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El sujeto en el feminismo
Rector Magnificus, estimados colegas, damas y caballeros:
Sería por cierto históricamente falso e intelectualmente pretencioso pensar que soy la primera mujer que tiene el privilegio de subir estos escalones y dirigirse a la comunidad de académicos, ciudadanos y amigos hoy reunidos aquí. Algunas vinieron antes que yo, y muchas más habrán de seguirme. Sin embargo, es con una cierta vacilación que estoy aquí, frente a ustedes, a punto de analizar el problema de la subjetividad femenina como si nunca hubiera sido tratado antes por nadie de mi género. Algunas imágenes vienen a mi mente, imágenes que quiero compartir con ustedes a manera de introducción.
Primera imagen: la Universidad de Cambridge en la década de 1920. Una mujer talentosa se pregunta, frente a los imponentes muros universitarios, por qué las mujeres tienen tan pocas oportunidades de acceder a una buena educación. A ella no le fue permido aprender griego, latín, retórica y filosofía, de modo que tuvo que estudiar por sí misma la mayor parte de las ramas del saber. Su nombre:Virgina Woolf. Los textos: Un cuarto propio y Tres guineas.
Segunda imagen: París en la década de 1930. Una joven dotada de talento sabe que no puede ingresar en la École Normale Supérieure, la institución de educación superior más prestigiosa en el campo de las humanidades en su país, porque aún se la reserva para los hombres. Por consiguiente, no conseguirá la atención individual ni la tutoría de los más grandes maestros de su época, y aunque se le permita concurrir a la universidad estatal cercana –la Sorbona– siempre se sentirá privada de una supervisión y una formación adecuadas. Brillante y tenaz, se convertirá, no obstante, en escritora y filósofa. También bregará por los derechos de las mujeres a devenir sujetos de conocimiento y a participar activamente en los debates intelectuales de su tiempo, así como en la vida política, dado que ya habían ganado el derecho al sufragio en Francia. Dedicará la mayoría de sus escritos a desentrañar el interrogante crucial: ¿cómo pueden las mujeres, las oprimidas, devenir sujetos por propio derecho? Su nombre: Simone de Beauvoir. Los textos: El segundo sexo y Ética de la ambigüedad.
Tercera y última imagen: Utrecht a principos de la década de 1990. Dos mujeres jóvenes conversan sobre sus proyectos profesionales frente al edificio de Estudios de las Mujeres. Una de ellas pregunta: «¿Y qué harás después [de la graduación]?». La otra le contesta: «Bueno, las cosas normales que suele hacer una chica… docente, médica, profesora, diplomática, directora de museo, gerente, jefa de personal, directora de gabinete, periodista. Veremos». La primera, sin embargo, que ha estudiado «humanidades generales» y leído sobre las escasas posibilidades de empleo para las graduadas en humanidades, tiene una perspectiva diferente: «Considerándolo bien –dice– creo que aprenderé a jugar en el mercado de valores, ¡así puedo retirarme a los 40 años y dedicarme a escribir mis best sellers!».
La genealogía de la teoría feminista
Hablando de y en Utrecht a principios de la última década del siglo XX y de este milenio, sólo puedo acoger con beneplácito y con un sincero entusiasmo el que las mujeres hayan mejorado la imagen que tienen de sí y se valoren más a sí mismas gracias a las oportunidades educativas de que hoy disponen. Me produce un enorme regocijo la desenvuelta independencia de las jóvenes. Admiro su determinación y su autoconfianza.
En el caso de las alumnas aquí presentes, admiro aún más esas cualidades pues sé que han trabajado en el tema en sus clases de Estudios de las mujeres. Han aprendido una fundamental lección existencial a partir de la lectura de la grandeza y miseria de Virginia Woolf1 y del genio y las frustraciones de Simone de Beauvoir.2 El estudio de su propio género ha proporcionado a estas estudiantes universitarias una poderosa herramienta para el análisis y la evaluación de sí mismas. Su conocimiento de las tradiciones culturales femeninas, de la literatura, de la historia de las luchas en favor de las ideas feministas aporta una dimensión adicional a su formación universitaria: les confiere una conciencia intelectual crítica que les permite aprehender la realidad. Los estudios de las mujeres constituyen una perspectiva desde la cual es posible concebir más lúcidamente la cultura contemporánea como intersección del lenguaje con las realidades sociales.3 Saben de dónde proviene su género y por lo tanto saben que la única manera de salir es hacia adelante. La conciencia feminista trasladada a la dimensión intelectual es una de las fuentes de su lucidez, autodeterminación y profesionalismo.
La conciencia –compartida hoy por muchas mujeres– de una herencia histórica profundamente negativa para el sexo femenino, asociada con una nueva sensación de orgullo, producto del conocimiento de que las luchas de las mujeres en el contexto de la modernización y la modernidad han logrado transformaciones de envergadura en el estatuto de las mujeres, constituye un fenómeno ampliamente analizado y teorizado como el problema de la subjetividad femenina.
