Parte I
La labor de la Reforma
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Los baluartes de la fe
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Una forma de plantear la pregunta que pretendo responder aquí es: ¿por qué en nuestra sociedad occidental era virtualmente imposible no creer en Dios en el año 1500, por ejemplo, mientras que en el 2000 eso no sólo no es fácil para muchos de nosotros, sino incluso inevitable?
Parte de la respuesta, sin duda, es que en aquellos días todos creían, y, por lo tanto, las alternativas parecían algo extraño. Pero esto no hace más que trasladar la pregunta aún más atrás. Necesitamos comprender cómo cambiaron las cosas. ¿Cómo llegaron las alternativas a convertirse en algo posible?
Una explicación importante es que muchas características de aquel mundo obraban a favor de la creencia y hacían que la presencia de Dios fuese aparentemente innegable. Mencionaré tres de estas características, que desempeñarán un papel importante en la historia que quiero contar:
1. El mundo natural en el que vivían las personas, que tenía su lugar en el cosmos que imaginaban, era el testimonio del designio y la acción divinos, y no sólo en la forma obvia que aún podemos comprender y (al menos muchos de nosotros) apreciar hoy, a saber, que su orden y su diseño evidencian la creación, sino también porque los grandes acontecimientos que tienen lugar en este orden natural, las tormentas, las sequías, las inundaciones, las plagas, así como los años de fertilidad y bienaventuranza excepcionales eran considerados «actos de Dios», algo de lo que la hoy metáfora muerta de nuestro lenguaje jurídico aún da testimonio.
2. Dios también estaba implicado en la existencia misma de la sociedad (que no era referida como tal —pues ése es un término moderno—, sino más bien como polis, reino, Iglesia o lo que fuere). Un reino sólo podía ser concebido como fundado en algo superior a la mera acción humana de los tiempos seculares. Y más allá de eso, como mencioné en el capítulo anterior, la vida de las diversas asociaciones que conformaban la sociedad —parroquias, burgos, cofradías y demás— participaba del ritual y del culto. Dios aparecía por doquier.
3. Las personas vivían en un mundo «encantado». Tal vez éste no sea el mejor término, pues parece evocar luces y hadas. Pero lo que estoy invocando aquí es su negación, «desencantamiento», el término acuñado por Weber para describir nuestra condición moderna. Este término se ha vuelto tan corriente en nuestra discusión de estas cuestiones que usaré su antónimo para describir un rasgo esencial de la condición premoderna. El mundo encantado en este sentido es el mundo de los espíritus, los demonios y las fuerzas morales en el que vivían nuestros ancestros.
Las personas que viven en este tipo de mundo no necesariamente creen en Dios, ciertamente no en el Dios de Abraham, como lo demuestra la existencia de innumerables sociedades «paganas». Pero para los campesinos europeos del año 1500, más allá de todas las ambivalencias inevitables, el Dios cristiano era la garantía última de que el bien triunfaría o al menos mantendría alejadas las múltiples fuerzas de la oscuridad.
El ateísmo es casi inconcebible en un mundo que posea estas tres características. Parece muy obvio que Dios está allí, actuando en el cosmos, fundando y sosteniendo a las sociedades, actuando como un baluarte contra el mal. Por lo tanto, parte de la respuesta a mi pregunta inicial —¿qué sucedió entre 1500 y 2000?— es que estas tres características han desaparecido.
Pero, como afirmé en el capítulo anterior, eso no puede explicarlo todo. El surgimiento de la modernidad no es tan sólo una historia de pérdida, de sustracción. La diferencia clave que estamos examinando entre nuestras dos fechas límite es un cambio en la concepción de lo que denominé «plenitud», un pasaje de un estado en el que nuestras máximas aspiraciones espirituales y morales apuntan ineludiblemente a Dios y podría decirse que no tienen sentido sin Dios, a un estado en el que esas aspiraciones pueden relacionarse con una serie de fuentes diferentes y que muchas veces se remiten a fuentes que niegan a Dios. Ahora bien, aunque es indudable que la desaparición de estos tres modos de presencia de Dios en nuestro mundo ha facilitado este cambio, no ha podido bastar para producirlo por sí misma. Porque sin duda podemos continuar experimentando la plenitud como un regalo de Dios, aun en un mundo desencantado, en una sociedad secular y en un universo poscósmico. Para poder no hacerlo fue necesaria una alternativa.
Y entonces la historia que tengo para contar no sólo narrará cómo la presencia de Dios retrocedió en estas tres dimensiones; también deberá explicar cómo algo diferente de Dios pudo llegar a convertirse en el polo objetivo necesario de la aspiración moral o espiritual, de la «plenitud». En un sentido, la gran pregunta sobre lo que sucedió es: ¿cómo surgieron las alternativas a la referencia de la plenitud dependiente de Dios? En lo que me centraré es en la Entstehungsgeschichte del humanismo exclusivo.
