1. Cuerpos mutantes y chicas malas
En este, nuestro tercer milenio, la subjetividad en general, y aquella sexuada en femenino en particular, es un lugar paradójico, un complejo teatro donde juegan múltiples enredos sociales, simbólicos, discursivos, económicos y políticos. El cuerpo hoy ya no es entero, se sitúa a caballo de una multiplicidad de estratos, de prácticas y de discursividades materiales. Estar encarnados significa ser sujetos situados, capaces de poner en escena una serie de (inter)acciones discontinuas en el espacio y en el tiempo. Foucault ha analizado las nuevas subjetividades emergentes con gran lucidez, entendiéndolas como un nudo de relaciones de poder y saber en vilo entre la inflación discursiva y la ausencia de sustancia. En efecto, nos encontramos afrontando una contradicción con no pocas consecuencias: la simultánea desaparición y superexposición del cuerpo, es decir, la excesiva exhibición de sí, pero también la pérdida de sustancialidad. El cuerpo como factor constitutivo de la subjetividad se convierte en el lugar en que se superponen códigos culturales y prácticas discursivas múltiples y contradictorias. Para una lectora irónica, pero atenta, de la historia de la filosofía occidental, el cuerpo es: la peor pesadilla de Descartes, la fuente de esperanza de Spinoza y el origen de la protesta en Nietzsche, la obsesión de Freud, la fantasía preferida de Lacan y la más estridente omisión de Marx.
El cuerpo es la carne que alimenta todo nuestro sistema de representación mediática y televisiva, materia en que se inscriben flujos de capital y reterritorializaciones del deseo. Sin embargo, el cuerpo es también el lugar de apuestas y lanzamientos de dados, espacio de autodeterminación, zona de conflicto y negociación. En cierto sentido siempre ha sido así, pero el amplio abanico de posibilidades abierto por las bio-infotecnologías parece haber aumentado las capacidades metamórficas de los cuerpos. Aunque la dirección no está trazada desde el inicio y por eso es útil proceder con claridad. Me declaro de inmediato alejada de la euforia del posmodernismo apremiante, que considera la tecnología avanzada y sobre todo el ciberespacio como motores de cambio; al mismo tiempo, tomo distancia de los excesivos profetas de la ruina, que lloran el ocaso del humanismo clásico. El deseo nostálgico de un pasado, supuestamente mejor, es una respuesta expeditiva y muy poco inteligente a los desafíos de nuestra época. No sólo es ineficaz desde el punto de vista cultural, en la medida en que se refiere a las condiciones de la propia historicidad simplemente negándolas, sino que es también un atajo que permite evitar sus complejidades. Por el contrario, yo entiendo la posmodernidad como algo más complejo, más gozoso e infinitamente más inquietante; estamos en el umbral de nuevos e importantes reposicionamientos también y no sólo de la práctica cultural. Una de las condiciones previas más significativas de estas nuevas posiciones está en la renuncia sea a la fantasía de infinitas reencarnaciones virtuales, sea a la atracción fatal de la nostalgia. Es necesaria una buena dosis de neomaterialismo. Este libro se alimenta, pues, de las teorías de la inmanencia radical o del materialismo carnal típico de la tradición filosófica francesa, las filosofías feministas de la diferencia y los movimientos cíborg alternativos.
