1
Las relaciones de apego
al principio de la vida
La teoría del apego da sus primeros pasos en 1944. Esta fecha marca la publicación de un texto que John Bowlby firma tras su experiencia profesional en un hogar para chicos «difíciles» (Bowlby, 1944). En este contexto, Bowlby observa y atiende a jóvenes con problemas de comportamiento antisocial. Bowlby se percata de que una parte importante de la psicopatología de estos chicos parece responder a la ruptura temprana de la relación con sus madres. Esta primera impresión será el origen de una premisa que atravesará el resto de sus trabajos: para Bowlby, la relación temprana entre un niño y aquel adulto que ejerce de cuidador primario marca el futuro desarrollo de la persona. En esta relación, se instalan los cimientos afectivos y sociales sobre los que se construirán la personalidad del individuo, su futura salud mental y, muy especialmente, sus capacidades para establecer nuevas relaciones seguras a lo largo de la adultez. ¿Qué caracteriza a estas relaciones afectivas tempranas, tan decisivas para el desarrollo?
1.1. ¿Qué son y en qué consisten las relaciones de apego tempranas?
1.1.1. La relación como necesidad básica
En lo esencial, el apego consiste en lo siguiente: el bebé, desde que nace, busca una conexión estable y segura con una persona capaz de protegerlo. Una de las primeras evidencias sobre la que Bowlby construye esta premisa es el patrón de respuestas que aparece en el niño cuando sus adultos de referencia se alejan: el niño protesta enérgicamente para lograr la vuelta de la madre. Si tiene éxito, la protesta cesa. Si, por el contrario, la separación con respecto a la madre se extiende por períodos prolongados de tiempo o se hace crónica, la protesta puede evolucionar hacia la desesperación y el desapego (cuadros infantiles que recuerdan mucho a la depresión adulta). La madre, concluye Bowlby, es fundamental para el niño.
El bebé, desde que nace, busca una conexión estable y segura con una persona capaz de protegerlo
Para la mayoría de los predecesores de Bowlby, la madre es importante porque funciona como «instrumento» mediante el cual el niño obtiene satisfacción a algunas necesidades biológicas básicas (tales como la alimentación). Bowlby, por el contrario, defiende que la relación afectiva con la madre constituye una necesidad de por sí, una necesidad biológica básica, al mismo nivel que las demás. Esta propuesta viene a sumarse a las intuiciones y planteamientos de autores anteriores que habían comenzado a defender la importancia de la dimensión afectiva de la relación madre-hijo, más allá de sus aspectos puramente instintivos o fisiológicos.
Durante miles de años de evolución humana, estar próximo a un adulto capaz de cuidar y proteger ha sido una tendencia muy útil de cara a la supervivencia del niño. Los niños apegados a un adulto han tenido más probabilidades de sobrevivir frente a los depredadores, las tribus enemigas, la posibilidad de perderse en territorios no conocidos, etc. Las presiones ejercidas por el medio en que se desarrolló nuestra especie durante miles de años influyeron en que el apego apareciera y se consolidara como una herramienta fundamental para adaptarnos a un mundo peligroso.
A pesar de su relativa inmadurez, el bebé humano dispone de una serie de capacidades para buscar, establecer y mantener relaciones con figuras que pueden cuidarlo y protegerlo. El llanto, la sonrisa, los gorjeos, los movimientos de las extremidades e incluso algunos de sus rasgos fisionómicos (Hrdy, 2009), ayudan al bebé a asegurarse la disponibilidad y el cuidado de una serie de adultos, de entre los cuales los padres biológicos suelen mostrar una especial tendencia a verse eficazmente convocados a esta vinculación. Hablamos del sistema de apego para designar el conjunto de tendencias y recursos que el niño despliega para lograr ese objetivo esencial: la proximidad del cuidador.
Este sistema se activa y desactiva según una lógica semejante a la de un termostato (Cassidy, 2016). El niño mide la proximidad de su cuidador; cuando éste se separa de él, el sistema de apego se activa, y se inician las respuestas típicas frente a la separación (entre las cuales, como señalábamos antes, está la protesta). Cuando se recupera la proximidad en un grado suficiente, el sistema de apego vuelve a desactivarse. Además de la distancia física respecto al cuidador, hay otros factores que ponen en marcha la búsqueda de proximidad. Entre ellos, destacan la aparición de algo que provoque miedo o confusión en el niño (un extraño, por ejemplo), o cualquier otra forma de desregulación que el niño pequeño no puede gestionar por sí mismo: el dolor, la enfermedad, el cansancio o la incertidumbre, entre otros.
Existe un último activador del apego, más sutil. Aunque frecuentemente pasa inadvertido, puede tener una profunda incidencia sobre la seguridad del niño. La distancia del cuidador no siempre es de carácter físico. El padre puede estar objetivamente cerca y, al mismo tiempo, psicológicamente lejos. Observamos esto cuando los padres están distraídos o cuando, a pesar de sus intentos por hacerse presentes y disponibles, se hallan invadidos por la preocupación, la tristeza o el embotamiento emocional. Para el niño, esto puede ser un indicador de peligro tanto o más relevante que el alejamiento corporal del cuidador o la aparición de algún estímulo amenazante o extraño. Frente a esto, el niño emitirá señales de protesta, tratará de recuperar la presencia afectiva de su cuidador o de «reanimarlo» (Stern, 1995).
