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Introducción
Uno de los editores del físico Wolfgang Pauli cuenta que un día le enseñó el artículo de un joven estudiante que no parecía muy prometedor, pero que había insistido en que Pauli viera su trabajo. El científico austríaco, después de dedicarle un tiempo, dijo: «Eso no solo no está bien, ni siquiera está mal» (Pauli, 1994). La cita suele utilizarse en referencia a la falsabilidad del conocimiento científico, pero, con cierta licencia interpretativa, puede remitirnos también al sentido de la proyección social de los objetos tecnológicos y a la necesidad de trascender los juicios de valor en beneficio de propuestas conceptuales que contemplen —aun desde la posibilidad de error— su vinculación con las dinámicas sociales de las que forman parte.
Aunque a posteriori la percibamos como un todo acabado y sólido, la tecnología, como el arte, constituye un proceso de producción de significado social inacabado de forma característica. Más aún, en muchos casos es precisamente esa cualidad de lo incompleto la que le confiere su estatus de obra influyente, en virtud del proceso de apropiación social que constituye, al mismo tiempo, un acto de acabamiento colectivo. Como la Vista del jardín de la Villa Médici en Roma de Velázquez que, sin pretenderlo, anticipó en su incompletitud el tratamiento impresionista de la luz y del momento.
Como ha señalado Benedict Evans (2020), muchas de las tecnologías relevantes del siglo XX —del aeroplano al smartphone— comenzaron como juguetes caros y poco prácticos: «La ingeniería no estaba terminada, los bloques de construcción no encajaban, los volúmenes eran demasiado escasos y el proceso de fabricación era nuevo e imperfecto» (Ibíd.). Sin embargo, al mismo tiempo, algunos objetos tecnológicos tienen la particularidad de proponer una forma nueva de hacer las cosas; a veces, incluso, de proponer algo completamente novedoso e inesperado. Ocurre con frecuencia que el objeto tecnológico inacabado es descartado, denostado o reducido a la categoría de ocurrencia costosa. Así el iPhone era una televisión en miniatura, o el iPad un iPhone supervitaminado.
Pero fijarnos en el objeto tecnológico desde lo confortable de nuestras certezas acerca de los modos de hacer y de las lógicas que lo sustentan supone incurrir en un grave error de perspectiva. La tecnología es un proceso social, del que el objeto tecnológico es un vector que se entrelaza con la dinámica social donde se inscribe. Comprender la interimplicación de los procesos sociales y de los desarrollos tecnológicos supone, cuando menos, poner en juego una teoría (o varias) acerca de esa complicidad. De lo contrario no sólo no estaremos en lo correcto: ni siquiera podremos estar equivocados.
El smartphone y la movilidad, por tanto, no emergen como un objeto cerrado, sino como un proceso en el que se entrelazan las funcionalidades posibles, los usos efectivos, la subjetividad social que busca su expresión efectiva y las rutinas sociales que se transforman con ella. Tampoco constituye un mero producto, una simple herramienta, pues, como había ya advertido Lewis Mumford (1971), las herramientas son tan sólo huellas de la tecnología y ésta no se limita a un modo de hacer, sino más bien a un modo de ser en el mundo. No puede así extrañar que en estas páginas se trace una genealogía clara entre el smartphone y el Big Data, la inteligencia artificial (IA), los algoritmos sociales, la hipervigilancia, la economía de las plataformas y la nueva esfera pública virtual.
Partimos, pues, de la investigación realizada sobre el impacto social de la tecnología móvil para esbozar una mirada sobre la implicación recíproca entre la transformación digital y los procesos sociales de principios del siglo XXI que, en cierto modo, presupone una teoría social de las mediaciones ubicuas, si entendemos por estas últimas, de un modo genérico y provisional, la superposición del resultado de la mediación tecnológica sobre todas las esferas y momentos de la vida cotidiana.
Ese cambio involucra objetos tecnológicos como el smartphone, las tecnologías vestibles (wearables), el Big Data y el internet de las cosas (IOT, por Internet of Things, el salto de la hiperconectividad de los sujetos a la de los objetos), pero también procesos como la redefinición del ecosistema mediático (mediante nuevas formas de intermediación), la consolidación de los nuevos escenarios de consumo (centrados en los juegos de la identidad), la congruencia entre hipervigilancia (de los Estados o las empresas) y la autovigilancia (mediante la monitorización y la exposición constante a los otros), la nueva centralidad de las interacciones sociales (que devienen el centro de las dinámicas de consumo no ya sólo mediático, sino también político), la «emocionalización» de los discursos públicos (que alumbra nuevas-viejas patologías de la comunicación, como los discursos de odio y la desinformación) y la transformación de la privacidad o del trabajo afectivo en mercancía.
