El silencio y el poeta
Tanto en la mitología hebrea como en la clásica se encuentran las huellas de un antiguo terror. La torre interrumpida de Babel y Orfeo lapidado, el profeta cegado de tal modo que la visión interior suple su vista, Támiris asesinado, Marsias desollado, convertida su voz en grito de la sangre en el viento, todo esto habla de un sentido, más hondamente arraigado que la memoria histórica, del escándalo milagroso de la palabra humana.
Que el habla articulada sea la línea que divide al hombre de las formas innumerables de la vida animal, que el habla deba definir la singular eminencia del hombre sobre el silencio de la planta y del gruñido del animal –más fuerte, más astuto, de más larga vida que él– era doctrina clásica mucho antes de Aristóteles. La encontramos ya en la Teogonía (584) de Hesíodo. El hombre, para Aristóteles, es el ser de la palabra (zoν lgoν χon). Cómo llegó hasta él la palabra es algo que, como advierte Sócrates en el Cratilo, es un enigma, una pregunta que sólo vale la pena plantearse para espolear el juego del intelecto, para abrir los ojos al portento de su genio comunicativo, pero no es una pregunta cuya respuesta segura esté al alcance de los humanos.
Poseedor del habla, poseído por ésta, cuando la palabra eligió la tosquedad y la flaqueza de la condición humana como morada de su propia vida imperiosa, la persona humana se liberó del gran silencio de la materia. O, para emplear la imagen de Ibsen, golpeado por el martillo, el mineral insensato se ha puesto a cantar.
Pero esta liberación, la voz humana que suscita el eco donde no había antes sino silencio, es tanto milagro como escándalo, sacramento como blasfemia. Es un corte tajante con el mundo del animal, progenitor del hombre y a veces su vecino, del animal que, si captamos correctamente los mitos del centauro, el sátiro y la esfinge, ha sido tejido con la fibra misma del hombre, y cuya inmediata cercanía instintiva, cuya forma física sólo parcialmente se han alejado de la nuestra. Este brusco destete, del que la mitología antigua tiene una inquietante conciencia, ha dejado sus cicatrices. Nuestras nuevas mitologías han retomado el tema: en el sombrío atisbo de Freud de la nostalgia del hombre, de su oculto deseo de sumergirse otra vez en una etapa temprana e inarticulada de existencia orgánica; en las especulaciones de Lévi-Strauss acerca de que el hombre se desterró a sí mismo, con el robo prometeico del fuego (la opción de lo cocido sobre lo crudo) y con su dominio de la palabra, de los ritmos naturales y del anonimato del mundo animal.
Si el hombre hablante ha hecho del animal su servidor mudo o su enemigo –las bestias de los campos y las selvas ya no entienden nuestras palabras cuando pedimos socorro–, el dominio de la palabra por el hombre ha resonado también en la puerta de los dioses. Más que el fuego, cuyo poder de iluminar o consumir, de expandirse y de recogerse, se le asemeja tan extrañamente, el habla es el centro mismo de la insumisa relación del hombre con los dioses. Por medio de ella imita o desafía las prerrogativas de éstos. La torre de Nemrod fue construida con palabras; Tántalo era un chismoso que trajo a la tierra, en un recipiente de palabras, los secretos de los dioses. Según la metáfora de los neoplatónicos y de san Juan, en el principio era la Palabra; pero si este logos, este acto y esencia de Dios es, en última instancia, comunicación total, la palabra que crea su propio contenido y la verdad de su ser, ¿qué pasa entonces con el zoon phonanta, con el hombre animal hablante? Él también crea palabras y crea con las palabras. ¿Puede haber una coexistencia que no esté cargada de tormento y rebeldía mutuos entre la totalidad del logos y los fragmentos vivos, creadores de mundo, de nuestra propia habla? El acto de hablar, que define al hombre, ¿no lo constituye también en rival de Dios?
En el poeta esta ambigüedad está más acentuada todavía. Él es quien guarda y multiplica la fuerza vital del habla. En él siguen resonando las antiguas palabras y las nuevas salen a una luz común, desde la activa oscuridad de la conciencia individual. El poeta procede inquietantemente a semejanza de los dioses. Su canto edifica ciudades; sus palabras tienen ese poder que, por encima de todos los demás, los dioses querrían negarle al hombre, el poder de conferir una vida duradera. Como dice Montaigne de Homero: Et, à la vérité, je m’estonne souvent que luy, qui a produict et mis en credit au monde plusieurs deitez par son auctorité, n’a gaigné rang de Dieu luy mesme… [Y, a decir verdad, con frecuencia me asombra que él, que ha creado y acreditado en el mundo muchas deidades en virtud de su autoridad, no haya obtenido la condición de dios…]
El poeta es hacedor de nuevos dioses y perpetuador de hombres: así viven Aquiles y Agamenón, así la gran sombra de Ayax arde todavía, porque el poeta ha hecho del habla un dique contra el olvido, y los dientes agudos de la muerte pierden el filo ante sus palabras. Y como nuestras lenguas tienen un tiempo futuro, lo que es de por sí un escándalo estrepitoso, una subversión de la mortalidad, el vidente, el profeta, los hombres en quienes el lenguaje es una vicisitud de vitalidad extrema, son capaces de ver más allá, de hacer de la palabra algo que se prolonga allende la muerte. Por dicha presunción –presumir significa anticipar pero también usurpar– pagan un precio muy amargo.
Homero, el constructor y el rebelde contra el tiempo, en quien la convicción de que la «palabra alada» durará más que la muerte se expresa con júbilo constante, quedó ciego. Orfeo es desgarrado en jirones sangrientos. Pero la palabra no se doblega; canta en la boca muerta: membra iacent diversa locis, caput, Hebre, lyramque / excipis: et (mirum!) medio dum labitur amne, / flebile nescio quid queritur lyra, flebile lingua / murmurat exanimis, respondent flebile ripae. [«Los miembros yacen esparcidos, el Hebro recibe la cabeza y la lira: y (¡maravilla rel...