandrille (Normandía, Francia), hace su profesión pública en la fe católica y es acogido en el seno de la Iglesia, recibiendo la confirmación por parte del arzobispo de Rouen. Era el 27 de diciembre de ese mismo año.Para explicar las razones que motivaron este paso, pasados quince años de estos acontecimientos, y siendo ya sacerdote católico y profesor de teología en la Universidad Católica de París, escribirá el presente libro, traducido ahora por primera vez al español.En Del protestantismo a la Iglesia, Louis Bouyer, integra genialmente la reflexión teológica rigurosa, la dimensión existencial y testimonial de la fe, el desafío ecuménico y la identidad profundamente católica. A lo largo de sus páginas expone detalladamente, y con la cordialidad y respeto de quien lo conoce desde dentro, los principios teológicos del protestantismo mostrando cómo las tesis positivas protestantes (sola gratia, soli Deo Gloria, sola Scriptura, sola fide) solo pueden cumplirse, como verdaderos impulsos de renovación y conversión, en la Iglesia Católica.

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Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788490553268
Edición
1

Capítulo II

LA SALVACIÓN GRATUITA

El principio realmente fundamental para el protestantismo, de acuerdo con lo que precede, es el de la salvación gratuita. Dicho de otra manera, la salvación no es obra (u obras) del hombre, es una gracia, un puro don de Dios, que solo la fe puede acoger.
Melanchton tenía razón al vincularlo con la autoridad soberana de las Sagradas Escrituras, pero sería ceder demasiado a una preocupación de lógica formal el estudiar este otro principio antes que el precedente. Es cierto, en efecto, que en su justificación teológica, la Reforma pondrá como base la autoridad de la Biblia y hará de la «sola gratia» una simple consecuencia de la docilidad a la Palabra divina; pero, no es menos cierto que fue la intuición religiosa de Lutero quien iluminó su lectura de la Biblia, como sigue ocurriendo aún entre los protestantes. No se comprenderá pues la fidelidad a la Palabra de Dios tal como ellos la entienden si no se profundiza primero en el sentido de «la salvación por la gracia», o de la «justificación por la fe».
Estas dos últimas expresiones, lo vemos todavía más después de lo que ya se ha dicho, no designan dos principios estrictamente hablando, sino un solo y único principio, considerado bajo su aspecto objetivo: el don de Dios, o subjetivo: la aprehensión de este don por el hombre. Esto no impide que estos dos aspectos sean distintos. Sin separarlos pues, será conveniente estudiarlos alternativamente. Es evidente que el primer aspecto, el aspecto objetivo, domina al segundo, y por tanto conviene que empecemos nuestro estudio por la salvación gratuita. El examen ulterior de lo que ha sido para el protestantismo esta fe por la cual la salvación debe ser alcanzada nos conducirá por otra parte a hacer frente a una tendencia notable, a través de toda la evolución del protestantismo, hacia una disyunción de los dos aspectos, hacia una separación efectiva de la «gracia» y de la «fe». Pero, al principio, estaban íntimamente unidas y ciertamente la gracia es quien da su contenido a la fe y no al contrario.

I.- Lutero y la «sola gratia»

