Los hechos de los apóstoles
eBook - ePub

Los hechos de los apóstoles

  1. 509 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Los hechos de los apóstoles

Descripción del libro

"Hace 19 siglos que los apóstoles descansan de sus labores; pero la historia de sus fatigas y sacrificios por la causa de Cristo se encuentra todavía entre los más preciosos tesoros de la iglesia. Dicha historia, escrita bajo la dirección del Espíritu Santo, fue registrada con el fin de que por ella los seguidores de Cristo de todas las épocas fuesen inducidos a empeñarse con mayor celo y fervor en la causa del Salvador" (pag. 489).

Preguntas frecuentes

Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
  • Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
  • Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Ambos planes están disponibles con ciclos de facturación mensual, cada cuatro meses o anual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a Los hechos de los apóstoles de Elena G. de White en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Teología y religión y Ministerio cristiano. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9789877982589

Capítulo 1

El propósito de Dios para su iglesia

La iglesia es el medio señalado por Dios para la salvación de los hombres. Fue organizada para servir, y su misión es la de anunciar el evangelio al mundo. Desde el principio fue el plan de Dios que su iglesia reflejase al mundo su plenitud y suficiencia. Los miembros de la iglesia, los que han sido llamados de las tinieblas a su luz admirable, han de revelar su gloria. La iglesia es la depositaria de las riquezas de la gracia de Cristo; y mediante la iglesia se manifestará con el tiempo, aún a “los principados y potestades en los cielos” (Efe. 3:10), el despliegue final y pleno del amor de Dios.
Muchas y maravillosas son las promesas registradas en las Escrituras en cuanto a la iglesia. “Mi casa, casa de oración será llamada de todos los pueblos” (Isa. 56:7). “Y daré a ellas, y a los alrededores de mi collado, bendición; y haré descender la lluvia en su tiempo, lluvias de bendición serán... Y les despertaré una planta por nombre, y no más serán consumidos de hambre en la tierra, ni serán más avergonzados de las gentes. Y sabrán que yo su Dios Jehová soy con ellos, y ellos son mi pueblo, la casa de Israel, dice el Señor Jehová. Y ustedes, ovejas mías, ovejas de mi pasto, hombres son, y yo vuestro Dios, dice el Señor Jehová” (Eze. 34:26, 29-31).
“Ustedes son mis testigos, dice Jehová, y mi siervo que yo escogí; para que me conozcan y crean, y entiendan que yo mismo soy; antes de mí no fue formado Dios, ni lo será después de mí. Yo, yo Jehová; y fuera de mí no hay quien salve. Yo anuncié, y salvé, e hice oír, y no hubo entre ustedes extraño. Ustedes pues son mis testigos, dice Jehová, que yo soy Dios”. “Yo Jehová te he llamado en justicia, y te tendré por la mano; te guardaré y te pondré por alianza del pueblo, por luz de las gentes; para que abras ojos de ciegos, para que saques de la cárcel a los presos, y de casas de prisión a los que están de asiento en tinieblas” (Isa. 43:10-12; 42:6, 7).
“En hora de contentamiento te oí, y en el día de salud te ayudé: y te guardaré, y te daré por alianza del pueblo, para que levantes la tierra, para que heredes asoladas heredades; para que digas a los presos: Salgan; y a los que están en tinieblas: Manifiéstense. En los caminos serán apacentados, y en todas las cumbres serán sus pastos. No tendrán hambre ni sed, ni el calor ni el sol los afligirá; porque el que tiene de ellos misericordia los guiará, y los conducirá a manaderos de aguas. Y tornaré camino todos mis montes, y mis calzadas serán levantadas...
“Canten alabanzas, oh cielos, y alégrate, tierra; y prorrumpan en alabanzas, oh montes; porque Jehová ha consolado a su pueblo, y de sus pobres tendrá misericordia. Pero Sión dijo: Me dejó Jehová, y el Señor se olvidó de mí. ¿Se olvidará la mujer de lo que parió, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque se olviden ellas, yo no me olvidaré de ti. He aquí que en las palmas te tengo esculpida: delante de mí están siempre tus muros” (Isa. 49:8-16).
