La mujer de Guatemala
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La mujer de Guatemala

  1. 288 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

En La mujer de Guatemala V.S. Pritchett parece registrar los hechos con la distancia necesaria. Es raro que los detalles queden tan claros en nuestra memoria, pero sin duda se trata de un recurso casi mágico que permite acercarse, rodear el objeto, redefinir su contorno y ubicación en el museo momentáneo del relato, donde no hay recuerdos inofensivos.

Como detecta Martin Amis: "Pritchett ha estado siempre en término de fructífera complicidad con el mundo doméstico e inanimado". Tiene la misma certeza para presentar un personaje que un lugar, y ambos son, mientras el relato dura, los protagonistas ideales de la fábula, nuestros aliados, nuestros guías.


Una historia sobre la insistencia de una mujer de Guatemala desnuda tanto los grados de patronazgo y dominación inglesa como un tratado sociológico. Prichett se niega incluso a la arrogancia de admitirlo. Estos relatos nuevos, otras historias que revelan siempre una conducta de narrador único, ejemplar, insustituible, revelan también a los lectores de lengua castellana la existencia de ese ojo y esa percepción sin precedentes, exquisita e inagotable.

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Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9789871739790
Categoría
Literatura

LA HIGUERA

CONTROLÉ LOS INVERNADEROS, VERIFIQUÉ QUE LAS CANILLAS DE LAS MANGUERAS ESTUVIERAN CERRADAS, alimenté al alsaciano, y luego coloqué la tranca en la puerta principal del vivero y salí por la puerta lateral para ir a mi casa. Mientras me cambiaba la ropa de trabajo, miraba las hileras de plantines verdes recién clasificados. Era un verdadero placer observar una población tan ordenada de seres que crecían y luchaban por la vida… y más asombroso era pensar que, veinte años atrás, la visión de algo que implicaba tanto esfuerzo me habría provocado hastío.
Mientras me secaba vi que la gorra de baño de Sally había quedado colgada en la pared de la ducha y la llevé al ropero del dormitorio; después, una media hora más tarde, pasé a buscar a mamá por su hotel y la llevé a la casa de Duggie y Sally, donde estábamos invitados a comer. Supuse que mamá había visto la gorra de baño de Sally porque cuando pasamos frente al zoológico dijo:
—Ojalá te volvieras a casar y sentaras cabeza.
—La peste del olmo holandés —respondí, señalando las cruces en uno de los dos árboles del parque.
El zoológico es mi hito personal cuando voy a casa de Duggie y Sally: todo vestigio de vergüenza que pueda sentir se vuelve irrelevante al pasar por allí.
—Tu padre se preocupa por ti —dijo mamá.
Mamá no está “fallando”. Está orillando los ochenta y Papá murió en la guerra hace treinta años; pero vuelve a la vida de manera azarosa, como si el tiempo fuera circular para ella. Papá parece afantasmar y sembrar la única culpa importante que tengo: tener tan pocos recuerdos de él. Duggie le dijo una o dos veces a Sally que, aunque tengo cuarenta y pocos años, todavía hay en mí señales de la falta de una disciplina paterna. Duggie, que es un hombre especulativo, atribuye el encanecimiento temprano de mi cabello a esa razón. Es claro, dice, que fui un hijo tardío, probablemente de baja vitalidad.
Varias veces durante esa semana que estuvo de visita llevé a mamá a recorrer las tiendas que le gustan en Londres. Tiene piernas flacas pero camina rápido, y si la edad le robó altura al infligirle esa pequeña joroba en los hombros, cabe mencionar que ese atributo realza su aspecto sagaz y ávido. Mamá fue descortés como de costumbre con las vendedoras de las tiendas, que sin embargo parecían admirar su rudeza, quizás porque les recordaba lo que habían oído decir acerca de “los buenos tiempos pasados”. Y además se vestía con gusto, su maquillaje era delicado, y aunque su piel había envejecido era suave como la seda; su nariz era joven, sus ojos nítidos como las violetas. Era una semana calurosa, pero ella siempre estaba fresca y levemente perfumada.
—No tan calurosa como en El Cairo cuando tu padre estaba vivo —dijo con su voz varonil.
El Tiempo fue restaurado: papá había vuelto a su tumba.
Después de haber sido destruido por las bombas durante la guerra, el rincón victoriano de Londres donde viven Duggie y Sally se fue “para arriba”. Otrora un barrio de monoambientes, ahora las pequeñas casas son caras y sus plantas están bien podadas; enormes plátanos, sicomoros de crecimiento rápido y viejos manzanos y perales que dan frutos incomibles atestan los grandes jardines. Era para ver el jardín y encontrarse con Duggie, quien había regresado de Bruselas en uno de sus viajes mensuales, para lo que mamá había venido en realidad: cuando está en el campo, es una jardinera infatigable. Lo mismo que Sally, que nos abrió la puerta. Una de las reglas tácitas entre Sally y yo es que no nos besamos cuando voy a su casa; sus ojos reflejaron una cortesía gélida (y sin mostrar su acostumbrado temblor en las pupilas) cuando le dio la mano a mi madre. Se había atado el cabello rubio tirante.