El campo de indagación conocido como estudios de las mujeres, desarrollado cuantitativa y también cualitativamente durante los últimos cincuenta años, es, por así decirlo, la progenie intelectual y teórica de las ideas generadas por el movimiento de las mujeres.4 Analistas dedicadas a esta temática tales como Catharine Stimpson y Heste Eisenstein distinguen tres fases en el desarrollo de este campo de estudio. La primera se centra en la crítica al sexismo entendido como una práctica social y teórica que crea diferencias y las distribuye según una escala de valores de poder. La segunda apunta a reconstruir el conocimiento partiendo de la experiencia de las mujeres y de las formas de entender y representar las ideas desarrolladas dentro de las tradiciones culturales femeninas. La tercera fase enfoca la lente en la formulación de nuevos valores generales aplicables a la comunidad en su conjunto. Estas tres etapas se hallan intrínsecamente vinculadas y el proceso de desarrollarlas se produce, como es obvio, simultáneamente. Además, dejan claro que las ideas y la perspectiva crítica desarrolladas dentro de los estudios de las mujeres no incumben solamente a éstas, sino que implican la transformación de los valores generales y de los sistemas de representación. Por consiguiente, la cuestión del sujeto femenino no es únicamente un problema para las mujeres. Permítanme ampliar un poco más el tema.
Virginia Woolf y Simone de Beauvoir fueron, en su condición de mujeres y en muchos aspectos, sumamente privilegiadas; en todo caso, mucho más privilegiadas que casi todos los miembros de su sexo. Los temas a los que prestaron su voz y el área problemática que identificaron como la cuestión femenina trascendieron las historias y circunstancias de cada mujer individual. Así, Woolf dijo que para que cualquier mujer pudiese convertir su interés en las humanidades –y especialmente en la literatura– en una fuente de ingresos, era preciso satisfacer algunas precondiciones generales muy concretas. Esto es válido para cualquier mujer –es decir, para todas las mujeres– y no solamente para unas pocas privilegiadas.
En otras palabras, la categoría Mujer, pese a las diferencias que ciertamente existen entre las mujeres individuales, se identifica claramente como una categoría signada por supuestos comunes culturalmente impuestos. Por muy diferentes que sean en otros aspectos, todas las mujeres se hallan excluidas de la educación superior. ¿Por qué? Porque esta cultura tiene una cierta idea preestablecida de la Mujer, cuya consecuencia es la exclusión de todas las mujeres de los derechos a la educación. Tal es la representación tradicional de la Mujer como irracional, hipersensible, destinada a ser esposa y madre. La Mujer como cuerpo, sexo y pecado. La Mujer como «distinta de» el Hombre.
Esta representación constituye la negación de la subjetividad de las mujeres, y el resultado de ello es su exclusión de la vida política e intelectual. Aun en la esfera de la «vida privada», la Mujer no goza de la misma libertad que el Hombre en lo concerniente a la elección emocional y sexual: se espera que nutra y sirva de sostén al ego y los deseos masculinos; su propio ego no está en cuestión. Virginia Woolf dedicó varias páginas memorables al análisis de la función especular que cumplen las mujeres, argumentando que esta actividad de levantar el ego exige que la mujer parezca más débil, más incompetente y menos perfectible que el varón. En este aspecto, cabe considerar algunas de las quejas misóginas tradicionales contra la supuesta incompetencia intelectual y moral de las mujeres como una mera técnica retórica cuyo objetivo es construir al Hombre elevándolo a la categoría de modelo ideal. La misoginia no es un acto irracional de odio a la mujer sino, más bien, una necesidad estructural, un paso lógico en el proceso de construir la identidad masculina oponiéndola –es decir, rechazando– a la Mujer. Consecuentemente, la Mujer se vincula con el patriarcado por la negación.
La paradoja de ser definida por otros reside en que las mujeres terminan por ser definidas como otros: son representadas como diferentes del Hombre y a esta diferencia se le da un valor negativo. La diferencia es, pues, una marca de inferioridad.
El clásico argumento de la misoginia –una tendencia muy persistente en nuestra cultura– pretende que esta diferencia, entendida como inferioridad, constituye un rasgo natural. Para el misógino, la biología o la anatomía es simplemente un destino, y el cuerpo de la mujer, al que considera único por su capacidad reproductora, es inferior al de los hombres en los demás aspectos.
Desde el siglo XVIII, la posición feminista consistió siempre en atacar los supuestos naturalistas acerca de la inferioridad intelectual de las mujeres, desplazando las bases del debate hacia la construcción social y cultural de las mujeres como seres diferentes. Al efectuar tal desplazamiento, las feministas enfatizaron el reclamo de la igualdad educativa como un factor capaz de disminuir las diferencias entre los sexos, por cuanto estas diferencias son la fuente de la desigualdad social. En Tres guineas Virginia Woolf escribe lo siguiente:
Cabría inferir entonces el hecho indiscutible de que «nosotras» –esto es, un todo compuesto de cuerpo, cerebro y espíritu e influido por la memoria y la tradición– debemos diferir no obstante en algunos aspectos esenciales de «vosotros», cuyo cuerpo, cerebro y espíritu han sido capacitados de un modo tan diferente e influidos por la memoria y la tradición de una manera tan distinta. Aunque veamos el mismo mundo, lo vemos a través de ojos diferentes. Cualquier ayuda que podamos darles debe ser diferente de la ayuda que ustedes pueden darse a sí mismos, y tal vez el valor de esa ayuda estribe en el hecho mismo de esa diferencia.
Diez años después Simone de Beauvoir llega aun más lejos en su argumento contra la manera dualista –vale decir, opuesta– de presentar las diferencias entre los sexos. En su opinión, las mujeres están representadas...