Ante todo debemos examinar con mayor precisión en qué medida es justificable la afirmación protestante que hemos admitido provisionalmente: ¿Qué fundamenta la idea de que la intuición de base de Lutero sería la salvación gratuita, entendida como lo hemos visto?
La primera tarea que se nos impone, en efecto, es responder a esta pregunta, puesto que como dijimos al comienzo, católicos, librepensadores, protestantes liberales parecen más o menos de acuerdo en ver las cosas de otra manera y ponen en este lugar el libre examen o, de manera más general, el individualismo religioso.
Notemos que, incluso aceptando esta interpretación que no es la nuestra, es imposible escapar a la evidencia de que la sola gratia es un elemento no insignificante del credo luterano primitivo. Pero parece no verse en ello más que un sinónimo de la salvación sin las obras. Diciendo que estamos salvados por la gracia, solo por la gracia, Lutero habría querido decir sencillamente que las obras piadosas, cuya enseñanza tradicional tejía la vida del cristiano, eran inútiles o despreciables, incluso nocivas. Ahí estaría su intención más fundamental. A lo que se seguiría con el rechazo de estas cadenas, juzgadas aplastantes e inútiles, el rechazo de todo el organismo de opresión que las había forjado, la Iglesia. Así volvemos siempre a esta concepción caricaturesca que tenemos de la Reforma: un simple movimiento de liberación, —el individuo religioso escapa de la sociedad cristiana autoritaria.
¿De qué elementos disponemos para saber cómo sucedieron las cosas en el alma de Lutero en un primer momento? Sobre la evolución de su propia conciencia él mismo nos ha instruido generosamente. Pero buena parte de esos datos, haya sido sincero o no compartiéndolos, son recuerdos de su vejez o, al menos, de un hombre maduro, que comunica a su pasado la perspectiva que ha desarrollado en el tiempo. Los múltiples análisis que se han realizado a partir de estos materiales, afectados como están de un coeficiente interpretativo que no podemos determinar, han concluido en general por detectar en ellos la concepción preconcebida de los que lo realizaban. Sin infravalorar el valor de algunas de estas, en realidad, es imposible sacar nada de seguro.
Pero tenemos dos documentos sobre los cuales no hay lugar para esta vaguedad o imprecisión. No han estado dominados por ninguna preocupación ni apologética ni polémica. Se limitan a expresar con gusto, se podría decir, el estado espiritual de Lutero en el momento en el que los escribía. Este momento es aquel en el que las grandes convicciones por las cuales vivía habían comenzado a adquirir en él el máximo de fuerza y claridad.
Por otra parte, sin ninguna duda, los documentos que vamos a escrutar llevan la huella de su experiencia, inscrita en ellos no solo con viveza sino también con el mínimo posible de deformación. Esta autenticidad nos está garantizada por el fin que Lutero se proponía escribiéndolos y que es totalmente impersonal. El primero de esos textos es el Tratado de la libertad cristiana que no busca más que ofrecer un programa a aquellos que le siguen, siendo este ciertamente aquel que él mismo cree haber cumplido. Ahí podemos leer entre las líneas de un presente logrado con grandes esfuerzos, aquellas del pasado cuya crisis ha desentrañado el presente. Y ese pasado, no es el que Lutero podría contarnos sino el que nosotros atisbamos, pues precisamente, él no lo cuenta. Pero el presente presupone el pasado, así lo vemos nosotros, lo queramos o no.
El otro texto al cual recurriremos es el Gran Catecismo. Sabemos bien que ese libro es la obra de mayor interés para Lutero. Ciertamente se trata de una exposición de importancia capital para captar de un solo vistazo no tal o cual detalle de su pensamiento, sino el conjunto de su concepción final del cristianismo. Aquí, aún mejor que con el Tratado de la libertad cristiana, el género del catecismo, objetivo al máximo, garantizará la autenticidad de los matices que la fe que nos transmite ha revelado, como sin pretenderlo, expresándose con la más exigente sencillez.
¿Cómo pues el Tratado de la libertad cristiana nos presenta previamente las cosas? ¿Cuál es esta libertad del cristiano a la cual nos quiere invitar? El cristiano, nos dice, es liberado del yugo de la ley, donde Lutero ve, tal y como lo comprende san Pablo, el rasgo distintivo del Antiguo Testamento. Es liberado por la gracia, alma del Nuevo Testamento.
Pero, ¿de qué manera Lutero concibe esta oposición y la liberación que la sigue? Dejémosle la palabra:
… Es preciso saber que en la Sagrada Escritura hay dos clases de palabra: mandamientos o ley de Dios, y promesas y afirmaciones. Los mandamientos nos indican y ordenan toda clase de buenas obras, pero con eso no están ya cumplidas: porque enseñan rectamente, pero no auxilian; instruyen acerca de lo que es preciso hacer, pero no expenden la fuerza necesaria para realizarlo. O sea, los mandamientos han sido promulgados únicamente para que el hombre se convenza por ellos de la imposibilidad de obrar bien y aprenda a reconocerse y a desconfiar de sí mismo. Por esta razón llevan los mandamientos el nombre de Antiguo Testamento, y todos figuran en el mismo. Por ejemplo, el mandamiento que dice: «no codiciarás» (Ex 20,17) demuestra que todos somos pecadores y que no hay hombre libre de concupiscencia, aunque haga lo que quiera. Aquí aprende el hombre a no confiar en sí mismo y a buscar en otra parte el auxilio necesario para poder limpiarse de codicia y cumplir así el mandamiento con ayuda ajena, dado que el esfuerzo propio le es imposible. Con los demás mandamientos nos sucede lo mismo: no somos capaces de cumplirlos.
