Examinar la democracia en España
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Examinar la democracia en España

  1. 144 páginas
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Examinar la democracia en España

Descripción del libro

En el 40 aniversario de la democracia española se ha vindicado la Transición y la Constitución. Pero un sector de la población española, mayoritariamente joven, critica el "régimen del 78" poniendo en duda un proceso que en su momento —y durante años— se presentó como modélico.

Este libro analiza las razones de unos y otros: las fortalezas del sistema democrático, pero también sus debilidades, y se pregunta qué retos se le plantean ahora a nuestra democracia y cuáles son las condiciones para afrontarlos con éxito.

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Información

Año
2019
ISBN de la versión impresa
9788417690724
ISBN del libro electrónico
9788417690731
Categoría
Democracia
Flaquezas
Desde finales del siglo pasado el mundo ha vivido una expansión de democracias de nombre, pero muchas son cuestionables por funcionar realmente de modo autoritario, por delegar en manos de élites de hecho incontrolables o por ser democracias sólo electorales de muy baja o nula calidad en las demás dimensiones. Se está produciendo una inquietante depreciación de los principios y valores democráticos, que está afectando también a las democracias de larga tradición. Este retroceso democrático adquiere rostros distintos en cada país, de acuerdo con su tradición y su historia. En España hay varios síntomas de debilidad y de desgaste, unos ligados a problemas arrastrados hace tiempo y otros agudizados con la crisis actual.
Incultura política
Entre los rasgos más negativos de nuestra democracia está el bajo nivel de competencia política y de las actitudes y los valores esenciales para construir las bases de la participación política. Los españoles no ponen en duda su adhesión a la democracia como sistema de gobierno, pero mantienen actitudes renuentes hacia los partidos y muestran altos niveles de desconfianza hacia los políticos. También es escaso su interés hacia las políticas públicas y exigua su disposición a participar activamente en política. Este problema de nuestra democracia, el de la ausencia de cultura política, es la peor herencia del franquismo.
Falta cultura política para entender que estar en el poder es servir al conjunto de la sociedad y no disfrutar de un privilegio para provecho propio. Falta cultura política para que los partidos políticos, aunque defiendan los intereses de sus votantes, sean capaces de dar prioridad al interés común. Falta cultura política para reconocer que la transacción, el acuerdo y los pactos son imprescindibles en la gobernabilidad de las instituciones y del país. Falta cultura política para criticar y debatir sin descalificar ni buscar la extinción del adversario. Falta cultura política para respetar en serio los procedimientos y límites del poder que caracterizan al Estado de derecho.
Les falta cultura política a los partidos políticos y a los electores. Porque cultura política son también los hábitos de comportamiento democrático, las buenas costumbres en la convivencia, la conciencia de pertenecer a una comunidad en la que hay bienes comunes que preservar y en la que cada uno tiene su parte de responsabilidad. El franquismo acostumbró a la población a la pasividad política y a la mentalidad de que todo depende de la autoridad. La sociedad civil pone poco de su parte para solucionar los problemas sociales y sigue pensando que todo depende de tener buenos políticos, como si éstos cayeran del cielo o surgieran por generación espontánea. Tampoco es congruente exigir que nuestros políticos sean intachables e inmaculados cuando muchos ciudadanos que tienen la oportunidad de hacer trampas en su beneficio las hacen. El mayor fracaso de esta democracia es no haber educado a la ciudadanía para la participación, el compromiso y el deber cívico.
Tener cultura política y ser ciudadano implica tener honradez fiscal, ser intransigente ante la picaresca y el fraude, no echar la culpa de todo al gobierno o a la autoridad de turno. La corrupción requiere complicidad. No hay políticos corruptos sin empresarios que corrompen, sin funcionarios que hacen dejación de su responsabilidad, sin vecinos que votan a corruptos, sin medios de comunicación comprados. Hemos heredado del franquismo la aceptación de que ejercer cargos implica siempre favorecer a los tuyos, nepotismo, corruptelas; y, al mismo tiempo, el rechazo de la política, la estigmatización del debate político, la desconfianza hacia los partidos políticos, la crítica irresponsable de la barra del bar. Por eso, por falta de cultura política y por cinismo, ha calado tan fácilmente el mantra lanzado por los corruptos de que los políticos «son todos iguales». Esta idea, además de ser falsa —pues hay muchos más políticos honrados—, pretende igualar por abajo y favorece la aceptación o resignación hacia lo que se ve inevitable y, por consiguiente, crea unos márgenes de tolerancia con los corruptos inadmisibles en democracia.