Para estructurar el complejo entramado de interrelaciones, hemos organizado el contenido escalonadamente en tres grandes bloques conceptuales. En el primero de ellos —el capítulo 2: El impacto de las mediaciones ubicuas— proponemos trascender el discurso disruptivo en torno a la tecnología móvil para abordar las claves de su lógica profunda: la fusión entre comunicación y representación, la corporeidad (y, por tanto, la superposición con el mundo de la vida) y la inmediatez. A partir de estas premisas, enmarcadas en la condición profundamente relacional de la tecnología móvil, se trazan las coordenadas de las mediaciones ubicuas y su expresión en un nuevo ecosistema de medios del que surgen las plataformas digitales como actores característicos.
En el segundo bloque (capítulo 3) abordamos la mecánica de las mediaciones ubicuas, esto es, la articulación funcional de la tecnología móvil en el nuevo ecosistema digital, y la transformación subsiguiente del contenido hacia formas de actuación social (de la lógica del ver a la lógica del hacer) y hacia una operatividad ambiental (entornos ubicuos de contenido) que lo convierten en instancia de mediación interaccional. Se constituyen así nuevos escenarios de consumo sobre la base de la virtualidad mediadora del contenido digital en los procesos sociales de producción, gestión y presentación de la identidad (egosferas). La importancia de la identidad ofrece, además, una dimensión económica en torno al procesamiento de los datos y perfiles de los usuarios, que amplía la cadena de valor de los servicios y contenidos digitales e introduce de lleno el Big Data y la IA en los procesos y dinámicas sociales de explotación de la actividad digital.
Los dos primeros bloques convergen en un modelo de interdependencias funcionales que sintetiza la red de interacciones entre procesos de cambio en el ecosistema mediático a partir de las tecnologías de la ubicuidad. La ampliación de este modelo desde una aproximación crítico-estructural en torno a tres vectores de cambio social (datificación, explotación del trabajo afectivo y emocionalización del discurso público) permitirá desarrollar el tercer bloque (capítulo 4).
La crítica de las mediaciones ubicuas constituye el apartado más extenso del libro. De acuerdo con la revisión estructural del modelo de interdependencias, este se organiza sobre tres ejes principales: el algoritmo como actor social, privacidad y trabajo afectivo y la emocionalización del discurso público.
La primera sección (el algoritmo como actor social) revisa la lógica profunda de la explotación de datos (epistemología política del dato), así como las implicaciones de la incorporación de la inteligencia artificial como agencia efectiva en los procesos y dinámicas sociales (algoritmos sociales). También aborda el producto de las plataformas digitales como una instancia de transcodificación de los procesos sociales en datos explotables (estructuras de datificación) y las consideraciones éticas y epistemológicas derivadas de ellas (ética y mito de la razón algorítmica).
En la segunda sección (privacidad y trabajo afectivo) tratamos la génesis y redefinición de la privacidad como elemento central en la interimplicación entre tecnología y sociedad a principios del siglo XXI. Una de las expresiones visibles más patentes de esa transformación se explicita, como veremos, en la evolución de las nuevas formas de vigilancia social relacionadas con nuevas modalidades de poder (estatal y corporativo), que incluyen la ludificación y la instrumentalización de los procesos sociales cotidianos. En los nuevos entornos digitales ubicuos, la articulación entre la nueva privacidad —como mercancía— y la hipervigilancia internalizada en autovigilancia se constituye sobre la mercantilización de las dinámicas afectivas como trabajo productivo.