La iglesia es la fortaleza de Dios, su ciudad de refugio, que él sostiene en un mundo en rebelión. Cualquier traición a la iglesia es traición hecha a Aquel que ha comprado a la humanidad con la sangre de su Hijo unigénito. Desde el principio, las almas fieles han constituido la iglesia en la tierra. En todo tiempo el Señor ha tenido sus atalayas, que han dado un testimonio fiel a la generación en la cual vivieron. Estos centinelas daban el mensaje de amonestación; y cuando eran llamados a deponer su armadura, otros continuaban la labor. Dios ligó consigo a estos testigos mediante un pacto, uniendo a la iglesia de la tierra con la iglesia del cielo. Él ha enviado a sus ángeles para ministrar a su iglesia, y las puertas del infierno no han podido prevalecer contra su pueblo.
A través de los siglos de persecución, lucha y tinieblas, Dios ha sostenido a su iglesia. Ni una nube ha caído sobre ella sin que él hubiese hecho provisión; ni una fuerza opositora se ha levantado para contrarrestar su obra sin que él lo hubiese previsto. Todo ha sucedido como él lo predijo. Él no ha dejado abandonada a su iglesia, sino que ha señalado en las declaraciones proféticas lo que ocurriría, y se ha producido aquello que su Espíritu inspiró a los profetas a predecir. Todos sus propósitos se cumplirán. Su ley está ligada a su trono, y ningún poder del maligno puede destruirla. La verdad está inspirada y guardada por Dios; y triunfará contra toda oposición.
Durante los siglos de tinieblas espirituales, la iglesia de Dios ha sido como una ciudad asentada en un monte. De siglo en siglo, a través de las generaciones sucesivas, las doctrinas puras del cielo se han desarrollado dentro de ella. Por débil e imperfecta que parezca, la iglesia es el objeto al cual Dios dedica en un sentido especial su suprema consideración. Es el escenario de su gracia, en el cual se deleita en revelar su poder para transformar los corazones.
“¿A qué hemos de comparar el reino de Dios? –preguntó Cristo–, ¿o con qué semejanza lo representaremos?” (S. Mar. 4:30, VM). Él no podía emplear los reinos del mundo como símil. No podía hallar en la sociedad nada con qué compararlo. Los reinos terrenales son regidos por el ascendiente del poder físico; pero del reino de Cristo está excluida toda arma carnal, todo instrumento de coerción. Este reino está destinado a elevar y ennoblecer a la humanidad. La iglesia de Dios es el palacio de la vida santa, lleno de variados dones, y dotado del Espíritu Santo. Los miembros han de hallar su felicidad en la felicidad de aquellos a quienes ayudan y benefician.
Es maravillosa la obra que el Señor determina que sea realizada por su iglesia, con el fin de que su nombre sea glorificado. Se da un cuadro de esta obra en la visión de Ezequiel del río de la salud: “Estas aguas salen a la región del oriente, y descenderán a la llanura, y entrarán en la mar; y entradas en la mar, recibirán sanidad las aguas. Y será que toda alma viviente que nadare por dondequiera que entraren estos dos arroyos, vivirá... y junto al arroyo, en su ribera de una parte y de otra, crecerá todo árbol de comer; su hoja nunca caerá, ni faltará su fruto; a sus meses madurará, porque sus aguas salen del santuario; y su fruto será para comer, y su hoja para medicina” (Eze. 47:8-12).
Desde el principio Dios ha obrado por medio de su pueblo para proporcionar bendición al mundo. Para la antigua nación egipcia, Dios hizo de José una fuente de vida. Mediante la integridad de José fue preservada la vida de todo ese pueblo. Mediante Daniel, Dios salvó la vida de todos los sabios de Babilonia. Y esas liberaciones son lecciones objetivas; ilustran las bendiciones espirituales ofrecidas al mundo mediante la relación con el Dios a quien José y Daniel adoraban. Todo aquel en cuyo corazón habite Cristo, todo aquel que quiera revelar su amor al mundo, es colaborador con Dios para la bendición de la humanidad. Cuando recibe gracia del Salvador para impartir a otros, de todo su ser fluye la marea de vida espiritual.