No hay democracia que resista sin responsabilidad ciudadana, sin responsabilidad personal del conjunto de la ciudadanía, sin compromiso por lo común, sin una valoración positiva de la política como forma de defender los bienes comunes con eficacia y de resolver pacíficamente los conflictos de intereses de parte. No hay democracia sin demócratas, es decir, sin ciudadanos dispuestos a participar y a comprometerse en el aprendizaje del autogobierno, sin ciudadanos que conciben lo común por encima de los intereses particulares y que defienden los servicios públicos por el bien de la comunidad. Si falta esta cultura política, es más difícil combatir la corrupción, y triunfan la picaresca, el cinismo y el pasotismo político, y abunda la crítica mordaz, pero inocua al ser políticamente ineficaz. Si falta cultura política, se fomenta el descrédito de la política y de quienes se dedican a ella.
Por otra parte, los políticos practican un tipo de política muy retórica, enfocada a la conquista de la opinión pública en el plano mediático y atenta a los estímulos que proceden de arriba (televisión, dirigentes, partidos), descuidando cada vez más lo que sucede alrededor, los problemas reales de la vida. No se dirigen al ciudadano como un adulto responsable, sino como un votante-espectador. El debate político se ha contaminado por el marketing de campaña, en el que los eslóganes se imponen a los argumentos y las políticas reales quedan arrumbadas en la maraña de acusaciones y el frenesí de insultos. Las posturas políticas, las maniobras tácticas, las proclamaciones altisonantes, todo aquello que se hace para ganar electorado emocionalmente (politics, en la terminología anglosajona) oculta o incluso barre las propuestas y las decisiones que se adoptan para resolver los problemas de una sociedad (policies). La consecuencia es que no se valoran los argumentos y las razones, sino que lanzan insultos y alimentan la indignación, la ira y el resentimiento.
A los medios de comunicación, muy polarizados en España, también les interesa más la bronca, la espiral de expresiones desmedidas, lo negativo de la vida política, y no informan de las políticas destinadas a resolver los problemas reales de la gente, esas políticas que son siempre complejas, matizadas, no polarizadas y exigen propuestas elaboradas, reflexionadas, argumentadas y evaluadas. De ese modo, los políticos ofensivos y pendencieros y los medios de comunicación sin escrúpulos se alimentan recíprocamente, socavando la cultura política.
Ausencia de políticas de la memoria
Los gobiernos tampoco supieron crear una pedagogía de nuestra historia. Un sistema democrático sano educa a sus jóvenes en el conocimiento de su pasado reciente para dotarlos de las claves con las que interpretar la sociedad actual. Pero España no ha hecho una gestión pública de su pasado traumático, no ha desarrollado un proceso de articulación de la memoria histórica paralelo a la construcción de la identidad democrática. La prioridad en 1978 fue iniciar la convivencia pacífica y sentar las bases de un Estado democrático. Mucho antes, con la propuesta de «reconciliación nacional» hecha por el PCE en 1956, la oposición antifranquista había decidido que la Guerra Civil y sus terribles consecuencias no serían motivo de confrontación política y orillaron el pasado en aras del presente y del futuro de los hijos. No fue un «pacto de silencio» sobre el pasado o un «pacto del olvido», como a veces se ha dicho de forma superficial y sesgada —porque, como ha verificado Paloma Aguilar (Memoria y olvido de la Guerra Civil española, 1996), la presencia de la memoria de la guerra durante la Transición fue abrumadora y se publicó mucho de ella esos años—, sino que primó la voluntad de no instrumentalizar políticamente el pasado. Ni la oposición antifranquista ni los reformistas del régimen tenían el menor interés en atender a ese pasado, los más veteranos por temor a que se revisaran sus acciones y los más jóvenes porque eran conscientes de estar desalojando —quizá traicionando— a sus antecesores, tanto los camisas azules (Suárez o Martín Villa), como los socialistas que habían apartado a Llopis y a los exiliados. Esa voluntad suponía no asentar la legitimidad democrática en el antifascismo como en otros países europeos, ni tampoco en la experiencia democrática republicana, sino en la superación del pasado y en la reconciliación.