Finalmente, en la tercera sección examinamos el proceso de emocionalización de los discursos públicos como una dinámica complementaria de las anteriores, derivada de la centralidad autoexpresiva de la identidad en las interacciones sociales mediadas. El retorno de lo emocional —que emerge alrededor de la lógica del consumo en la segunda mitad del siglo XX—, se acelera de modo considerable en el entorno egocentrado y al mismo tiempo comunitarista de las interacciones sociales mediadas. Con él se pone en marcha, desde la doble lógica de la emoción como vector de lo público y como fuente de valor económico, una radical transformación de la esfera pública. Entre sus contraproductos visibles identificamos el tejido de lo que —junto con Gregory Bateson (1972) y Heinz von Foerster (1996)— denominaremos como patologías de la conectividad ubicua, que, en torno a prácticas estratégicas como la ingeniería social, aglutinan dinámicas de fractura social y de negación del otro, como los discursos de odio, la desinformación, los linchamientos digitales, el ciberacoso, el trolling o los sesgos algorítmicos.
La aceleración de la transformación digital a partir de la crisis de la COVID-19 y de los cambios sociales derivados de ella aporta un caudal importante de casos y ejemplos que ilustran aspectos de los procesos estudiados, pero también arroja interrogantes esenciales sobre aspectos decisivos de nuestra socialidad. De ellos, quizá, el más relevante concierne al papel de la autonomía decisional del individuo como eje de articulación entre la producción social de la subjetividad y la operatividad efectiva de las dinámicas sociales. Tal vez la sensación sorda de cambio de época que nos acompañaba ya antes de la pandemia tenga, al fin, que ver con la definición de una forma de comunitarismo individualista en la que la autonomía decisional carece de esa virtualidad socializante que la modernidad le confirió.
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El impacto de las mediaciones ubicuas
2.1. La lógica profunda de la movilidad
La tecnología móvil encarna la revolución que ha cambiado el mundo de principios del siglo XXI. En apenas una década ha visibilizado profundas transformaciones en nuestra cultura, nuestras sociedades y nuestras economías. Desde los teléfonos móviles antiguos hasta los smartphones, las tabletas y los wearables, los dispositivos móviles y los servicios que éstos ofrecen han dado literalmente un vuelco a nuestras relaciones sociales, a nuestros recuerdos personales, a nuestro desempeño profesional e incluso a nuestra propia comprensión del espacio y el tiempo (Katz, 2006). Ese cambio no tiene únicamente que con ver sus propias características o con su difusión: también actúa como contexto de aparición, como condición de posibilidad o como acelerante de otras tecnologías que profundizan en la senda disruptiva y que responden, como afirma Alessandro Baricco (2019), a una nueva configuración mental. El internet de las cosas, el desarrollo de la IA a partir de algoritmos capaces de aprender (Machine Learning) y la explotación masiva de información personal asociada a sujetos y comportamientos situados son formalmente posibles, en buena medida, por el salto cualitativo de la movilidad.
La aceleración es una de las claves de ese cambio. En términos de evolución de la tecnología, el lapso de una década ha pasado de ser insignificante a un salto más que generacional. Diez años del siglo XX apenas daban para el desarrollo de una innovación disruptiva (por ejemplo, la radio); una década del siglo XXI ha bastado para transformar sectores enteros de la economía y los hábitos de comunicación cotidiana a nivel global. La tecnología móvil es la que ha logrado la más rápida difusión de la historia. Ha pulverizado la tasa de adopción de otras tecnologías anteriores: la radiodifusión tardó 38 años en llegar a 50 millones de usuarios. El teléfono fijo necesitó más de 75 años para reunir esa cantidad de usuarios. La televisión tuvo que esperar más de 13 años para conseguir una audiencia de 50 millones de personas, e incluso la World Wide Web tardó casi cuatro años en alcanzar ese número de usuarios. Apple vendió 50 millones de iPhone 3G en sólo dos años y nueve meses (desde su lanzamiento original el 29 de junio de 2007 hasta el 8 de abril de 2010) (McKinsey Global Institute, 2012). Diez años después se vendían más de dos millones de teléfonos inteligentes cada día y los dispositivos móviles (teléfonos inteligentes y tabletas) constituían desde 2014 la mitad de la industria electrónica de consumo mundial (Evans, 2014). Se trata de una escala y de un alcance sin precedentes, pero también de una aceleración insólita del consumo y la progresión: en menos de una década se pasó de 1.600 millones de personas que renovaban el hardware cada cinco años (entorno PC) a 4.000 millones de usuarios que compraban equipos cada dos años (entorno móvil) (Evans, 2014).
La movilidad es, además, una revolución dentro de la propia revolución digital. Un salto de calidad que lleva internet y la cultura digital más allá de lo que cabía prever en el marco de su prime...