
- 104 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
Descripción del libro
Habitualmente pensamos en la experiencia religiosa como una serie de informaciones sobre algunos problemas más o menos importantes de la vida. Sin embargo, si acudimos a los Evangelios, podemos desilusionarnos al no encontrar ninguna respuesta clara a los grandes porqués de la vida, aunque sí podemos ver la gran atención que prestan a los sentimientos. El sabor de la vida presenta algunos signos característicos de la experiencia humana que también pueden ser reconocidos en la base de la experiencia religiosa: los afectos, las relaciones, el deseo, la narración, la imaginación, el símbolo…
La vía bíblica por excelencia para el encuentro con Dios es la Encarnación; por eso, el reconocimiento de esos signos que expresan la condición esencialmente corporal de la experiencia religiosa, resulta necesario en la vida del cristiano, sobre todo en momentos importantes de su itinerario, como pueden ser la toma de estado o la relación con los demás. La exploración de estos signos puede ser un punto de encuentro fructífero entre el autoconocimiento y el conocimiento de Dios, un camino ciertamente no fácil, pero convincente, en el que se pone en juego la verdad sobre uno mismo.
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Información

¿Cómo se presenta la experiencia de Dios?
Una actividad difícil, incluso fatigosa y poco agradable, nos produce paz y consuelo una vez emprendida. En cambio, otra que parece atrayente, resulta al final aburrida y nos deja un vacío interior. Otras veces se deja uno inflamar por grandes ideales y propósitos que luego, de hecho, no se ponen en práctica. ¿Por qué sucede esto?
Pequeños ejemplos de la vida ordinaria muestran un elemento aparentemente caprichoso e imprevisible, pero importante, que es el mundo de los afectos, el primer elemento elegido para presentar la experiencia religiosa. Las dos situaciones señaladas al principio, presentan no solo distintas resonancias afectivas sino también un recorrido vital, una historia que se abre inesperadamente a un mundo más grande que nosotros, sorprendente y no programable.
Esta fue la experiencia de un célebre santo del siglo XVI, Ignacio de Loyola, que aprendió a reconocer la presencia y el modo de actuar de Dios reflexionando sobre sus propios sentimientos, en los que encontró elementos significativos. Tras una herida recibida durante la batalla de Pamplona, tuvo que permanecer convaleciente en su casa y, para salir del aburrimiento, pidió que le proporcionaran alguna lectura apasionante, como los libros de caballería. Pero en su casa solo había vidas de Jesús y de santos. De mala gana se adaptó a esa situación y esos libros le ofrecieron una nueva posibilidad de vida:
Leyendo la vida de nuestro Señor y de los santos, me detenía a pensar, razonando conmigo mismo: ¿Qué sería si yo hiciese esto que hizo san Francisco, y esto que hizo santo Domingo? (Autobiografía 1,7).
Con estas reflexiones alternaba otros pensamientos relacionados con la vida anterior: grandes batallas, conquistas de nuevas ciudades para su rey, la admiración de alguna bella y noble dama... Ignacio parecía hallarse ante dos mundos muy distintos que se ofrecían a su fantasía aparentemente equidistantes. Según se detenía a examinarlos comenzó a darse cuenta de algunas características peculiares:
Cuando pensaba en aquello del mundo, me deleitaba mucho; pero cuando ya cansado, lo dejaba, me hallaba seco y descontento; y cuando pensaba en ir a Jerusalén descalzo y no comer sino hierbas y en hacer todos los demás rigores que veía que habían hecho los santos, no solamente me consolaba cuando estaba en tales pensamientos, sino que aun después de dejarlos quedaba contento y alegre (Autobiografía 1,8).