La historia típica de la «sustracción» atribuye todo al desencantamiento. Primero, la ciencia nos dio una explicación «naturalista» del mundo, y luego las personas comenzaron a buscar alternativas a Dios. Pero no es así como funcionaron las cosas. No se consideraba que la nueva ciencia mecanicista del siglo XVII fuese necesariamente una amenaza para Dios. Lo era para el universo encantado y la magia, y también comenzó a plantear problemas para las providencias particulares. Pero había importantes motivos cristianos para emprender el camino del desencantamiento. Darwin ni siquiera estaba en el horizonte en el siglo XVIII.
Luego, por supuesto, la sociedad comenzó a ser considerada en términos seculares. Hubo revoluciones. En ciertos casos ello implicó rebelarse contra las Iglesias, pero podía ser en nombre de otras estructuras eclesiásticas, como sucedió en la década de 1640, y con una fuerte convicción de que la Providencia era la guía.
Una teoría de la sustracción más completa sostiene que no fue sólo el deshacer el encantamiento del mundo, sino también el desvanecimiento de la presencia de Dios en los tres ámbitos lo que nos llevó a replantearnos cuáles eran los puntos de referencia posibles y alternativos para alcanzar la plenitud. Como si éstos ya hubiesen estado allí, esperando a que los invitásemos a entrar.
Yo sostengo que, en un sentido importante, ya no estaban allí. Es verdad, algunos habían imaginado varias doctrinas que ciertos escritores ortodoxos incluso habían atacado enérgicamente y que, en algunos casos, ciertos autores antiguos habían explicado. Pero éstas no eran todavía verdaderas alternativas; quiero decir, interpretaciones alternativas de la plenitud que pudieran tener sentido para las personas, salvo para unos pocos espíritus muy originales.
En sentido negativo, era muy difícil concebir que un humanismo exclusivo pudiera desempeñar este papel, en la medida en que las personas tenían una visión encantada del universo, esto es, consideraban que los seres humanos habitábamos un campo de espíritus, algunos de ellos malignos. En este sentido, desde luego, la ciencia, al ayudar a desencantar el universo, contribuyó a abrirle el camino al humanismo exclusivo. Una condición esencial para ello fue una nueva concepción del yo y de su lugar en el cosmos: un yo no abierto, poroso ni vulnerable a un mundo de espíritus y poderes, sino lo que denomino un yo «impermeabilizado». Pero para producir el yo impermeabilizado se requirió algo más que el desencantamiento; también fue necesario confiar en nuestros propios poderes para llevar a cabo un ordenamiento moral.
Pero, ¿la ética no teísta del mundo pagano de la antigüedad disponía de los recursos para ello? Diría que sólo muy parcialmente. En primer lugar, algunas de estas concepciones también nos ubicaban en un orden espiritual o cósmico más amplio. El platonismo y el estoicismo, por ejemplo. Ciertamente, éstos no tenían una relación necesaria con la magia y los espíritus del bosque, pero tenían sus propias maneras de resistirse al desencantamiento y al universo mecanicista. No constituían realmente un humanismo exclusivo en el sentido que le estoy dando a esta expresión. Incluso diría esto respecto de Aristóteles, debido al importante papel que le adjudicaba a la contemplación de un orden más amplio concebido como algo divino que habita en nosotros.
Donde sin duda había un humanismo exclusivo era en el epicureísmo. Y no ha de sorprender que Lucrecio fuese uno de los inspiradores de las exploraciones que se hicieron en dirección del naturalismo, por ejemplo con Hume. Pero el epicureísmo en sí no bastaba realmente. Podía enseñarnos a alcanzar la ataraxia mediante la superación de nuestras ilusiones acerca de los Dioses. Pero no era esto lo que se necesitaba para un humanismo que pudiera prosperar en el contexto moderno. Pues en éste, el poder de crear un orden moral en la propia vida estaba comenzando a asumir una forma bastante diferente. Debía incluir la capacidad activa de configurar y moldear nuestro mundo natural y social, y debía ser activado por alguna inclinación a la beneficencia humana. Para expresar este segundo requisito en una forma que nos devuelva a la tradición religiosa, el humanismo moderno, además de ser activista e intervencionista, debía producir algún sustituto del ágape.
Todo esto significa que había que imaginar una forma aceptable del humanismo exclusivo. Y ello no podía hacerse de la noche a la mañana. Tampoco podía surgir de un solo salto, sino que debía atravesar una serie de fases, emergiendo de las formas cristianas anteriores. Ésta es la historia que estoy tratando de narrar.
A partir de fines del siglo XIX, en verdad, comenzamos a tener alternativas completamente constituidas que están allí ante nosotros. Y las personas pueden inclinarse hacia una u otra, en parte según las concepciones que tengan de la ciencia —aunque, como sostendré, aquí también sus ontologías morales siguen desempeñando un papel fundamental—. Pero hoy, por ejemplo, cuando no sólo se ofrec...