—Duggie está en el jardín —le dijo Sally a mamá, y se quejó de los escalones que conducían al jardín desde la galería—. Estos escalones que puso mi marido son muy inestables… permítame ayudarla.
—Me acostumbré a las escalerillas yendo a Egipto —dijo mamá con su voz de mujer experimentada—. Siempre íbamos en barco, claro. Pero qué jardín tan encantador.
—Es muy salvaje —dijo Sally—. Antes había césped aquí. No era bueno, así que lo sacamos.
—Nadie puede darse el lujo de un buen césped hoy en día —dijo mi madre—. Nosotros tenemos tres. Pero yo creo que es muchísimo mejor dejar que la naturaleza siga su curso.
El jardín de Duggie y Sally es un jardín bien pensado, de tipo romántico; la mitad es una caverna verde bajo los grandes árboles, donde el sol todavía titila sobre las ramas más altas. Uno se abre paso bajo desprolijos rosales trepadores; hay un primer plano, dependiendo de la estación, de margaritas exuberantes, plantas de tabaco, dalias, iris, lirios, helechos: un jardín de volúmenes imaginarios, salvajes. Avanzábamos lentamente porque mamá se detenía a dar lecciones de botánica, hasta que por fin llegamos a un amplio círculo pavimentado y guarecido bajo la sombra de una robusta higuera. Duggie estaba parado al lado de las sillas con un trago en la mano, esperándonos. Le acercó una silla a mamá.
—No, quiero ver todo primero —dijo mamá—. Pero qué magnolia tan bonita y tan pequeña.
Me alegró que la notara.
Hubo otro recorrido por las plantas que “se dan bien a la sombra”.
—Mi querido Polygonatum —dijo afablemente mi madre, como si la planta fuera una persona. Uno o dos pájaros cruzaron con vuelo rápido hacia otros jardines para llevar la noticia… y entonces volvimos a las sillas prolijamente distribuidas en el círculo pavimentado. Duggie nos sirvió unos tragos, que nos entregó con esa leve inclinación de cabeza que es típica de los hombres altos. El de Duggie es un tipo de cuerpo lánguido pero bien proporcionado, y él, un tipo de carácter distante que se acerca a los sesenta; su bigote gris llovido es afable… Y yo describiría como “honorable” la ancha franja de calvicie quemada por el sol que surca su cabeza. Tiene la nariz un poco regordeta, lo cual le otorga un aire caballeresco de viejo mayordomo de club o, más bien, de no ser un individuo sino todo un club, que emite opiniones sobre esto o aquello. De ese club emerge a veces su cara más íntima: cara que suele adoptar repentinamente una mirada vacua cuando está pronunciando alguna de sus largas frases. Es la mirada de un hombre en brevísimo estado de shock al descubrirse suspendido sobre un agujero que acaba de abrirse bajo sus pies. Duggie debe viajar muy seguido por razones de trabajo y también tiene esa mirada típica del inglés en el extranjero cuando ve a otro inglés a quien no puede ubicar del todo. Al no poder meter un bocadillo en la charla de las dos mujeres, fijó su mirada en mí:
—No lo vi la última vez que estuve en casa —dijo.
Una vez más: obedezco a mi propia regla que me impide ir a su casa a menos que él esté allí.
—¿Cómo anda del pecho?
Tosí un poco y él me miró con mirada dominante. Le gusta preocuparse por mi salud.
—Lo mejor que hizo su tío por usted fue sacarlo de la ciudad. Necesitaba una vida al aire libre.
Duggie, que tuvo que abrirse paso solo, me admira por haber tenido un tío rico.
¿O pretendía acicatearme? No creo. Siempre tenemos esta conversación: él es un hombre que nació para repetirse… otra señal de honorabilidad.
Duggie se enorgullece de tener un conocimiento posesivo de mi carrera. Con frecuencia le dice a Sally: “Tendría que engordar un poco… Con el pelo blanco a su edad… ¿Pero qué se puede esperar? Con esas bandas de jazz en París y Londres, con todos los bares de Chelsea que frecuentaba, con los delirios literarios que se le metieron en la cabeza, con el banco ese al que se metió a trabajar después… Hizo tantas tonterías por el estilo… —Y agrega—: Un nene de mamá… casarse con una mujer doce años mayor que él. Es una lástima que ella se haya muerto —dice—. Debe haberlo afectado en algo… el colapso, un año en el sanatorio, probablemente jugaba y apostaba. Sin embargo, en el vivero se ha rehabilitado. Es sintomático, por supuesto, que la mayoría de las empleadas sean chicas jóvenes”.
—Marcha bien —dijo en tono confidencial y voz sonora, asintiendo hacia la higuera que prodigaba su sombra junto a la pared sur, muy cerca de donde estábamos nosotros.
—Es un árbol adorable —dijo mamá—. ¿Este da higos? Mi esposo solo come higos frescos recién sacados del árbol.
—Tiene uno o dos higos pequeños. Pero se ponen amarillos y caen en junio —dijo Sally.
—Lo que necesita —dijo Dug...

Índice

  1. Cubierta
  2. Sello
  3. Portada
  4. Índice
  5. El buzo
  6. Al borde del acantilado
  7. La mujer de Guatemala
  8. Una viuda descuidada
  9. Un viaje a la costa marítima
  10. La carretilla
  11. Una chica maravillosa
  12. La higuera
  13. Cocky Olly
  14. V.S. Pritchett
  15. Copyright
  16. Otros e-books de La Bestia Equilátera