Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín
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Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín

Daniel Brailovsky, Laura Jaite

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Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín

Daniel Brailovsky, Laura Jaite

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Índice
Citas

Información del libro

El jardín es escuela porque allí aprendemos a estar con otros, a salir de nosotros mismos. Los chicos van al jardín para ser verdaderamente escuchados y para habitar otras vidas a través de los relatos que allí se construyen. Van a preguntar y a preguntarse, a mirar y a mirarse, a través de la lente amorosa del juego. Van para abrirse a una conversación que los humaniza como infancias y que devuelve infancia a la humanidad toda. Van a hablar con sus propias palabras, porque en la sala (que es un aula) del jardín (que es una escuela) la palabra está abierta para hacerla propia.En este libro se recorren los sentidos escolares específicos del nivel inicial, para reafirmar todo aquello que este hace por ser una forma -especial, potente y singular- de escuela: dar tiempo, abrir la experiencia, insuflar vida a determinados objetos, contagiar cierto amor al mundo, invitar a "hacer juntos" reuniendo a los semejantes en el territorio de lo común, dar balbucear las distintas lenguas que nos habitan.

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Información

Editorial
Noveduc
Año
2020
ISBN
9789875387935
Edición
1
Categoría
Pedagogía

Capítulo 1

Siete vidas de la teoría pedagógica

Es mineral la línea del horizonte,/ nuestros nombres,/ esas cosas hechas de palabras.
João Cabral de Melo Neto

¡Pura teoría!

“Pura teoría”. Eso es lo que se le dice a quien se aleja de la vivencia del aula. Se le dice “Qué me venís a hablar vos de la enseñanza, desde tu escritorio lleno de libros, si no estás en la sala”, y también se dice que “Para entender, hay que poner el cuerpo”. Sin embargo, ya sabemos, la teoría está allí, sólida y consistente detrás de esas afirmaciones que la niegan. Quienes reniegan de ella y se suponen ateóricos cometen la misma falacia que quienes reniegan de la ideología y se proclaman objetivos o neutrales. Y hablar de una “pedagogía” del nivel inicial implica asumir cierta forma de pensar, escribir y jerarquizar las ideas en la que la teoría tiene un peso particular. Este libro comienza –necesita comenzar– con las preguntas “¿Qué es la teoría?” y “¿A qué llamamos teoría?”. Simplemente, porque hace propia una idea viva de la teoría que es preciso balbucear un poco antes de sumergirnos de lleno en los asuntos centrales. Y también porque la teoría es vapuleada por todos los costados. Es el viaje representativo que emprendemos en la biblioteca pero es, también, un lugar desde el que se piensa la educación que todos los días brindamos en el jardín. Es teoría pensar la educación que queremos y todavía no logramos, y es también teoría retomar la educación que tuvimos y nos dejó marcas.
Asimismo, la teoría es, muchas veces, un lugar que ocupamos con vehemencia y casi sin darnos cuenta. ¿Y de qué está hecho ese lugar? De lenguaje, claro. Y de una búsqueda permanente e inconclusa de lenguas que puedan pensar lo educativo. Y de la disputa entre distintas lenguas. Como señala Carlos Skliar:
Toda política de la lengua se sitúa justamente en ese plano de la expropiación de la experiencia del otro, en ese ordenamiento de lo que es inapropiable y en esa soberbia de querer desvelar aquello que tiene de misterioso, de indefinible, de innombrable (Skliar, 2005, p. 2).
La teoría es escenario de estas disputas, y a las producciones que van dejando las investigaciones, los ensayos y los debates usualmente las llamamos “teorías pedagógicas”. Esas escrituras no son, sin embargo, la expresión acabada de un saber unívoco, sino el escenario en el que estos saberes se construyen, se reúnen y se desencuentran. No solo porque respondan a distintas cosmovisiones o intereses, sino también porque –al menos, en Educación– conversar, pensar y escribir son los puntos de partida y de llegada de la teoría, y las conversaciones, pensamientos y escrituras tienen, por lo general, una tesitura abierta y porosa, que mira atentamente las aulas y las políticas.
En este marco, la intención en estas páginas iniciales es apenas la de sostener algunos apuntes sobre las geografías de ideas, reflexiones y preguntas que pueden pensarse desde la pedagogía en la frágil coyuntura de este presente que nos toca habitar, recorrer el abanico de sentidos que la idea de “teoría” contiene en el discurso pedagógico actual y pensarlo desde la educación infantil. Porque decir “teoría” puede significar una gran cantidad de cosas diferentes. En los siguientes apartados, ensayaré un intento de desmenuzar algunas de las certezas que reposan detrás de la palabra “teoría” en el universo pedagógico. Para ello, recorreremos siete hipótesis que dan vida a siete sentidos diferentes de lo teórico y nos acompañan en cada jornada en el jardín.1