En cuanto mujer, es decir, en cuanto subjetividad emergente de una historia de opresión y exclusión, diría que la crisis de los valores convencionales en curso no es una tragedia. Parece ofrecer, por el contrario, interesantes aspectos positivos. Para las feministas, la crisis de la modernidad no es en absoluto un salto melancólico en la pérdida y en la decadencia, puesto que representa una gozosa apertura a posibilidades nuevas. Allí donde la cultura dominante se niega a llorar la pérdida de las certezas humanistas, producciones culturales menores como el ciberpunk, la cultura musical en su conjunto y el mundo en red ponen de relieve la crisis y subrayan su potencial para soluciones creativas. Estas prácticas culturales cultivan una ética de lúcida autoconciencia. Entre las personas con un más vivo sentido ético en la posmodernidad occidental están precisamente quienes escriben ciencia ficción, que se conceden el tiempo de detenerse a reflexionar sobre la muerte del ideal humanístico del «Hombre», inscribiendo esta pérdida, y la inseguridad ontológica subsiguiente, en el corazón de la cultura contemporánea. En el intento de trasponer en símbolos la crisis del humanismo y de su sujeto único, estos espíritus creativos, siguiendo a Nietzsche, empujan la crisis hacia su resolución más interna e íntima. Haciendo así, inscriben la muerte en la cima del propio programa cultural posmoderno y arrancan el velo de nostalgia que cubre las inadecuaciones del (des)orden cultural contemporáneo. Las ciberfeministas, por ejemplo, no se limitan a elaborar esquemas conceptuales, sino que dan vida a verdaderas figuraciones imaginarias que representan una corporalidad completamente atravesada por el factor tecnológico, ahora convertido en segunda naturaleza. Además, hay ilustres filósofos de la subjetividad posthumanística, como Deleuze, que buscan esquemas de representación del sujeto en condiciones de exceder los parámetros de la racionalidad logocéntrica: pensar en diagramas, cartografías o etologías, en vez de repetir un modelo de representación fundado en la identidad, la conciencia y la autorreflexión. Aunque esto debiera conducirnos a explorar a fondo nuestra tecnomonstruosidad.
Cuerpos mutantes
En el lenguaje ni nostálgico ni eufórico del nomadismo, el cuerpo es una rebanada de carne activada por las sacudidas eléctricas del deseo; o bien es un tejido compuesto por el desarrollo y la inversión del código genético. Ni sagrado espacio interior, ni entidad puramente social, el sujeto corpóreo nómada es un lugar de transiciones y tramitaciones: es un espacio intermedio, donde se activan afectos y se estructuran influencias que desplazan la distinción entre el interior y el exterior del sujeto. El cuerpo es una entidad dinámica y móvil, provista de una memoria encarnada, una inteligencia de la materia carnal que, como enseña Bergson, está conectada con la memoria, es decir, con la capacidad de acordarse. Recordar quiere decir saber repetir, reencontrar en el espacio encarnado del tiempo vivido: es una forma de repetición vital que no debe nada a la conciencia y mucho, en cambio, a la sensibilidad. El cuerpo es esa materia provista de memoria que, gracias a la capacidad de recordar y, por ende, de repetir, consigue permanecer fiel a sí misma, a través de los múltiples cambios y las diversas influencias sufridas. La facultad que consiste en ser «fieles a sí mismos», no debe ser leída en el sentido de una dependencia —más o menos sentimental— de la propia identidad en el sentido psicológico del término. Yo no la enlazaría tampoco con las interminables discusiones sobre la autenticidad del yo. Forma parte, en cambio, de un diagrama de la subjetividad fundada en el concepto de duración, es decir, de sostenibilidad en el tiempo y en el espacio. El sujeto nómada de hoy es un aparato de fuerzas o de afectividades y de influencias históricas y sociales, que es capaz de aguantarse (en el espacio) y de consolidarse (en el tiempo) dentro de esa configuración singular llamada también «individuo». Es una porción de fuerzas en equilibrio respectivo y recíproco que permiten atravesar procesos más o menos complejos de transformación y de devenir. Es un campo de afectos transformadores y de cambios de intensidad que dependen de la capacidad de sostenerlos. El sujeto nómada es un sistema sostenible, pero el hecho de que