Autobiografía de un espantapájaros
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Autobiografía de un espantapájaros

Testimonios de resiliencia: el retorno a la vida

Boris Cyrulnik

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Autobiografía de un espantapájaros

Testimonios de resiliencia: el retorno a la vida

Boris Cyrulnik

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Autobiografía de un espantapájaros ha recibido el prestigioso Premio Renaudot al mejor libro de ensayo publicado en Francia en 2008. En sus páginas, Cyrulnik aborda nuevamente la resiliencia como pieza central de un discurso escrito con vigor y destreza estilística. Esta vez, el autor se centra en un aspecto específico de la resiliencia: la construcción de la historia que permite a la persona crecer a partir de la experiencia traumática. Aquí y allá, a lo largo de las diferentes culturas del mundo, Cyrulnik ha ido al encuentro de los heridos de la vida, narrándonos su biografía y cómo han sabido reparar y hacer de su fragilidad una fuente de donde extraer energía vital.

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Información

Año
2020
ISBN
9788418193453

II

PARA FELICIDAD
DE LOS PERVERTIDOS

Tres buenas razones para matar

La búsqueda de sentido es una señal del despertar de la vida psíquica. Al margen de que el agresor haya sido un volcán, la crecida de un río, un pueblo extranjero o un vecino conocido, en todos los casos el agredido se siente mejor, más fuerte y menos angustiado cuando logra analizar al agresor y comprenderlo: así se protege de él. Entonces sucede que la víctima se siente fascinada por todo lo que procede del ofensor. El menor temblor del cráter, la más insignificante subida del río o el imperceptible matiz de la conducta del adversario llega a ser revelador del riesgo de un nuevo ataque. La víctima, para salvarse, se convierte en un «especialista» del proceder del agresor. Comprender la amenaza, como comprender una enfermedad, permite controlarla y no identificarse con el agresor, aun cuando uno piense en él permanentemente.
Habría tres razones para matar:
el crimen en legítima defensa;
el crimen lógico para imponer la propia ley;
el crimen pasional en el que la muerte es la solución del problema.1
El 16 de noviembre de 1940, el gueto de Varsovia, con una población de unas cuatrocientas o quinientas mil personas, fue amurallado. El hambre, el tifus, los asesinatos al azar en la calle y las deportaciones ya habían eliminado a gran parte de ellas, cuando un puñado de supervivientes se rebeló. Compraron treinta revólveres —en el mercado negro, pues ningún partido político había querido contribuir— y con esas escasas armas hicieron frente de abril hasta mayo de 1943 a treinta mil soldados equipados con tanques, ametralladoras y lanzallamas, «sencillamente para morir como seres humanos».2 Sólo sobrevivió un centenar de aquellos rebeldes, pero todos los países aplastados por el nazismo descubrieron que el ejército alemán no eran tan invencible como habían creído hasta entonces. El sacrificio de los insurgentes dio la señal de partida a la resistencia europea.
El crimen lógico intencional es político y, a la vez, emocional. Se trata de cometer el atentado más horrible, de manera que el adversario reaccione violentamente para forzar así a la población no armada a elegir cuál es su bando, es decir, a dejarse arrastrar a un conflicto en el que ya no es posible permanecer neutral. Cuando comenzó la guerra de Argelia, el FLN3 cometió atentados aterradores para provocar una respuesta no menos terrorífica del adversario.