Dios escogió a Israel para que revelase su carácter a los hombres. Deseaba que fuesen como manantiales de salvación en el mundo. Se les encomendaron los oráculos del cielo, la revelación de la voluntad de Dios. En los primeros días de Israel, las naciones del mundo, por causa de sus prácticas corruptas, habían perdido el conocimiento de Dios. Una vez le habían conocido; pero por cuanto “no le glorificaron como a Dios, ni dieron gracias; antes se envanecieron en sus discursos... el necio corazón de ellos fue entenebrecido” (Rom. 1:21). Sin embargo, en su misericordia, Dios no las borró de la existencia. Se proponía darles una oportunidad de volver a conocerle por medio de su pueblo escogido. Mediante las enseñanzas del servicio de los sacrificios, Cristo había de ser levantado ante todas las naciones, y cuantos le miraran vivirían. Cristo era el fundamento de la economía judía. Todo el sistema de los tipos y símbolos era una profecía compacta del evangelio, una presentación en la cual estaban resumidas las promesas de la redención.
Pero el pueblo de Israel perdió de vista sus grandes privilegios como representante de Dios. Olvidaron a Dios, y dejaron de cumplir su santa misión. Las bendiciones que recibieron no proporcionaron bendición al mundo. Se apropiaron ellos de todas sus ventajas para su propia glorificación. Se aislaron del mundo con el fin de rehuir la tentación. Las restricciones que Dios había impuesto a su asociación con los idólatras para impedir que se conformasen a las prácticas de los paganos, las usaban para edificar una muralla de separación entre ellos y todas las demás naciones. Privaron a Dios del servicio que requería de ellos, y privaron a sus semejantes de dirección religiosa y de un ejemplo santo.
Los sacerdotes y gobernantes se estancaron en una rutina de ceremonias. Estaban satisfechos con una religión legal, y era imposible para ellos dar a otros las verdades vivientes del cielo. Consideraban cabalmente suficiente su propia justicia, y no deseaban que un nuevo elemento se introdujera en su religión. No aceptaban la buena voluntad de Dios para con los hombres como algo independiente de ellos mismos, sino que la relacionaban con sus propios méritos debidos a sus buenas obras. La fe que obra por el amor y purifica el alma no podía unirse con la religión de los fariseos, hecha de ceremonias y de mandamientos de hombres.
En cuanto a Israel, Dios declara : “Y yo te planté de buen vidueño, simiente verdadera toda ella; ¿cómo pues te me has tornado sarmientos de vid extraña?” (Jer. 2:21). “Es Israel una frondosa viña, haciendo fruto para sí” (Ose. 10:1). “Ahora pues, vecinos de Jerusalén y varones de Judá, juzguen ahora entre mí y mi viña. ¿Qué más se había de hacer a mi viña, que yo no haya hecho en ella? ¿Cómo, esperando yo que llevase uvas, ha llevado uvas silvestres?
“Les mostraré pues ahora lo que haré yo a mi viña: Le quitaré su vallado, y será para ser consumida; aportillaré su cerca, y será para ser hollada; haré que quede desierta; no será podada ni cavada, y crecerá el cardo y las espinas; y aún a las nubes mandaré que no derramen lluvia sobre ella. Ciertamente la viña de Jehová de los ejércitos es la casa de Israel, y los hombres de Judá planta suya deleitosa. Esperaba juicio, y he aquí vileza; justicia, y he aquí clamor” (Isa. 5:3-7). “No corroboraron las flacas, ni curaron la enferma; no ligaron la perniquebrada, ni tornaron la descarriada, ni buscaron la perdida; sino que se enseñorearon de ellas con dureza y con violencia” (Eze. 34:4).
Los jefes judíos se consideraban a sí mismos demasiado sabios como para necesitar instrucción, demasiado justos como para necesitar salvación, demasiado altamente honrados como para necesitar el honor que proviene de Cristo. El Salvador se apartó de ellos para confiar a otros los privilegios que ellos habían profanado y la obra que habían descuidado. La gloria de Dios debe ser revelada, su palabra afirmada. El reino de Cristo debe establecerse en el mundo. La salvación de Dios debe darse a conocer en las ciudades del desierto; y los discípulos fueron llamados para realizar la obra que los jefes judíos no habían hecho.

