Las almas heridas
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Las almas heridas

Las huellas de la infancia, la necesidad del relato y los mecanismos de la memoria

Boris Cyrulnik

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Las almas heridas

Las huellas de la infancia, la necesidad del relato y los mecanismos de la memoria

Boris Cyrulnik

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Las almas heridas es un libro sobre las huellas de la infancia, la necesidad del relato y los mecanismos de la memoria, elementos desarrollados a partir de la narración de sus vivencias personales hasta su adolescencia. Boris Cyrulnik, un joven cuyas inquietudes intelectuales ya se encaminan por las lindes de la psiquiatría, y que realiza sus primeras prácticas en un asilo para enfermos mentales (donde quedará en shock tras comprobar el aislamiento y las malas prácticas a las que son sometidos los pacientes: lobotomías, camisas de fuerza, etc.). Su nueva obra Les ames blessées (Las almas heridas) no es ni una autobiografía ni un libro de historia de la psiquiatría: se trata de un testimonio personal sobre el nacimiento de una disciplina difícil y apasionante que denominamos psiquiatría.

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Información

Año
2015
ISBN
9788497849616
Edición
1
Categoría
Psicologia
1
Psicoterapia del Diablo
Comprender o cuidar
Hacía buen tiempo en París, en mayo de 1968. El aire era ligero, todo el mundo hablaba con todo el mundo, en las aceras, en medio de las calles, en las terrazas de los cafés. Se formaban corrillos, la gente discutía, reía, amenazaba, argumentaba vigorosamente sobre problemas sobre los que no tenían la más mínima idea. ¡Era una fiesta! En el gran anfiteatro de la Sorbona un orador enfervorecido galvanizaba a la audiencia. Yo sabía que era esquizofrénico porque lo había oído delirar, unos días atrás, en un servicio de psiquiatría del hospital Sainte-Anne. Pero ahí estaba aquel paciente explicando en voz alta su concepción de la existencia. El público, entusiasmado, aplaudía y gritaba al final de cada frase. Entonces él sonreía y esperaba al final de las aclamaciones para pronunciar otra frase que provocaba un nuevo estallido de júbilo, y así sucesivamente.
En el vestíbulo de la facultad de medicina, un caballero menudo, con un bastón elegante, explicaba cómo un mismo hecho podía ser interpretado de maneras radicalmente opuestas. Nos contaba que Cook, el navegante inglés, al descubrir la libertad sexual de los polinesios, habló de «inmoralidad», mientras que Français Bougainville veía en ello la prueba de un «idilio natural».
Aplaudíamos, discutíamos sobre cada una de sus frases, y nadie sabía que aquel señor se llamaba Georges Devereux, profesor de etnopsiquiatría en el Collège de France. Nos sentíamos felices cuando nos decía que los ofendidos misioneros habían impuesto a las polinesias ropas ultrapuritanas que excitaron la curiosidad de los hombres hasta el punto de provocar una explosión de libertad sexual.3
En el gran anfiteatro de la Sorbona, mi esquizofrénico provocaba, también él, el entusiasmo de las multitudes al afirmar que «destrucción no es demolición», precisando que la televisión le robaba sus ideas para implantarlas en el alma de los inocentes, que la neurosis era consecuencia de la moral sexual y animando a todo el mundo a huir a la estratosfera, donde mil vidas eran posibles, en medio del horror del Paraíso del que él acababa de regresar.
Cada una de sus frases, inteligentes o sorprendentes, provocaba una explosión de vítores. Yo estaba con Roland Topor, quien por una vez no se reía. Incluso me pareció ver algo de ironía en su gesto, que contrastaba con el fervor de los que tomaban notas.
Mi esquizofrénico tenía un público que reaccionaba con la misma devoción que nosotros cuando escuchábamos al profesor del Collège de France. Habiendo visto a ese paciente algunos días antes en un servicio de psiquiatría, concluí precipitadamente que su audiencia estaba compuesta por ingenuos, encantados de dejarse llevar más por sus emociones que por sus ideas. Me consideraba iniciado, puesto que sabía de dónde venían aquellas ideas delirantes que los no iniciados adoptaban con entusiasmo. Me equivocaba. Hoy diría que las utopías científicas tienen sobre el público el mismo efecto separador entre «el que cree en el cielo y el que no cree».4 Antes de cualquier forma de razón, experimentábamos una sensación de verdad que habla más de nuestros deseos sobre el mundo que de su realidad.