1.1.2. Dos sistemas en interacción: apego y exploración
El sistema de apego no es el único que gobierna el funcionamiento infantil. Otro importante conjunto de necesidades y tendencias, estrechamente ligado al apego, se gestiona en el seno de las relaciones tempranas con los cuidadores: el sistema de exploración. Además de proximidad y cuidados, el niño necesita establecer distancia con respecto a sus cuidadores para descubrir el mundo, obtener estimulación y desarrollar sus capacidades. Desde muy temprano, los bebés y los niños pequeños se ven movidos por la curiosidad y cierta búsqueda de autonomía, la cual aumenta conforme el niño crece. Lo vemos, por ejemplo, en los parques: seguro de que su madre lo observa desde el banco, el niño se aleja para jugar sobre la hierba, descubrir el funcionamiento de un columpio o interactuar con otros niños.
Además de proximidad y cuidados, el niño necesita establecer distancia con respecto a sus cuidadores para descubrir el mundo, obtener estimulación y desarrollar sus capacidades
Existe una relación inversa entre ambos sistemas: cuando el apego se pone en marcha, la exploración se desactiva, y viceversa. Así, si al niño del parque se le presenta algo atemorizante o nuevo (un perro, por ejemplo), interrumpirá su exploración y volverá la vista hacia su madre, buscándola. Quizás llorará, o alzará los brazos: el sistema de exploración se ha desactivado, para dar paso al sistema de apego. Igualmente, el descubrimiento de algo interesante puede hacer que el niño, confortablemente envuelto por los brazos de su madre, decida separarse temporalmente para explorar eso que tanta fascinación le produce: el sistema de apego se ha desactivado, y cede el paso al sistema de exploración. Los cambios de un sistema a otro pueden ser rápidos. En el ejemplo del parque, cuando la madre se acerca a su hijo y con un tono de voz sereno lo insta a acariciar al perro, el niño se calma rápidamente y su tendencia a explorar vuelve a ponerse en marcha.
El niño muestra así dos formas básicas de estar en relación. Para cada una de ellas, el cuidador cumple funciones distintas.
La función primordial que ejerce el cuidador frente al sistema de apego es la de ser refugio seguro. Esta función incluye comportamientos tales como establecer contacto físico, consolar, explicar lo que sucede, dar cariño o protección. Entre las respuestas al sistema de apego se incluye también la capacidad del cuidador para hacerse cargo de las emociones caóticas y difíciles que el niño no puede regular por sí mismo.
Por otra parte, frente al sistema de exploración, la función primordial del cuidador es la de ser base segura. Esta función comprende comportamientos tales como invitar al niño a que juegue, dar instrucciones para guiar la exploración, supervisarla a distancia o celebrar con el niño sus logros. Muchas veces, las respuestas que aportan seguridad frente a este sistema no se limitan al respeto por la autonomía del niño para explorar, sino que incluyen también la disposición del cuidador para acompañar en la exploración (por ejemplo, descubriendo junto al niño un objeto nuevo, o jugando con él), o para mantenerse disponible y «cubrir las espaldas» del niño mientras éste explora.
El programa Círculo de Seguridad (Circle of Security, Powell, Cooper, Hoffman y Marvin, 2014), nos ofrece una metáfora sencilla y tremendamente útil que usamos en Primera Alianza para representar cada una de estas dos funciones: la de las manos. De un lado, el cuidador muestra una mano que empuja a la exploración, invita al niño a separarse y disfrutar de la autonomía, mientras protege a distancia y se mantiene disponible para ofrecer ayuda. Del otro lado, el cuidador presenta una mano que acoge de vuelta al niño cuando éste se halla en una situación de desequilibrio o malestar, y puede contener las emociones difíciles.
Ambos sistemas se influyen mutuamente, se complementan y pueden potenciarse. La capacidad del niño para desarrollar secuencias de exploración con confianza y autonomía depende de su sentimiento de seguridad respecto a la presencia y disponibilidad del cuidador, es decir, del apego. Antes de ponerse a explorar, el niño no sólo evalúa las características del entorno (¿hay estímulos interesantes que puedo descubrir?) sino que, fundamentalmente, mide la disponibilidad de su cuidador (¿estará mi cuidador disponible si, en el curso de mi exploración, lo necesito?). Con frecuencia, la respuesta a esta pregunta proviene de claves no verbales, como la expresión facial del cuidador o su tono de voz. Con estos datos, el niño evalúa si su figura de apego está tranquila o nerviosa, atenta o distante, ilusionada por su exploración o resentida frente a que el niño se separe y se diferencie. Tras este análisis, el niño se permite (o no) desplegar sus tendencias a la exploración. Algo semejante sucede a la inversa. La aceptación y el apoyo experimentados por el niño cuando explora, dejan un sustrato de confianza (en sí mismo y en el cuidador) que, durante las dinámicas de apego, le permitirán calmarse o regularse con más rapidez.
Con el crecimiento, las señales que despliega el niño para comunicar a sus cuidadores lo que necesita van haciéndose más ricas y flexibles. El llanto de los primeros años puede ir siendo sustituido por la movilización del niño hacia la madre (ahora que puede gatear o caminar) o por una petición verbal directa (ahora que maneja el lenguaje). Estos cambios en la forma de relacionarse del niño no dependen sólo de su maduración. Muy especialmente, el niño moldea sus interacciones con los padres en función de lo que aprende a esperar de ellos. La primera en investigar los modos diversos de funcionamiento relacional en los niños fue una investigadora americana, discípula de John Bowlby, llamada Mary Ainsworth.
El niño moldea sus interacciones con los padres en función de lo que ap...