Capítulo 2

La preparación de los Doce

Para continuar su obra, Cristo no escogió la erudición o la elocuencia del Sanedrín judío o el poder de Roma. Pasando por alto a los maestros judíos que se consideraban justos, el Artífice Maestro escogió a hombres humildes y sin letras para proclamar las verdades que debían llevarse al mundo. A esos hombres se propuso prepararlos y educarlos como directores de su iglesia. Ellos a su vez debían educar a otros, y enviarlos con el mensaje evangélico. Para que pudieran tener éxito en su trabajo, iban a ser dotados con el poder del Espíritu Santo. El evangelio no debía ser proclamado por el poder ni la sabiduría de los hombres, sino por el poder de Dios.
Durante tres años y medio los discípulos estuvieron bajo la instrucción del mayor Maestro que el mundo conoció alguna vez. Mediante el trato y la asociación personales, Cristo los preparó para su servicio. Día tras día caminaban y hablaban con él, oían sus palabras de aliento a los cansados y cargados, y veían la manifestación de su poder en favor de los enfermos y afligidos. Algunas veces les enseñaba, sentado entre ellos en la ladera de la montaña; algunas veces junto a la mar, o andando por el camino, les revelaba los misterios del reino de Dios. Dondequiera que hubiese corazones abiertos a la recepción del mensaje divino, exponía las verdades del camino de la salvación. No ordenaba a los discípulos que hiciesen esto o aquello, sino que decía: “Síganme”. En sus viajes por el campo y las ciudades, los llevaba consigo, para que pudiesen ver cómo enseñaba a la gente. Viajaban con él de lugar en lugar. Compartían sus frugales comidas, y como él, algunas veces tenían hambre y a menudo estaban cansados. En las calles atestadas, en la ribera del lago, en el desierto solitario, estaban con él. Le veían en cada fase de la vida.
Al ordenar a los Doce se dio el primer paso en la organización de la iglesia que, después de la partida de Cristo, habría de continuar su obra en la tierra. Respecto a esta ordenación, el relato dice: “Y subió al monte, y llamó a sí a los que él quiso; y vinieron a él. Y estableció doce, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar” (S. Mar. 3:13, 14).
Contemplemos la impresionante escena. Miremos a la Majestad del cielo rodeado por los doce que había escogido. Está por apartarlos para su trabajo. Por estos débiles agentes, mediante su Palabra y Espíritu, se propone poner la salvación al alcance de todos.
Con alegría y regocijo, Dios y los ángeles contemplaron esa escena. El Padre sabía que la luz del cielo habría de irradiar de estos hombres; que las palabras habladas por ellos como testigos de su Hijo repercutirían de generación en generación hasta el fin del tiempo.
Los discípulos estaban por salir como testigos de Cristo, para declarar al mundo lo que habían visto y oído de él. Su cargo era el más importante al cual los seres humanos habían sido llamados alguna vez, siendo superado únicamente por el de Cristo mismo. Habían de ser colaboradores con Dios para la salvación de los hombres. Así como en el Antiguo Testamento los doce patriarcas eran los representantes de Israel, así los doce apóstoles son los representantes de la iglesia evangélica.
Durante su ministerio terrenal, Cristo empezó a derribar la pared divisoria levantada entre los judíos y gentiles, y a predicar la salvación a toda la humanidad. Aunque era judío, trataba libremente con los samaritanos y anulaba las costumbres farisaicas de los judíos con respecto a ese pueblo despreciado. Dormía bajo sus techos, comía junto a sus mesas, y enseñaba en sus calles.
El Salvador anhelaba exponer a sus discípulos la verdad concerniente al derribamiento de la “pared intermedia de separación” entre Israel y las otras naciones: la verdad de que “los gentiles sean juntamente herederos” con los judíos, y “consortes de su promesa en Cristo por el evangelio” (Efe. 2:14; 3:6). Esta verdad fue revelada en parte cuando recompensó la fe del centurión de Capernaum, y también cuando predicó el evangelio a los habitantes de Sicar. Fue revelada todavía más claramente en ocasión de su visita a Fenicia, cuando sanó a la hija de la mujer cananea. Estos incidentes ayudaron a sus discípulos a comprender que entre aquellos a quienes muchos consideraban indignos de la salvación, había almas ansiosas de la luz de la verdad.
Así Cristo trataba de enseñar a sus discípulos la verdad de que en el reino de Dios no hay fronteras nacionales, ni castas, ni aristocracia; que ellos debían ir a todas las naciones, llevándoles el mensaje del amor del Salvador. Pero sólo más tarde comprendieron ellos en toda su plenitud que Dios “de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habitasen sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los términos de la habitación de ellos; para que buscasen a Dios, si en alguna manera, palpando, le hallen; aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros” (Hech. 17:26, 27).