Ignacio tiene la primera experiencia fundamental de Dios atendiendo a las resonancias afectivas que surgen de la lectura, dándose cuenta de una extraña alternancia: los pensamientos del mundo son fácilmente asimilados, pero no duran y al final dejan vacío, con sabor amargo. Los pensamientos de Dios, en cambio, se abren paso con cierta dificultad, hay que entablar una auténtica batalla interior para acogerlos, pero una vez que lo han hecho traen una paz profunda y duradera que ponen en movimiento, que estimulan la formulación de nuevos proyectos y, sobre todo, que hacen fácil y practicable lo que se presenta a la mente, aunque sea arduo:
Pensaba muchas iniciativas que encontraba buenas y siempre se proponía empresas difíciles y grandes; y mientras se las proponía le parecía encontrar dentro de sí la energía para poderlas hacer con facilidad.
De ahí una segunda característica importante, el aspecto afectivo del pensamiento como posible criterio de valoración: empresas bellas y deseables aunque difíciles, resultan de improviso fáciles de realizar y conquistan el corazón llenándole de alegría y contento de vivir.
Un elemento importante de la vida espiritual nos viene dado, por tanto, por el eco afectivo que suscita la experiencia más que por la presunta revelación de contenidos teológico-doctrinales o de nuevas verdades. Se trata de una dimensión muy presente en la Biblia: cuando alguien se decide por Dios, aunque la decisión requiera un alto coste, se verá siempre acompañado por la alegría de haber encontrado un bien de inestimable valor, como en la célebre imagen del Evangelio (Mt 13,44).
Esta sensación duradera de paz es típica de una experiencia religiosa profunda, capaz de adentrarse en lo íntimo, unificando mente y corazón, con independencia de la edad, de la condición social o del grado de educación. A menudo esta experiencia cambia radicalmente la vida. El mismo eco afectivo se encuentra en la vivencia de una célebre convertida, Edith Stein, asistente de E. Husserl en la cátedra de Fenomenología en Gottinga. Ella describe su nueva condición en términos de una paz y vitalidad que brotan de una realidad misteriosa y permanente.
Existe un estado de reposo en Dios, de total suspensión de todas las actividades de la mente, en el cual ya no se pueden hacer planes, ni tomar decisiones, ni hacer nada, pero en el que, entregado el propio porvenir a la voluntad divina, uno se abandona al propio destino. Yo he experimentado un poco este estado, como consecuencia de una experiencia que, sobrepasando mis fuerzas, consumió totalmente mis energías espirituales y me quitó cualquier posibilidad de acción. Comparado con la suspensión de actividad propia de la falta de vigor vital, el reposo en Dios es algo completamente nuevo e irreductible. Antes era el silencio de la muerte. En su lugar se experimenta un sentimiento de íntima seguridad, de liberación de todo lo que es preocupación, obligación, responsabilidad en lo que se refiere a la acción. Y mientras me abandono a este sentimiento, poco a poco una vida nueva empieza a colmarme y –sin tensión alguna de mi voluntad– a invitarme a nuevas realizaciones. Este flujo vital parece brotar de una actividad y una fuerza que no son las mías, y que, sin ejercer sobre ellas violencia alguna, se hacen activas en mí. El único presupuesto necesario para un renacimiento espiritual de esta índole parece ser esa capacidad pasiva de recepción que se encuentra en el fondo de la estructura de la persona1.
En estas experiencias prevalece el dejar ser sobre el deber ser; no se trata de un esfuerzo o de un propósito de la voluntad sino del encuentro con una realidad inesperada que se muestra en los modos y los momentos más inesperados. Este sentido de docilidad, de abandono, se vive como una especie de rendición a una iniciativa que uno no ha decidido ni querido sin poner resistencia, como en la experiencia descrita por el profeta Jeremías:
Me has seducido, Yahvé, y me he dejado seducir; me has agarrado y me has podido... Yo decía: «No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su nombre». Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajada por ahogarlo, no podía (Jr 20,7.9).
Se trata de una situación que presenta una discreta pero profunda transformación en el nivel afectivo e interior.
¿Una experiencia de sugestión?