El objeto del cirujano es más fácil de entender. Es un pedazo de cuerpo roto, un tubo atascado o una masa deteriorada que conviene reparar con el fin de que vuelva a funcionar el conjunto. En las sepulturas antiguas, hay muchos esqueletos de niños y de mujeres muy jóvenes. Los esqueletos de hombres de más edad (de 40 a 50 años) presentan casi todos polifracturas, lo que demuestra que la violencia del trabajo, la caza y las peleas son una forma arcaica de fabricar lo social. Las calcificaciones óseas soldadas en buena posición demuestran que los paleocirujanos conocían el arte del entablillado. ¿Pero trepanaciones? ¿Qué indicación hay para una trepanación? Mucho antes del neolítico, los «neurocirujanos» sabían cortar los huesos del cráneo con sílex tallado. La placa ósea extraída proviene siempre de un lado del cráneo, pues una trepanación en su centro habría desgarrado el seno venoso situado debajo y habría provocado la muerte del operado.
En Sabbioneta, cerca de Mantua, vi el cráneo del noble Vespasiano Gonzaga (1531-1591), trepanado por sus cefaleas y por lo que hoy llamaríamos una paranoia. El jefe guerrero, constructor de ciudades y teatros, creía ser un emperador romano. En el informe de su operación5 podemos leer que padecía delirios de grandeza y manía persecutoria. El agujero de la trepanación es enorme y el resalte óseo demuestra que vivió más de veinte años después de la operación. Probablemente fuese un estereotipo cultural, un pensamiento establecido, el que llevó a indicar la apertura del cráneo. Un eslogan de la época repetía que, probablemente, un demonio habita en el cráneo de los que sufren cefaleas y delirios de grandeza. La indicación de neurocirugía era lógica: basta con abrir una ventana en el hueso del cráneo para que el demonio escape, aliviando así al noble, que volverá a ser normal.
Es una creencia la que da a una queja su significación mórbida. Es una representación cultural la que conduce a decisiones terapéuticas diferentes.6 No es sólo la enfermedad la que provoca debates técnicos, sino también conflictos de discurso que acaban por imponer una visión de la enfermedad en un contexto social y no en otro.
Todo innovador es un transgresor
En el siglo XIX, la fiebre puerperal mataba al 20% de las jóvenes parturientas. Esta catástrofe se explicaba diciendo que la lactancia, al producirse en un momento en que el aire estaba viciado, provocaba la debilidad mortal de las jóvenes. Ignace Semmelweis descubrió que los médicos que intervenían en partos al salir de las salas de disección tenían una tasa de mortalidad bastante superior a la de quienes no practicaban autopsias.7 Este descubrimiento, que cuestionaba la praxis médica, indignó a los universitarios, que se defendieron denunciando los problemas psiquiátricos que Semmelweis empezaba a padecer. Semmelweis murió semanas después de ser internado en un asilo, pero gracias a él, la esperanza de vida de las mujeres se duplicó en unos años.
El objeto de la cirugía, que teóricamente está situado fuera del observador, debería convertirse en un objeto de la ciencia. Ahora bien, ello no excluye ni el mundo mental del cirujano, ni el contexto social, ni la guerra entre relatos. Entonces, ¿cómo queréis que la locura, objeto confuso de la psiquiatría, sea una cosa palpable, mensurable y manipulable como si el contexto técnico y los estereotipos culturales prefabricados no existieran?
Hoy en día, la ciencia forma parte a su vez de esos pensamientos preestablecidos, porque la actitud científica produce una sensación de verdad: «El libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático», afirma Galileo. Sin esta formulación no hay acceso a los fenómenos denominados «leyes» de la naturaleza. Los matemáticos poseen, en efecto, esta forma excepcional de inteligencia que les permite, gracias a un procedimiento del lenguaje, sin observación ni experimentación, dar una forma verdadera a un segmento de lo real. ¡Qué proeza! Pero un campesino os dirá que conocer la formula química de un tomate no lo hace crecer y un psiquiatra confirmará que definir la formula química de un neurotransmisor no alivia la esquizofrenia. Se puede incidir en la realidad gracias a otros modelos de conocimiento. ¡No sospecháis siquiera la cantidad de hombres que han sabido hacerle un hijo a sus mujeres sin tener ni idea de ginecología!
En la vida normal, el simple hecho de usar la palabra «ciencia» sugiere implícitamente que se ha comprendido una ley que nos permite dominar lo real. ¿No es ésta una fantasía de omnipotencia? De niños, el pensamiento mágico nos satisface. Basta con evitar los pequeños espacios que separan las baldosas de la acera para obtener buenas notas en la escuela. Un pequeño brazalete de lana regalado por un adulto nos hace sentir que gracias a este objeto ganaremos el partido de futbol. Eso no incide en la realidad, pero controla nuestra manera de sentirla y, por lo tanto, de abordarla.
En este sentido, vivir en una cultura donde los datos de la ciencia estructuran los relatos es alimentar «la gran utop...

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