En estos primeros discípulos había notable diversidad. Habían de ser los maestros del mundo, y representaban muy variados tipos de carácter. Con el fin de realizar con éxito la obra a la cual habían sido llamados, estos hombres, de diferentes características naturales y hábitos de vida, necesitaban unirse en sentimiento, pensamiento y acción. Cristo se propuso conseguir esta unidad. Con ese fin trató de unirlos con él mismo. La mayor preocupación de su trabajo en favor de ellos se expresa en la oración que dirigió a su Padre: “Para que todos sean una cosa; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean en nosotros una cosa... y que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado, como también a mí me has amado” (S. Juan 17:21, 23). Su constante oración por ellos era que pudiesen ser santificados por la verdad; y oraba con seguridad, sabiendo que un decreto todopoderoso había sido dado antes que el mundo fuese. Sabía que el evangelio del reino debía ser predicado en testimonio a todas las naciones; sabía que la verdad revestida con la omnipotencia del Espíritu Santo habría de vencer en la batalla contra el mal, y que la bandera teñida de sangre flamearía un día triunfalmente sobre sus seguidores.
Cuando el ministerio terrenal de Cristo estaba por terminar, y él comprendía que debía dejar pronto a sus discípulos para que continuaran la obra sin su superintendencia personal, trató de animarlos y prepararlos para lo futuro. No los engañó con falsas esperanzas. Como en un libro abierto leía lo que iba a suceder. Sabía que estaba por separarse de ellos y dejarlos como ovejas entre lobos. Sabía que iban a sufrir persecución, que iban a ser expulsados de las sinagogas y encarcelados. Sabía que por testificar de él como el Mesías, algunos de ellos serían muertos, y les dijo algo de esto. Al hablarles del futuro de ellos, lo hacía en forma clara y definida, para que en sus pruebas venideras pudieran recordar sus palabras y ser fortalecidos creyendo en él como el Redentor.
Les habló también palabras de esperanza y valor. “No se turbe vuestro corazón –dijo–; creen en Dios, crean también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay: de otra manera les hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para ustedes. Y si me fuere, y les aparejare lugar, vendré otra vez, y los tomaré a mí mismo: para que donde yo estoy, ustedes también estén. Y ya saben a dónde yo voy; y saben el camino” (S. Juan 14:1-4). Por amor a ustedes he venido al mundo, por ustedes he trabajado. Cuando me vaya, todavía trabajaré fervientemente por ustedes. Vine al mundo para revelarme a ustedes, para que pudieran creer. Voy a mi Padre y a vuestro Padre para cooperar con él en favor de ustedes.
“De cierto, de cierto les digo: El que en mí cree, las obras que yo hago también él las hará, y mayores que éstas hará; porque yo voy al Padre” (S. Juan 14:12). Con esto Cristo no quiso decir que los discípulos habrían de realizar obras más elevadas que las que él había hecho, sino que su trabajo tendría mayor amplitud. No se refirió meramente a la realización de milagros, sino a todo lo que sucedería bajo la acción del Espíritu Santo. “Cuando viniere el Consolador –dijo él–, el cual yo les enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio de mí. Y ustedes darán testimonio, porque están conmigo desde el principio” (S. Juan 15:26, 27).
Estas palabras se cumplieron maravillosamente. Después del descenso del Espíritu Santo, los discípulos estaban tan llenos de amor hacia Cristo y hacia aquellos por quienes él murió, que los corazones se conmovían por las palabras que hablaban y las oraciones que ofrecían. Hablaban con el poder del Espíritu; y bajo la influencia de ese poder miles se convirtieron.
Como representantes de Cristo, los apóstoles iban a hacer una impresión definida en el mundo. El hecho de que eran hombres humildes no disminuiría su influencia, sino que la acrecentaría; porque las mentes de sus oyentes se dirigirían de ellos al Salvador, que, aunque invisible, seguía obrando todavía con ellos. La maravillosa enseñanza de los apóstoles, sus palabras de valor y confianza, darían a todos la seguridad de que no obraban ellos por su propio poder, sino por el poder de Cristo. Al humillarse a sí mismos, declararían que Aquel a quien los judíos habían crucificado era el Príncipe de la vida, el Hijo del Dios vivo, y que en su nombre hacían las obras que él había hecho.
En su conversación de despedida con sus discípulos la noche antes de la crucifixión, el Salvador no se refirió a los sufrimientos que había soportado y que debía soportar todavía. No habló de la humillación que lo aguardaba, sino que trató de llamar su atención a aquello que fortalecería la fe de ellos, induciéndolos a mirar hacia adelante, a los goces que aguardan al vencedor. Se regocijaba en el conocimiento de que podría hacer más por sus seguidores de lo que había prometido y de que lo haría; que de él fluirían amor y compasión que limpiarían el templo del alma y harían a los hombres semejantes a él en carácter; que su verdad, provista del poder del Espíritu, saldría venciendo y para vencer.
“Estas cosas les he hablado –dijo– para que en mí tengan paz. En el mundo tendrán aflicción: pero confíen, yo he vencido al mundo” (S. Juan 16:33). Cristo no fracasó, ni se desalentó; y los discípulos debían manifestar una fe igualmente constante. Debían trabajar como él había trabajado, dependiendo de él como fuente de fuerza. Aunque su camino iba a ser obstruido por imposibilidades aparentes, por su gracia habrían de avanzar, sin desesperar de nada y esperándolo todo.
Cristo había terminado la obra que se le había encomendado que hiciera. Había reunido a quienes habrían de continuar su obra entre los hombres. Y dijo: “He sido glorificado en ellos. Y ya no estoy en el mundo; pero éstos están en el mundo, y yo voy a ti. Padre sa...