En todos los relatos de conversión hay un elemento común a las distintas situaciones, una característica que se repite: la persona no decide convertirse sino que se encuentra conquistada y transportada a otro mundo. Esta experiencia surge frecuentemente de algo imprevisto, como hemos visto en el caso de Ignacio: una pierna rota, la falta de libros de caballería, la presencia casual de otro tipo de libros... Como en la parábola, ya apuntada, del tesoro en el campo, el reino de Dios irrumpe cuando menos se lo espera “metiéndose dentro”; lo importante es estar dispuestos a reconocerlo.
Esto hace muy discutible la interpretación de la relación con Dios en términos de una simple proyección, por usar un término psicológico, como si la fe en Dios expresara solamente una necesidad de seguridad tan fuerte que se transmutara en una figura externa a la que referirse. Los episodios narrados en los Evangelios muestran una situación muy distinta porque el Señor se hace presente en el momento más inesperado, incluso inoportuno. Baste pensar en el episodio de la vocación de Pedro, cuando estaba recogiendo las redes, cansado y nervioso después de una noche pasada intentando inútilmente pescar algo (Lc 5,5) o en la situación todavía más difícil de Mateo, sorprendido por la llamada de Jesús mientras estaba contando el dinero de los impuestos (Mt 9,5).
Este carácter imprevisible, no decidido ni programado, propio de la experiencia de Dios, se confirma por el fenómeno conocido como aridez, crisis o noche oscura, componente típico de la vida espiritual que confirma, por otra parte, esta extraña característica de la vida espiritual: cuando se le busca, Dios parece no dejarse encontrar, al contrario de las proyecciones de cualquier tipo, para mostrarse en el momento y en las situaciones más inesperadas. La aridez y la oscuridad son otra constante que emerge de las varias y diferentes experiencias de santos. Ignacio, Pedro, Juan de la Cruz, Edith Stein, todos han conocido esta situación y se han encontrado frente a lo imprevisible del Totalmente Otro que, como toda relación personal, no puede ser planificada.
Dios no se deja encerrar en una dinámica de tipo proyectivo, pone en crisis los intentos de gestionar y dominar lo sacro. La experiencia que Juan de la Cruz llama noche oscura es la descripción del encuentro con el misterio que escapa, que descoloca; al contrario que la sugestión, no está a nuestra disposición y se encuentra en los momentos y con las modalidades más impensables. Cuando el misterio se hace presente requiere, como ha reconocido Edith Stein, una sola cosa: la docilidad para acogerlo.
Dios, observa Juan de la Cruz, está ausente cuando lo buscamos y presente cuando no lo buscamos o, quizás, no queremos que esté presente. Esta frustrante experiencia del Señor es la mejor prueba de que Él no es un simple fruto de nuestra imaginación; si lo fuese, yo podría hacer que apareciese o se escondiese según mi voluntad2.
El tiempo de la prueba, de la crisis, en su sentido literal de “juicio”, invita a clarificar la autenticidad de las motivaciones y de lo que se andaba buscando realmente; por otra parte, como veremos, estas circunstancias, cuando son reconocidas y encuadradas en el contexto más amplio de la vida ordinaria, pueden ofrecer una enseñanza importante.
Otro signo característico de una experiencia religiosa auténtica viene dado por la capacidad de relacionarse, de saber diferenciar, reconociendo la diferencia entre uno mismo y el otro, sin pretender una simbiosis tan irreal como peligrosa; un conocimiento real del otro con sus dotes y sus límites, su temperamento y sus gestos. En la Biblia, la relación con Dios pasa siempre a través de mediaciones; no es nunca una iluminación aislada; no se pretende conocer a Dios sin conocerse también a uno mismo y al otro. A su vez, entrar en el conocimiento de uno mismo ayuda a reconocer la voz y la presencia de Dios. En la base de la prohibición bíblica de hacerse imágenes de Dios está el presupuesto de que la única imagen apropiada de Dios es el hombre, creado a su imagen y semejanza. El rostro del otro, como dirá el filósofo Lévinas, nos devuelve a la verdad, a menudo desconocida, de nosotros mismos, y en esta relación se expresa la posible autenticidad de nuestra relación con Dios. Se trata de una verdad confirmada también por la psicología, como recuerda Anna Rizzuto:
He tenido como pacientes a creyentes practicantes y no creyentes. El trabajo con ellos me ha enseñado que para ayudarles a reconsiderar y modificar la relación con lo divino es necesario hablar de la religión y de la relación con Dios en el contexto de sus relaciones significativas. La conciencia de su participación con otras personas, especialmente con los padres y adultos importantes, les permite comprender las conexiones entre estas experiencias y su forma de relación con Dios3.