Nicolas, un joven parisiense, quería que Argelia fuera independiente. Su bisabuelo, huérfano nacido en la Bretaña, había sido deportado a ese país (como decían las autoridades en el siglo XIX) para ser agricultor. Nicolas defendía la causa de los argelinos hasta el día en que encontró el cadáver de su mejor amigo horriblemente mutilado a causa de las torturas que le habían infligido hasta matarlo. Trastornado, indignado, dijo: «Si una familia argelina hubiese pasado junto a mí en aquel momento, aunque fuera inocente, la hubiese exterminado». Al reaccionar así hubiese caído en la trampa tendida por el FLN, que consistía en radicalizar el conflicto. Cuando uno está seguro de ganar la guerra, toda negociación le parece una traición. Incluso se puede considerar resistente al que mata a quienes quieren matarlo, pero esa misma persona evoluciona hacia el terrorismo cuando mata a un inocente con objeto de someter a otros a sus intenciones políticas.
No es habitual que un terrorista se considere de tal condición, salvo Robespierre y Saint-Just, Hitler, Stalin, Carlos o Gaddafi, para quienes exterminar a aquellos que no compartían sus ideas constituía una estrategia política legítima. La mayoría de ellos se juzgan defensores de una causa justa… ¡la propia! Cuando el grupo Stern quería fundar Israel en territorio palestino —que en aquel momento estaba bajo poder inglés— cometía un atentado al día, hasta el del 22 de julio de 1946 que, con trescientos kilos de explosivos, hizo saltar en pedazos el hotel King David de Jerusalén y dejó un saldo de noventa y un muertos y setenta heridos ingleses y palestinos.4 Los autores de ese atentado «son patriotas y no terroristas», dijo Menahem Begin.5 Algunos años después, Arafat precisó: «Quienquiera que defienda una causa justa y luche por la liberación de su país […] no puede ser llamado terrorista».6
Los extremistas están de acuerdo: sembrar el horror es una arma poderosa para imponer la propia ley. Toda convención, al limitar ese acto de guerra, es decir, al civilizar el asesinato, disminuiría su alcance. No basta con matar; además hay que aterrorizar mediante el teatro del horror. Nada se debe interponer para que uno haga que triunfe su derecho. El precio que hay que pagar es irrisorio si se compara con la importancia de lo que está en juego, que no es negociable: «La ética es un freno con el que el terrorista no se puede cargar».7 Por lo tanto, disparar al azar contra la multitud en el aeropuerto de Tel Aviv o contra la gente que pasea por la calle Rosiers de París, hacer estallar un edificio en Beirut para matar a doscientos noventa y nueve franceses que no eran los enemigos de quienes los asesinaron o tomar como rehenes a ochocientos espectadores de la Ópera de Moscú no es un crimen tan terrible, piensa el terrorista, porque se trata de imponer mi derecho, mi interés o mis ideas. Lo real desaparece y sólo cuenta el ideal. El terrorista atribuye al Jefe,* al Vengador, al Pensador, una razón perfecta, una acción legítima, como se las atribuye un enamorado al objeto de su amor. «La fascinación amorosa, la dependencia del hipnotizador, la sumisión al líder»8 caracterizan el estado de espíritu de esos Narcisos enamorados del jefe omnipotente que los representa. «El narcisismo del yo infantil se atribuye al yo ideal del jefe maravilloso que ahora representa al adolescente.»9