Índice

  1. Tapa
  2. Prefacio
  3. 1 - El propósito de Dios para su iglesia
  4. 2 - La preparación de los Doce
  5. 3 - La gran comisión
  6. 4 - Pentecostés (Hech. 2:1-39)
  7. 5 - El don del Espíritu
  8. 6 - A la puerta del templo (Hech. 3; 4:1-31)
  9. 7 - Una amonestación contra la hipocresía (Hech. 4:32-5:11)
  10. 8 - Ante el Sanedrín (Hech. 5:12-42)
  11. 9 - Los siete diáconos (Hech. 6:1-7)
  12. 10 - El primer mártir cristiano (Hech. 6:5-15; 7)
  13. 11 - El evangelio en Samaria (Hech. 8)
  14. 12 - De perseguidor a discípulo (Hech. 9:1-18)
  15. 13 - Días de preparación (Hech. 9:19-30)
  16. 14 - Un buscador de la verdad (Hech. 9:32-11:18)
  17. 15 - Librado de la cárcel (Hech. 12:1-23)
  18. 16 - El evangelio en Antioquía (Hech. 11:19-26; 13:1-3)
  19. 17 - Heraldos del evangelio (Hech. 13:4-52)
  20. 18 - La predicación entre los paganos (Hech. 14:1-26)
  21. 19 - Judíos y gentiles (Hech. 15:1-35)
  22. 20 - Pablo exalta la cruz (Hech. 15:36-41; 16:1-6)
  23. 21 - En las regiones lejanas (Hech. 16:7-40)
  24. 22 - Tesalónica (Hech. 17:1-10)
  25. 23 - Berea y Atenas (Hech. 17:11-34)
  26. 24 - Corinto (Hech. 18:1-18)
  27. 25 - Las cartas a los tesalonicenses (1, 2 Tes.)
  28. 26 - Apolos en Corinto (Hech. 18:18-28)
  29. 27 - Éfeso (Hech. 19:1-20)
  30. 28 - Días de luchas y pruebas (Hech. 19:21-41; 20:1)
  31. 29 - Amonestación y súplica (1 Cor.)
  32. 30 - Llamamiento a alcanzar una norma más alta (1 Cor.)
  33. 31 - Se escucha el mensaje (2 Cor.)
  34. 32 - Una iglesia generosa (1, 2 Cor.)
  35. 33 - Trabajos y dificultades (1, 2 Cor.)
  36. 34 - Un ministerio consagrado
  37. 35 - La salvación ofrecida a los judíos (Rom.)
  38. 36 - Apostasía en Galacia (Gál.)
  39. 37 - Último viaje de Pablo a Jerusalén (Hech. 20:4-21:16)
  40. 38 - La prisión de Pablo (Hech. 21:17-23:35)
  41. 39 - El juicio en Cesarea (Hech. 24)
  42. 40 - Pablo apela a César (Hech. 25:1-12)
  43. 41 - “Por poco me persuades” (Hech. 25:13-27; 26)
  44. 42 - Viaje y naufragio (Hech. 27-28:10)
  45. 43 - En Roma (Hech. 28:11-31; File.)
  46. 44 - En la casa de César
  47. 45 - Cartas escritas desde Roma (Col.; Fil.)
  48. 46 - Pablo en libertad
  49. 47 - El último arresto de Pablo
  50. 48 - Nuevamente ante Nerón
  51. 49 - La última carta de Pablo (2 Tim.)
  52. 50 - Condenado a muerte
  53. 51 - Un fiel subpastor (1 S. Ped.)
  54. 52 - Firme hasta el fin (2 S. Ped.)
  55. 53 - Juan, el Amado (Juan; 1 S. Juan)
  56. 54 - Un testigo fiel (1, 2, 3 S. Juan)
  57. 55 - Transformado por la gracia
  58. 56 - Patmos (Apoc. 1)
  59. 57 - El Apocalipsis (Apoc. 1-22)
  60. 58 - La iglesia triunfante
  61. Viajes de Pablo