La teoría como reglamento: una guía para la acción

Teoría y práctica se reúnen a veces en una suerte de cita a ciegas, en la que cada parte ha sido apalabrada para enlazarse a la otra. La teoría es, desde esta perspectiva, una especie de reverso leguleyo de la realidad, a la que se debe recurrir para constatar una necesaria coincidencia. Un estudiante del profesorado, impulsado por esta concepción de la teoría, observará entonces una situación de juego en la sala, agazapado en un rincón, esperando reconocer en la actividad de las chicas y chicos algo de la teoría que estudió. Celebrará el feliz avistaje de una zona de desarrollo próximo vigotskiana, y gritará jubiloso cada vez que reconozca a uno de esos engendros: ¡una asimilación, allí! ¡Y por allá, una acomodación! ¡Un esquema piagetiano, un andamiaje! Y los irá tachando de su lista, satisfecho. La teoría, en este caso, se confunde con el método: es una norma que la realidad debe cumplir, obediente.
Y la enseñanza, claro, se basa en la teoría con ímpetu metódico: ordena las acciones concretas. Porque en esta concepción de la teoría, lo teórico se parece a una guía o instructivo que, a modo de reglamento, dictamina los pasos a seguir en la sala, en el aula, en la escuela, en la gestión. Si hemos decidido que una enseñanza está basada en el enfoque de proyectos, por ejemplo, esto supondrá asumir el ajuste a una serie de regulaciones explícitamente trazadas por las teorías de los proyectos áulicos. Si así no fuera, quien asumiera el rol de supervisar (el director escolar, el profesor de prácticas, el analista furtivo) observarán que a este proyecto le faltan los tres pasos de todo proyecto: el 1, el 2 y el 3. Hace algunos años, por ejemplo, recuperaba en una conversación con Ruth Harf lo absurdo de la situación en la que una docente de nivel inicial estaba desahuciada porque no sabía si lo que quería hacer con su grupo (algo que estaba buenísimo) era una Unidad Didáctica o un Proyecto. ¿Importa? Solo si creemos que las teorías de la enseñanza desde las que se fabricaron las ideas de “unidad didáctica” y “proyecto” son vividas como reglamentos que hay que cumplir.
El antropólogo inglés Edmund Leach sostenía una premisa esencial de su disciplina: los sistemas sociales –y la escuela, en muchos sentidos, se organiza como uno y se relaciona a la vez con otros– no son una realidad natural. La realidad, desde este enfoque, puede parecer que está ordenada, solo si imponemos sobre los hechos una invención del pensamiento. Y lo dice de este modo:
Primero inventamos para nosotros un conjunto de categorías verbales elegantemente dispuestas para que constituyan un sistema ordenado, luego encajamos los hechos a las categorías verbales y ¡ele! de pronto se “ven” los hechos sistemáticamente ordenados. Pero en este caso, el sistema es un asunto de relaciones entre conceptos y no de relaciones “verdaderamente existentes” dentro de los datos fácticos brutos (Leach, 1976, p. 21).
Podría decirse, entonces, llevando la cuestión un poco al límite, que la teoría como reglamento no solo nos impone a nosotros un modo de mirar la realidad, sino que a veces hasta le exige a la propia realidad que se acomode a nuestras categorías.
Suele decirse que los reglamentos resultan útiles allí donde no existen acuerdos posibles, y las relaciones fallan. “A mis amigos, todo –dice el refrán–, y a mis enemigos, la ley”. Es cierto, por supuesto, que los reglamentos garantizan muchas veces el cumplimiento de los derechos, pero a la vez vuelven más rígida la interacción entre las personas. Es por eso que la concepción de la teoría como un reglamento comporta ciertos peligros: el principal es que las personas pierdan la posibilidad de pensar desde la teoría, por someterse con demasiado respeto a sus arbitrios. ¿Para qué pensar, si ya hay una teoría que lo consideró? Dejemos que la teoría lo piense todo por nosotros. Como señalaba Eisner en un texto de los años 80, al analizar el uso rígido de los objetivos educacionales: estas previsiones son capaces tanto de complicar como de ayudar a los fines de la enseñanza, en la medida en que una creencia no analizada puede dogmatizarse fácilmente (Eisner, 1985). Y otro problema de la teoría como reglamento que se obedece es que los libros terminan convirtiéndose en indiscutibles. En el siguiente punto, profundizaremos en esta idea.

