La termodinámica de la pizza
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La termodinámica de la pizza

Ciencia y vida cotidiana

Harold J. Morowitz

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  1. 288 páginas
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La termodinámica de la pizza

Ciencia y vida cotidiana

Harold J. Morowitz

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Investigar la causa por la que es tan fácil quemarse el paladar al comer pizza, puede ser punto de partida de las interesantes consideraciones termodinámicas, y la aceituna en la copa de Martini, el comienzo de un viaje retrospectivo a través de una serie de importantes conquistas tecnológicas: cualquier pretexto es bueno para que el distinguido biofísico Harold J. Morowitz nos lleve, con un humor y una amenidad que no empañan en absoluto el rigor científico, de lo más particular a lo más general, de la anécdota cotidiana a las leyes universales, de las pequeñas preguntas a las grandes incógnitas y los incesantes esfuerzos del hombre por hallar respuestas.A través de sus ensayos, el autor pasa revista a los temas más apasionantes e insólitos de la ciencia y el pensamiento contemporáneos, desde las posibilidades y riesgos de la ingeniería genética hasta el paralelismo entre cerebros y ordenadores, pasando por las sutiles relaciones entre el béisbol y la filosofía.

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Información

Año
2016
ISBN
9788416572809
simbologia-fisica.tif
Una ojeada a la medicina
7
Una camilla fría y un corazón cálido
Durante unos quince años le he estado rogando a mi musa que me ayudara a escribir sobre un hombre sencillo y a la vez extraordinario: el doctor Robert Salinger, pediatra. Cada vez que tomo la pluma tengo grandes dificultades para encontrar las palabras adecuadas. La otra noche, mientras mi esposa, mi tercer hijo y yo estábamos cenando con un amigo que acababa de experimentar la alegría del nacimiento de su primer nieto, éste empezó a hablar del pediatra al que acudían cuando su hijo era pequeño. Y descubrimos que éramos miembros de la misma hermandad: antiguos pacientes del buen doctor Salinger.
Nuestro compañero de mesa era más elocuente que yo y empezó a hablar de la clase de grandeza de un hombre como Salinger, que influyó tan positivamente en tantas personas y al que sin embargo no se dedicará ni una nota a pie de página en la historia de nuestro tiempo. De hecho, no sé de dónde sacar los datos biográficos elementales que necesitaría para escribir sobre él. Su tipo de personalidad se podría expresar comparando el mundo académico moderno con el de la antigua China. Normalmente, la afirmación: «X es un gran filósofo», evoca la pregunta: «¿Qué ha escrito?». En la China clásica, la pregunta habría sido: «¿Qué clase de vida lleva?». En este último sentido, el hombre del que estamos hablando era un verdadero filósofo. De hecho, cuando nuestros hijos crecieron, a menudo nos referíamos cariñosamente a nuestro pediatra como «el viejo filósofo».
Entró por primera vez en nuestras vidas cuando vino a nuestro apartamento una mañana de enero para examinar a nuestra primera hija, que había nacido hacía poco.
No recuerdo quién nos lo recomendó, pero le estoy muy agradecido a quien lo hiciera. El doctor entró en casa y dijo: «Espero que no tengan la casa tan caliente a causa del niño». No sólo era una persona sensata, sino que no desperdiciaba una sola caloría. En su consultorio nunca hacía calor, como a menudo observaban los niños que se desnudaban y se sentaban en su camilla para ser examinados. De hecho, un grupo de sus jóvenes pacientes que, ya en la universidad, hablaron en cierta ocasión de su antiguo doctor, lo definieron como el hombre de la camilla fría y el corazón cálido.
Volviendo a nuestro primer encuentro: examinó a nuestra hijita, contestó pacientemente a todas las preguntas, dijo algunas sabias palabras y nos dejó completamente tranquilos con respecto a la tarea de cuidar un bebé.
Había un aura de serena competencia alrededor de aquel hombre. Cuando lo conocimos debía de tener cerca de sesenta años, pero había en él algo atemporal. En realidad, no recuerdo que su aspecto cambiara mucho en los siguientes treinta años. Era de mediana estatura, con el cabello gris, de aspecto anguloso y en cierto modo atlético, e iba convencionalmente vestido con un traje sencillo y corbata de lazo.
Aunque los datos biográficos que poseo son escasos, Robert Salinger creció en California, en la zona de la bahía de San Francisco, y fue un superviviente del gran terremoto de 1906. Antes de la Primera Guerra Mundial, se graduó en la Universidad de California, en Berkeley, y después de la guerra se graduó en la Facultad de Medicina de la Universidad Johns Hopkins. De alguna manera, fue a parar a New Haven, Connecticut, donde practicó la pediatría durante más de cincuenta años.