Someterse para triunfar

La estrategia de la sumisión conduce a la embriaguez del poder: «No valgo mucho, no tengo ideas claras ni convicciones que puedan entusiasmarme», piensa el que se dispone a convertirse en terrorista. Llevo una vida que no es vida, sin desdichas ni felicidades. Todo marcha bien, pero yo me siento mal. De pronto admiro a un hombre, como quien recibe el flechazo del amor. Un pensador, un jefe político o un guía místico despierta mi narcisismo adormecido y provoca en mí un idealismo apasionado.10 Experimento por él un sentimiento maravillado y, por sus ideas, una absoluta convicción: no necesito pruebas para aceptarlas. Él habla y yo obedezco. Al someterme a su grandeza y a la majestad de sus ideas yo me elevo a su altura porque, obedeciéndole, participo de su victoria y formo parte de su gloria. Sometiéndome a su lógica, descubro en mí una fuerza inesperada. Recitando sus preceptos, aclaro mis ideas. Admirándolo, me reflejo en Él y mi pasión exaltada ya no conoce límites: en su nombre ¡todo es posible! Y puesto que Él es el Bien, lo Bello y lo Justo, morir o matar por Él me convierte en un defensor de la moral. Le otorgo todo el poder sobre mí, pues a cambio experimento una exaltación liberadora, la felicidad de no pertenecer ya a mí mismo y de pertenecer a Él por toda la vida y toda la muerte.
Todos estos «razonamientos», que no hacen sino dar forma verbal a un sentimiento extático, revelan un mundo sin alteridad, una dilatación grandiosa del yo que no deja lugar para los intereses, los proyectos o el mundo del otro. Esta ausencia de empatía define un tipo de perversión en la que el sujeto se enamora de sí mismo admirando al jefe que lo representa.
Cuando las circunstancias apagan la vida psíquica, ya sea a causa de un embotamiento traumático, ya sea por vivir en una cultura adormecida por la tiranía o por la imposibilidad de encontrar sentido a la vida, el individuo se convierte en terreno fértil para que prospere el terrorismo. Después de una catástrofe natural, una guerra, una prolongada penuria económica o una aguda pobreza cultural que provocan un vacío de sentido, la vida retorna en un momento de paranoia.
La explicación más sencilla que vuelve a dar coherencia al mundo que se ha derrumbado es el delirio lógico del chivo expiatorio, es decir, hallar al culpable de la desdicha. El hecho mismo de designar a un culpable conlleva la solución terapéutica: ¡el sacrificio! «Michelet (1862) decía que la bruja era contemporánea de los tiempos de desesperanza, en un momento en que las magistraturas (el príncipe, el juez o el obispo) se debilitaban o estaban ausentes.»11 Cualquier cosa antes que la nada; el psiquismo siente terror al vacío y el ansioso se siente aliviado en cuanto puede dar al mundo una forma coherente, aun cuando esa configuración, recortada de lo real, sea delirante. «El terrorismo terminará por hacernos añorar las guerras de antaño […] siempre hará falta más violencia antes de la reconciliación […].»12 «¿Para qué sirve vencer si, como consecuencia de los métodos bárbaros utilizados, hemos perdido las razones que teníamos para vivir?»13 El soldado de las guerras clásicas y el resistente mataban para vivir, mientras que el terrorista mata para morir, con objeto de que otro, grandioso, viva: morir para matar, para que la imagen que lo representa viva mejor. Este delirio lógico no es un signo de enfermedad mental pero atestigua una desregulación psicosocial en la que el sujeto entrega su lugar a un Narciso grandioso que encarna sus sueños.
Esto explica la escalada terrorista: un día, en un contexto de confusión y desesperación, un jefe guerrero, religioso o intelectual pregunta: «¿Quién quiere morir por mi victoria?». Esta frase provoca una especie de enamoramiento instantáneo en jóvenes educados en una sombría rutina de no existencia. El éxtasis grandioso les devuelve una vida que ellos ofrecen de inmediato al jefe adorado. Puesto que esos héroes provocan relatos de gozo, de amor y de virtuosa indignación, el grupo adquiere sentido y se siente momentáneamente revalorizado por la muerte del héroe. Al llamarlo «mártir» se destaca la agresión de quien lo ha martirizado, lo cual legitima la contraviolencia de otros candidatos al martirio. Así se reclutará a un batallón de pobres, de humillados, de desesperanzados, desde donde el aparato político del jefe escoge infantes anónimos que enviará a una muerte discreta, muerte que, durante algunos minutos, lo que dure el entierro, se proclamará «heroica», pero que después caerá en el olvido.
El sistema terrorista, muy diferente del ejército clásico o del de la resistencia, se organiza alrededor de un jefe venerado, situado por encima de la condición humana. Ese jefe despierta una especie de enamoramiento en jóvenes muertos en vida cuyo maravilloso sacrificio arrastra al batallón de pobres, explotados como siempre.

Un terrorista muy tranquilo

Abordar el problema de la psicología de un terrorista implica reflexionar de un modo particular. En la mayoría de los casos se trata de un hombre que no es neurótico ni psicópata ni está traumatizado; se trata de alguien que vive de tal manera que se deja llevar hacia una aventura perversa ¡sin ser perverso! Lo clásico ha sido explorar estas estructuras psíquicas mediante el test de Rorschach.14 Muchos terroristas encarcelados fueron sometidos a ese test, analizado siguiendo el método de «doble ciego» por un equipo de psicólogos de Bourgogne y otro de Nancy.15 Esos jóvenes estaban casados, tenían...

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