La consecuencia fue la renuncia a acciones oficiales de restitución y reparación a las víctimas de los vencidos, a las que nunca nadie rindió homenaje alguno. Se prescindió de lugares de la memoria durante el proceso de democratización y no se hizo pedagogía histórica. La izquierda consideró entonces esa renuncia como aceptable en aras de lo que conseguía y por eso las políticas de la memoria no se abordaron desde el poder democrático hasta que no llegó una generación que no había vivido la Transición. Pasaron más de treinta años hasta que se aprobó la Ley 52/2007, de reparación histórica, y que no se llama de Memoria Histórica (ni la ley usa esta expresión más que para nombrar al «Centro Documental de la Memoria Histórica»). Atender las demandas de las víctimas no puede entenderse como un programa de parte o de partido, sino una cuestión moral y de dignidad democrática. Ciertamente no es posible una memoria común y aceptada por todos, porque cada familia vivió la Guerra Civil a su manera, desde su situación a menudo no elegida, con sus miedos y sus esperanzas, con sus filias y sus fobias. Es normal que uno no se reconozca en la memoria del otro. Otra cosa es la historia, es decir, el conocimiento lo más objetivo posible, con una reconstrucción sincera, metódica, documentada y contrastada de lo que sucedió, ajena a las lógicas interesadas y heredadas del pasado. Mucho se ha avanzado en ese conocimiento, pero aún hay pasos que dar y es deplorable el revisionismo que trata de legitimar el alzamiento en armas contra el gobierno constitucional, la dictadura y hasta los excesos represores del franquismo, por los errores cometidos por la República o los «crímenes de los rojos». Lo más pernicioso para la convivencia y para una verdadera integración pública de la memoria histórica es utilizar el pasado como arma arrojadiza y el colmo es acusar de hacerlo a quien sólo pide sacar a sus muertos de las cunetas para enterrarlos dignamente.
Durante cuarenta años los muertos de los vencedores de la Guerra tuvieron reconocimientos y privilegios, ocuparon los espacios públicos y los lugares de memoria, y numerosos mártires de la Iglesia católica han sido beatificados. La legitimidad del nuevo régimen procedía de su victoria en la santa cruzada de liberación, y los guardianes de esa legitimidad eran sus muertos. Por ello, sus cadáveres fueron primero exhumados y, después, inhumados en ceremoniales públicos de masas; por ello, sus muertes fueron investigadas y juzgadas y se generó un enorme fondo documental conocido como Causa General; y por ello, sus nombres fueron inscritos en las paredes de las iglesias y sirvieron para denominar las calles de las ciudades y los pueblos. La exhumación de cadáveres no la han iniciado los rojos que no saben perdonar, sino que la empezó el franquismo con publicidad e impunidad total. Fue la dictadura de Franco la que llevó las cámaras para que todos los españoles viesen cómo se desenterraba a las víctimas de Paracuellos del Jarama, a José Antonio Primo de Rivera y a las muchas decenas de miles de españoles asesinados detrás de las líneas republicanas. Fue la dictadura la que puso únicamente los nombres de sus caídos en la placa del pueblo y eligió el día del fusilamiento de Primo de Rivera como la fecha conmemorativa de todos los caídos. El secuestro del dolor culminó en el Valle de los Caídos, el monumento de los vencedores, construido con el sudor y sangre de los vencidos, al que Franco trasladó cadáveres de republicanos asesinados sin el consentimiento de sus familias, apropiándose de los muertos y haciéndolos útiles para su dictadura. Para lo cual los desenterró primero y luego los volvió a inhumar bajo los símbolos en nombre de los cuales los mataron empezando por la ingente cruz.
La omnipresencia de los caídos de los vencedores contrasta con la invisibilidad pública de los miles y miles de republicanos asesinados sin registrar, que no han tenido tumbas conocidas ni placas conmemorativas. Con su desaparición física y documental, esa política de memoricidio pretendía acabar con todo su rastro, incluida su memoria. Las familias andan buscando sus restos todavía y sigue siendo una tarea prioritaria rescatar del olvido y de las fosas a todas esas víctimas sin registrar o en paradero desconocido. Es una cuestión de dignidad, más allá del debate historiográfico o de las ideologías políticas. Desde el año 2000 se han abierto 740 enterramientos para recuperar los restos óseos de más de 9.000 personas. Pero el trabajo de las exhumaciones se ha hecho de modo demasiado privado, pues esta responsabilidad se ha delegado básicamente sobre el esfuerzo de las familias y las asociaciones, con escaso presupuesto público y con enorme indiferencia de las instituciones estatales.
Es desolador que la sociedad española haya cerrado tantos años los ojos ante la realidad de asesinatos, tortura y violación sistemática de los derechos humanos, que destruyó a familias en...

Índice

  1. Índice
  2. Prólogo
  3. La Transición
  4. Logros
  5. Flaquezas
  6. Retos
  7. Bibliografía