Una vez que el hombre haya visto y reconocido por los mandamientos su propia insuficiencia, lo acometerá el temor y pensará en cómo satisfacer las exigencias de la ley; ya que es menester cumplirla so pena de condenación; y se sentirá verdaderamente humillado y aniquilado, sin hallar en su interior nada con que llegar a ser bueno. Entonces es cuando la otra palabra se allega, la promesa y la afirmación divina y dice: ¿deseas cumplir los mandamientos y verte libre de la codicia malsana y del pecado como exigen los mandamientos? ¡Mira! ¡Cree en Cristo! En él te prometo gracia, justificación, paz y libertad plenas. Si crees ya posees, mas si no crees, nada tienes. Porque todo aquello que jamás conseguirás con las obras de los mandamientos —que son muchas, sin que ninguna valga— te será dado pronto y fácilmente por medio de la fe: que en la fe he puesto todas las cosas, de manera que quien tiene fe, todo lo tiene y será salvo; sin embargo, el que no tiene fe, nada poseerá. Son pues, las promesas de Dios las que cumplen lo que los mandamientos ordenan y dan lo que ellos exigen: esto sucede así para que todo sea de Dios; el mandamiento y el cumplimiento. Solo Dios ordena y solo Dios cumple. Esta es la razón por la cual las promesas de Dios son la Palabra del Nuevo Testamento y están comprendidas en el mismo1.
Vale la pena pensar cada uno de los términos de este texto.
En cuanto a su objeto, señalamos: este texto, estamos seguros, nos conduce derechos al fondo de las convicciones de Lutero sobre lo que resume la enseñanza escriturística, y más precisamente lo que el Nuevo Testamento ha podido aportar como definitivamente nuevo. La liberación que cree haber encontrado, que describe aquí y por la cual, a sus ojos, el cristianismo es presentado en su esencia, es la finalidad consciente de la Reforma. Por otra parte, los términos son de una tal claridad que no deja lugar a duda, ni a falsas interpretaciones. Añadimos que esto es particularmente interesante porque a cada paso del pensamiento las fórmulas negativas en las que se resumen comúnmente la interpretación de la «sola gratia» deberían aflorar, si esta interpretación fuera la más profunda y la más verdadera. Pero, aunque esperamos esto, son contrariamente las más positivas afirmaciones las que surgen.
Tras su descripción tan viva de esta impotencia que la ley hace experimentar al hombre dejado a sus propias fuerzas, y su declaración de que esta ley es el Antiguo Testamento, ¿no va a parecerle a Lutero el Nuevo, fundado sobre la fe, una dispensa de obligaciones convertidas en caducas para el creyente? Se podría imaginar esto, si no se hubiera dado tanta importancia al inciso en el que nos dice que de esta ley «ni una i será borrada». Pero nada más ser introducidas las promesas del Nuevo Testamento, opuestas a los preceptos del Antiguo, la primera frase para precisarlas comienza así: «Si quieres cumplir la ley y superar la concupiscencia cree en Jesucristo…»
¿Podría objetar alguien, sin embargo, incluso después de esto, y decir que la fe va sencillamente a apaciguar los escrúpulos de aquel que, para retomar los términos de Lutero, «quiere cumplir la ley y superar la concupiscencia» no haciéndole capaz de ello, sino dispensándole? ¿Se podría sostener que es en este sentido como hay que tomar las palabras siguientes: «lo que es imposible a las obras de la ley, tan numerosas y por lo tanto tan vanas, es fácil a la fe, pues a ella el Padre lo concede todo»? Veamos pues si lo que sigue precisa cuál es el don concedido a la fe. ¿Qué encontramos? Esto: «la promesa da pues lo que el precepto reclama, ella cumple lo que la ley ordena». Viene entonces esta palabra que resume mejor que lo que nosotros habríamos podido hacer los pensamientos expuestos en nuestro capítulo precedente: «el precepto y su cumplimiento viene de Dios solo, y aquel que ordena es al mismo tiempo el que lo cumple».
Del Gran Catecismo igualmente nos contentaremos con citar un texto, pero central y ¡de qué peso! Se encuentra al principio de la segunda parte que es el comentario al símbolo apostólico, y se propone expresamente articular este sobre la primera parte. Ahora bien, la primera tenía como objeto el decálogo. Así podemos esperar las fórmulas más decisivas en la concepción que Lutero tiene de la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre la ley y la justificación por la fe, por la sola gracia. En efecto, he aquí sus fórmulas:
Hemos oído hasta ahora solo la primera parte de la doctrina cristiana y ya vimos todo lo que Dios quiere que hagamos y dejemos. Sigue ahora, como debe ser, el Credo, que nos presenta todo lo que debemos esperar y recibir de Dios y, para decirlo brevemente, para que aprendamos a conocerlo enteramente2.
Y he aquí sin transición la definición capital de la salvación por la fe.
Dicho conocimiento, añade Lutero, nos ha de servir para ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Título
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Prólogo de Mons. Adolfo González Montes
  6. Carta- Prefacio del R. P. G. de Broglie
  7. Prefacio
  8. Capítulo Primero: Los principios positivos de la Reforma
  9. Capítulo II: La salvación gratuita
  10. Capítulo III: La soberanía de Dios
  11. Capítulo IV: Soli Deo gloria: ¿principio de oposición o de reconciliación?
  12. Capítulo V: Justificación por la fe y religión personal
  13. Capítulo VI: La autoridad soberana de las Sagradas Escrituras
  14. Capítulo VII: Los elementos negativos de la Reforma
  15. Capítulo VIII: La agonía de los principios positivos en el sistema negativo de la Reforma
  16. Capítulo IX: Los «revivals» protestantes: los principios positivos de la Reforma que rompen su cascarón negativo
  17. Capítulo X: La Iglesia católica necesaria para el desarrollo de los principios positivos de la Reforma
  18. Conclusión: El movimiento protestante, las «iglesias» protestantes y la única Iglesia
  19. Apéndice. Nota del R. P. G. de Broglie sobre la Primacía del argumento de la Escritura en teología