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Adoración en la tierra de Moriah (Génesis 22,1-19)
El relato de Génesis 22,1-19 contiene el primer registro de la palabra “adoración” en un sentido cúltico: “Entonces dijo Abraham a sus siervos: Esperad aquí con el asno, y yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos, y volveremos a vosotros” (Gn 22,5). El verbo hebreo shâjâh (que aparece ciento setenta veces en el Antiguo Testamento) se traduce mayormente como “adorar”, “inclinarse”, “postrarse”, “hacer reverencia”. También está presente en el relato el concepto de “temor” (hebreo yârê’, “temer”, “reverenciar”): “Y dijo: No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único” (Gn 22,12).
Abraham era un adorador experimentado que había levantado altares y ofrecido sacrificios en diversos lugares (Gn 12,7-8; 13,4.18; 22,9; 26,25; Sant 2,21). Su casa era una “iglesia” peregrina bajo la dirección espiritual de Abraham. Mas un día Dios probó la devoción del patriarca (Gn 22,1). Otra vez debía levantar un altar, solo que ahora su hijo Isaac sería el sacrificio. “Y dijo [Dios]: Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré” (Gn 22,2).
En respuesta a la indicación divina, cuatro hombres iniciaron el viaje: Abraham, Isaac y dos siervos. Su destino geográfico era el monte Moriah, a tres días de camino, mas su objetivo religioso era el ofrecimiento de un sacrificio a Dios en ese lugar. Sería ese un peculiar momento de adoración. El día del inicio de ese viaje fue el más largo en la vida de Abraham, porque el patriarca caminaba durante el día, se humillaba y rogaba por las noches.
De este relato conmovedor, se derivan al menos tres principios que hacen a una teología de la adoración.
Una estructura de revelación y respuesta
Es fundamental comprender que en la adoración bíblica Dios habla y el hombre responde. El relato del Génesis muestra que Abraham conocía la voz de Dios, que estaba habituado a oírla. Dios le había hablado antes por lo menos en siete ocasiones: (a) cuando lo llamó a salir de Ur (Hch 7,2-4), (b) cuando lo instó a continuar el camino desde Harán a Canaán (Gn 12,1-5), (c) luego de su separación de Lot (Gn 13,14-17), (d) al prometerle protección y recompensa (Gn 15,1-6), (e) a sus 99 años (Gn 17,1-4), (f) a la entrada de su tienda (Gn 18,1-15), y (g) cuando la promesa del hijo se cumplió (Gn 21,12). Entre la primera y la séptima vez habían pasado 25 años, desde la promesa de un hijo hasta que el hijo llegó. Ahora Isaac era un muchacho fuerte y hermoso, objeto de la más profunda devoción familiar. Entonces Dios le habló por última vez cuando le pidió la entrega de su hijo en sacrificio (Gn 22,1-18). Dios había hablado y una vez más el patriarca estuvo dispuesto a dar una respuesta positiva.
En eso consiste la adoración, en una revelación de Dios (Gn 22,1-2) que despierta en el hombre una respuesta positiva (Gn 22,3). La iniciativa es siempre divina; la respuesta es humana. Algo similar ocurrió con otros patriarcas a los que Dios se manifestó: Isaac (Gn 26,24), Jacob (Gn 28,10; 32,25; 48,3), José (Gn 37,5) y sus hermanos (Gn 50,24-25). Por tanto, es posible concluir que en este sentido
"la adoración es una respuesta a la revelación de Dios."
El diálogo teándrico (Dios-hombre), como el culto ha sido definido, implica una revelación de Dios y una respuesta positiva del hombre. El orden temporal es importante en ese diálogo, por aquello de que la iniciativa es divina. La adoración se entiende en esencia como este diálogo divino-humano y las palabras revelación y respuesta parecen ser claves para la comprensión de la adoración cristiana. Sobre esta primera mención bíblica de la palabra adoración (Gn 22,5), comenta Alfred P. Gibbs: “Aprendemos, en primer lugar, que la adoración se halla basada sobre una revelación de Dios [...]. La fe siempre presupone una revelación previa”. “En segundo lugar, descubrimos que la adoración se halla condicionada por la fe y obediencia a esa revelación Divina”. La forma más común define la adoración como “la respuesta afirmativa, transformadora de los seres humanos a la autorrevelación de Dios”. También Robert E. Webber recuerda que en la adoración Dios habla y actúa entre su pueblo y que el pueblo responde por medio de palabras y actos. “Consecuentemente la estructura de la adoración es dialogal, basada en proclamación y respuesta”.
Al desplazar el concepto teológico hacia el terreno litúrgico, surge con claridad la importancia de la Palabra de Dios en el servicio de culto. La adoración en comunidad ha de responder también a la Palabra leída, enseñada, predicada, cantada y citada en la plegaria. Como resultado, se impone la necesidad de retornar a la lectura regular e intencional de la Biblia, a la enseñanza organizada y sistemática de los grandes temas y textos de la Escritura, a la centralidad de la predicación de la Palabra como parte significativa del diálogo cúltico, como texto frecuente de los cánticos litúrgicos y como apoyo inevitable de las oraciones de la comunidad. Del mismo modo, la respuesta de adoración será orientada y enmarcada por los parámetros de la revelación objetiva de Dios.
Sobre el lugar de las Escrituras en el culto cristiano, puede citarse a John MacArthur: “La predicación es un aspecto insustituible de toda adoración colectiva. De hecho, todo el culto debería girar en torno del ministerio de la Palabra. Todo lo demás es o preparatorio, o es una respuesta al mensaje de las Escrituras”.
Una dinámica de solicitud y entrega
En la narrativa apasionante del Génesis se encuentra claramente expresada la secuencia de solicitud y entrega. Es decir, Dios solicita algo del hombre y el hombre entrega aquello que el Señor le está solicitando.
“Aconteció después de estas cosas, que probó Dios a Abraham, y le dijo: Abraham. Y él respondió: Heme aquí. Y dijo: Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré. Y Abrah...