El afecto y las relaciones son elementos fundamentales para una representación de Dios respetuosa de la complejidad y del misterio, sobre la base de la confianza y de la estima. Como toda facultad humana, son educables e integrables porque pueden ser fuente de ilusiones y distorsiones. Piénsese por ejemplo en el papel que las expectativas pueden jugar en una decisión importante, a través de la valoración y el recuerdo de una experiencia vivida. Las expectativas, sobre todo si son inconscientes, corren a menudo el riesgo de cargar la situación, las personas, los acontecimientos, con significados e importancia que tienen poco que ver con su realidad efectiva.
Un sencillo ejercicio puede mostrar cómo emociones y afectos “filtran” la valoración: se trata de un experimento realizado con adolescentes. Se les explica que, a causa de una catástrofe mundial, han sido destruidos todos los Evangelios del mundo y se les invita a reescribir uno para que pueda ser transmitido a las generaciones futuras.
Lo que resulta interesante de este experimento es la selección inconsciente que se da en la redacción del texto evangélico pues casi siempre emerge la figura de Jesús predicando, entusiasmando a las muchedumbres, realizando prodigios y milagros, enfrentándose a la clase sacerdotal dirigente. Por el contrario, resultan mucho menos presentes aspectos esenciales pero emotivamente “incómodos” como el anuncio de la cruz, la exhortación a negarse a sí mismo, a no aferrarse a las cosas, a dejarlo todo por el Reino; también está ausente el Jesús de la pasión, rechazado y escarnecido, que muere solo y abandonado. Las emociones tienden a seleccionar, transformar o rechazar valores aunque hayan sido escuchados y proclamados innumerables veces.
Explicitar esto ayuda también a clarificar un equívoco bastante extendido sobre la experiencia religiosa: la ilusión de poder lograr una perfecta serenidad, buscando a Dios en lo prodigioso y espectacular, eliminando sentimientos y situaciones del ánimo “negativas” (por ejemplo la agresividad, la tristeza, la crisis, el fracaso), evitando la fatiga de conocerse y convivir con las propias debilidades.
Hablando de la experiencia de Dios, la Biblia reconoce la necesidad de integrar sentimientos, conocimientos y voluntad, unificados en lo que se llama el corazón, entendido como la sede central de la valoración y decisión humanas.
Para hacer posible esta integración es indispensable analizar algunas capacidades humanas y espirituales fundamentales: un deseo intenso y profundo; la tolerancia a las frustaciones, sobre todo ante situaciones desagradables y no gratificantes; la capacidad de vivir la renuncia para conseguir un bien mayor, las motivaciones y los valores de fondo.
El deseo: la dimensión narrativa de la experiencia creyente
Es la situación que está en la base del profundo cambio de vida de Ignacio, el punto central de su encuentro con Dios:
Aquí se le ofrecían los deseos de imitar a los santos, no mirando más circunstancias que prometerse así con la gracia de Dios de hacerlo como ellos lo habían hecho (Autobiografía, 9).
El deseo puede ser considerado como una especie de “bisagra” que une conocimiento, afecto y voluntad, presentes en el acto de decidir. Por eso puede implicarse enteramente la persona porque, estructuralmente ligado a los afectos, está presente también...
Índice
- Cubierta
- Título
- Índice
- Introducción
- 1.La escucha. Deseo e historia ……………
- 2.La decisión. La mediación de la tierra
- 3.La confirmación. Imaginación y símbolo
- Página de créditos