1. Márgenes de la historia
El Imperio ha creado el tiempo de la historia. El Imperio ha decidido existir no en el tiempo lento, recurrente, circular de las estaciones, sino en el tiempo afilado por el triunfo y la derrota, por el principio y el fin, por la catástrofe. El Imperio se condena a vivir en la historia y conspira contra ella. Un solo pensamiento ocupa la abrumada mente del Imperio: cómo no terminar, cómo no morir, cómo prolongar su era.
John Maxwell Coetzee, Waiting for the Barbarians
Nosotros ya no podemos pensar en términos de «mundo» ni de «sentido» las experiencias anteriores o exteriores a Occidente.
Jean-Luc Nancy, Le Sens du monde
1.1. Historia-mundo: el fin del «afuera»
La cuestión del «mundo» —ha afirmado recientemente Jean-Luc Nancy— es el eje de deconstrucción que recorre toda la historia de la onto-teología: de esa historia que dirigiéndose a las condiciones de pensabilidad del ser, del sujeto y de la praxis sólo ha podido referirse al «mundo» como lugar primero y último del sentido, del valor y de la verdad. Desde la lógica antinómica kantiana hasta la insistencia de Marx en la «mundialidad» (la coexistencia) y la «mundanidad» (la inmanencia), el «mundo» ha ido volviéndose cada vez más philosophe, sujeto de su propio «hacerse-mundo», de su propio «mundializarse», hasta el punto de condensarse hoy en la pregunta por el sentido de aquella inédita «creación del mundo» que se halla implícita en la palabra mundialización (véase Nancy, 2002; pero desde un punto de vista estrictamente filosófico, véase Clavier, 2000). El diagnóstico de Nancy, en efecto, es sumamente claro y radical: ante todo, la producción de mundo cobraría hoy el sentido de una «aglomeración», sería glomus más que globus. Un «infinito diabólico» de acumulación desregulada y desencadenada que coincide, punto por punto, con el ciclo de la inversión, la explotación y la reinversión: en suma, una suerte de deregulation del «infinito diabólico» (véase Nancy, 2002, página 6 y siguientes). El esbozo de diagnóstico expuesto por el filósofo francés se inscribe fácilmente en el seno de un debate que, más que los simples diagnósticos o cartografías sociológicas o politológicas relativas a la emergencia de un nuevo —y en ciertos aspectos, inédito— «espacio global», se interroga sin embargo por el sentido de aquello que se podría definir como un mundo que se ha vuelto hecho: un mundo reducido a la propia actualidad desnuda (véase por ejemplo Balibar, 1997, página 233 y siguientes). Por un lado, de hecho, la emergencia de un «mundo mundializado», un mundo reconducido a una dimensión materialmente unitaria, plantea de nuevo el problema —magistralmente indicado por un jurista plenamente inserto en el siglo xx como es Carl Schmitt en su fundamental Der Nomos der Erde (1950)— de la relación entre el espacio europeo y el espacio mundial: o, lo que es lo mismo, de aquella planetariedad inscrita en el origen del proyecto europeo, que ha hecho de los albores del orden territorial de Europa un orden mundial (véase Schmitt, 1950; pero, para una relectura de Schmitt a la luz del debate sobre la «mundialización», véase en particular Marramao, 2003, páginas 123-142). Por otra parte, el problema de la «unidad del mundo» nos lleva por fuerza a la cuestión —esta vez exquisitamente filosófica— de la totalidad: del poder simbólico y performativo de cada proyecto totalizante encarnado en un principio procesal y asimilador de reductio ad Unum de las diversas diferencias y singularidades. Desde este punto de vista, se ha sostenido con éxito la idea de que las épocas pasadas sólo son representables en la figura de una totalidad no totalizable; de un «todo» que, lejos de contenerse en un Uno o en un sistema, no hace sino intensificar las relaciones (de antagonismo, de exclusión) entre las propias partes (véase Jameson, 1998). Sólo siguiendo una análoga trayectoria de investigación será posible situar la variada constelación de los así llamados «estudios postcoloniales». Y esto no sólo porque en ellos esté presente, de manera explícita, una tematización, al mismo tiempo teórica e histórica, del poder material y performativo de la «totalidad», que ha tomado cuerpo en aquello que Said denunciaba como el «proyecto imperial» europeo, inseparable del constituirse mismo de la modernidad y de sus aparatos categoriales (véase Said, 1993; y, sobre el tema de la «totalidad», véase también Young, 2004, página 14); sino también porque, en el volver a cuestionar los presupuestos materiales y epistemológicos del surgimiento de la modernidad europea, los estudios postcoloniales sacan a la luz la condición de una Europa hoy de nuevo arrollada por la violencia de su propio acto de autoconstitución: descompuesta y otra vez interrogada por el gesto originario de cancelación (y de dominio) de la alteridad, gesto que lleva desde el principio definiendo su identidad. En este sentido, un intelectual heterodoxo como Peter Sloterdijk ha podido sostener recientemente que, en el clima actual, asistimos a una inédita y radical «pérdida de la periferia» (Sloterdijk, 2005, página 59), a una «de-ontologización de los contornos» y a una «catástrofe de las antologías locales» bastante más desorientadora que cualquier discurso sobre la «pérdida del centro»; catástrofe que, con otras palabras, se podría definir como el fin de toda proyección heterotópica del proyecto europeo y occidental y, en consecuencia, de su radio de acción, ya alcanzado de forma irrevocable por su ambivalente proyecto de «modernización». Y siempre en este sentido, un filósofo como Balibar ha podido escribir que «...