Su principal característica era su accesibilidad universal. Siempre que unos padres le llamaban, él iba a verles o les devolvía la llamada inmediatamente. Tenía una sutil comprensión de los diversos perfiles psicológicos de los padres, y respondía tanto a las necesidades de los progenitores como a las de los niños.
Durante el período en que se ocupó de nuestros hijos, el doctor Salinger llevaba el suficiente tiempo de actividad profesional como para que uno tuviera la impresión de que lo había visto todo. Había empezado a ejercer en la época anterior a los antibióticos, cuando uno veía, impotente, morir a los niños de fiebre reumática. Había pasado por el horror de las epidemias estivales de polio. Había adquirido una finísima intuición para el diagnóstico, y podía saber lo que le pasaba a un niño sin más que verle caminar por una habitación.
En el período en el que los antibióticos se usaban en exceso en pediatría, Salinger fue un terapeuta minimalista. Por supuesto, era la época anterior a la medicina preventiva, y dudo de que él haya pensado alguna vez en los aspectos legales de su trabajo. Podía, quizá, darse el lujo de ser un minimalista, porque su agudo sentido del diagnóstico le decía cuándo era realmente el momento de actuar.
Con su actitud sensata y morigerada, no debió de ser muy popular entre sus colegas. Recuerdo que una vez me dijo: «No hay muchos niños que necesiten que se les extirpe las amígdalas. Hay otorrinolaringólogos que necesitan un coche nuevo o cuyas mujeres necesitan un abrigo de pieles, pero no hay muchos niños que necesiten que se les extirpen las amígdalas». Esta afirmación difícilmente le haría popular entre los médicos de la zona. Sin embargo, durante muchos, muchos años Robert Salinger ejerció como oficial sanitario en Woodbridge, Connecticut, ganándose el respeto de la comunidad, incluyendo al gran número de médicos que allí vivían.
Nuestro héroe siempre pensó en la medicina como una profesión modesta, y sus honorarios reflejaban esta opinión. Cada año, cuando yo sumaba los gastos médicos para desgravarlos de los impuestos, me asombraba de que, incluso con cinco hijos, nuestras facturas pediátricas no solían superar los sesenta dólares. Y sin embargo nunca dejábamos de recurrir al doctor Salinger. Aunque es cierto que nosotros también éramos minimalistas terapéuticos, cuesta creer lo poco que gastamos por sus servicios. Cuando nuestro hijo menor se disponía a ir al colegio superior, en 1976, el doctor Salinger vino para ponerle una vacuna que, si no recuerdo mal, fue su último servicio oficial para nosotros. «Le pagaré al contado», dijo mi esposa. «Seguro que nos va a cobrar tan poco que no vale la pena que se moleste en mandar una factura». No recuerdo exactamente lo que cobró, pero estoy seguro de que fue menos de cinco dólares.
Aunque como oficial de salud de Woodbridge era miembro del sistema sanitario estatal, mostraba un claro desprecio por el papeleo inútil. Año tras año llenaba formularios médicos para escuelas y colegios. De vez en cuando, para poner a prueba el sistema, escribía en un formulario: «Este niño presenta una sintomatología muy preocupante. Pónganse inmediatamente en contacto conmigo para discutir las medidas a tomar». Las notas, por supuesto, quedaban sin respuesta, confirmando su sospecha de que nadie leía los informes.
En la Amity Regional High School, donde fueron nuestros hijos, los estudiantes que habían sido pacientes del doctor Salinger se sentían como si pertenecieran a un club. Recordaban su amplia consulta, su colección de animales disecados, sus maneras tranquilas y su camilla fría. Haber sido pacientes del viejo filósofo, de alguna manera creó un lazo entre aquellos jóvenes.
Cuando me enteré de que estaba a punto de retirarse, aparecí un día con una pequeña grabadora y le pedí que me contara algunos episodios especiales de sus largos años de práctica médica. Pensó un rato, y me dijo que no recordaba nada que se saliera de lo normal. Así es como era: la excelencia cotidiana en la ayuda a los demás le parecía algo trivial.
El viejo filósofo no es el sueño de un escritor. Ese hombre ennoblecía lo cotidiano, lo vivía con rigor, y su forma llana y directa de expresarse a menudo ocultaba su sencilla elocuencia. En lugar de enfatizar los aspectos dramáticos de la medicina, los minimizaba para facilitarle a la gente el hacerles frent...

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