sea activo, dinámico y en devenir no impide que tenga sus límites. En efecto, los límites —de espacio y de tiempo— de los que sufre el cuerpo, definido por el confín de la piel y por la mortalidad como factor interno y externo, trazan también sus recorridos posibles. Contener los flujos afectivos, o las influencias y los campos de percepción, es un requisito previo para poderlos sostener y, por ende, vivir. Esta noción de umbrales de sostenibilidad y de tolerancia es esencial como antídoto del reflujo nihilista de la filosofía contemporánea (Baudrillard, 2015), que a menudo tiende a hacer del cuerpo una entidad manipulable al extremo y, por lo tanto, privada de límites y disciplinas internas. El materialismo radical que defiendo, en cambio, propone el cuerpo como conjunto sostenible. El ritmo, la velocidad y la selección de los elementos constitutivos son esenciales para el proyecto de autoperpetuación, que luego no es más que repetición, es decir, memoria activa. Esta fe en la inteligencia corpórea y en sus límites, como en sus ritmos de repetición, es fundamental también para entender en qué sentido las generaciones que se inspiran en Deleuze se han apartado del psicoanálisis lacaniano, a favor de un paradójico regreso a teorías quizá más clásicas, pero sin duda más ancladas en la materia corpórea. Jacqueline Rose (1993) analiza este cambio como un regreso a Melanie Klein y una reapertura de la querelle entre Klein y Freud sobre la sexualidad femenina y sobre la pulsión de la muerte de las mujeres. Yo pienso que es precisamente en este contexto que se debe situar la explosión de interés por las teorías rizomáticas de Gilles Deleuze también, pero no sólo, en el feminismo (Braidotti, 2003; 2008). Deleuze, aún más que Irigaray, no ha escatimado críticas al psicoanálisis, en puntos que considero cruciales. En efecto, Deleuze nos recuerda que lo simbólico (Lacan) perpetúa una visión metafísica del deseo, que lo conecta con la negatividad y la carencia. Ningún rastro, pues, en Lacan de una visión positiva del deseo como plenitud y abundancia. Además, Deleuze y Guattari (1975, 2006) evidencian la lacaniana denegación del cuerpo y la excesiva atención por los mecanismos de un simbolismo fálico muy desencarnado. Y, por último, cómo no someter al examen de la crítica la negación de lo femenino, reducido a ausencia simbólica en un régimen falogocéntrico. El clima intelectual actual me parece que está en total ruptura con las fórmulas simbólicas de Lacan.
A nivel sociológico y a escala mundial el cuerpo, en su espesor físico más directo y vulnerable, ha vuelto al centro de la escena. Daré algunos ejemplos para ser más clara. Se calcula que casi tres millones de personas sólo en 2014 se han sometido a cirugía estética en el pecho, recurriendo en general a prótesis de silicona, a pesar que desde hace tiempo se conocen los efectos colaterales a medio y largo plazo. El uso del Prozac o de otras drogas que estabilizan los cambios de humor ha aumentado: en los países con PIB más altos un adulto de cada 10 usa antidepresivos. La epidemia difundida de anorexia/bulimia continúa golpeando a un tercio de las mujeres del mundo rico y entre muchos trastornos psiquiátricos los desórdenes alimentarios son tristemente conocidos por el porcentaje de mortalidad más elevado. En general, a pesar de las retóricas occidentales sobre el cuerpo en perfecta salud, las enfermedades que cosechan más víctimas, hoy en día, no son sólo los grandes exterminadores, como el cáncer o el SIDA, sino también los virus más antiguos que creíamos haber dominado, como la tuberculosis y la malaria. Nuestros sistemas inmunitarios simplemente se han adaptado y nos han hecho de nuevo vulnerables (Cooper, 2013). En un contexto histórico y geopolítico completamente biomedicalizado me parece obvio que lo que seguimos llamando, especialmente en el feminismo, «nuestro cuerpo, nosotras mismas», es en realidad un conjunto tecnológico casi virtual, completamente inmerso en la industria psicofarmacéutica, en la biociencia y los nuevos medios de comunicación. Lo cual no lo hace menos corpóreo, ni menos parte de nosotras mismas, pero complica mucho el análisis necesario para comprender de manera adecuada la subjetividad corpórea que habitamos. Ya somos unos tecnomonstruos.
En medio del clamor tecnológico actual, que tiende a desvalorizar la mater...