La teoría como escritura sagrada: un canon elevado

La referencia a los libros científicos como alegoría de los textos sagrados no es nueva. Las ideas de Galileo que desafiaban las teorías aristotélicas fueron consideradas heréticas, porque las verdades que enfrentaba revestían cierto carácter religioso. Sin ir tan lejos, puede reconocerse un tono sacro en los usos bibliográficos, cuando algunos autores son citados casi como si se tratara de referencias bíblicas. La lectura literal y doctrinaria de los autores llamados clásicos ha devenido en la definición del autor como un semidiós iluminado cuyas palabras publicadas instalan verdades indiscutibles. Piaget dixit: es palabra de Piaget. Te adoramos, Piaget. Como en el soneto de Quevedo, el acto de leer se entiende como una conversación con los muertos.2 Y a los muertos, ante todo, se los respeta.
Esta idea de que los textos publicados y convertidos en “bibliografía” elevan su contenido a un estatus sacro se reconoce también en los rituales de la cita. Al respaldar afirmaciones en un texto pedagógico, la referencia bibliográfica aparece como evidencia, de un modo similar al que, en sus afirmaciones genéricas, el pastor trae a colación lecturas de los profetas o los apóstoles. En forma análoga, existen modos de asumir la teoría en que los conceptos y metáforas que las conforman se vuelven referencias con un valor de verdad otorgado por el proceso editorial y por la posición de los autores dentro de las comunidades académicas.
Digamos algo más sobre las citas, la “bibliografía” y las malditas normas APA con las que tan hartos nos tienen los burócratas de la teoría. En las citas académicas, se trae un fragmento de otra escritura con diversas finalidades. Muchas veces, no mucho más que para ostentar lecturas, es decir, para dar cuenta del conocimiento de esas obras que, si son una “lectura obligada” (y, más aún, si son una lectura original, inusual) se supone que enaltecen la posición del autor. Hay también –o puede haber– cierto sentido de “homenaje” en esas citas, cuando referir la obra es una señal de reconocimiento a su valor. Estos gestos de ostentación y homenaje, que subrayan la autoría (la del que cita y la del citado), se completan con el alarde de cofradía que traen muchas veces las citaciones, que al traer la voz de un autor consagrado señalan al que lo cita como miembro pleno de la tribu (la tribu de los foucaultianos, los bourdieuanos, los gramscianos, etcétera). La cita es, por definición, un gesto de mudanza para autoridades y leyes: el diccionario de la Real Academia Española la define como “Nota de ley, doctrina, autoridad o cualquier otro texto que se alega para prueba de lo que se dice o refiere”. Pero, más allá de estas resonancias un poco egocéntricas (o un poco autoritarias) de las citas, hay otras imágenes interesantes relacionadas con este ritual.
Cuando se cita un texto, de algún modo se está contando una historia de aprendizaje (“he leído, ahora escribo”) y se asume una posición profesoral: como dice Jorge Larrosa (2019), el profesor es el que ya ha leído; el estudiante, el que va a leer. Citar es, de alguna manera, releer, dando otro color a lo leído. Y, en otro sentido, también se habla de citas o referencias cuando un artista deja alguna pincelada referencial, a modo de guiño sutil: un verso intercalado en un poema, un compás alusivo en una canción. Y este sentido de la cita como guiño de complicidad es otro de sus usos pensables.
Pero, por sobre todo eso, está el endiosamiento de los autores y la doctrina acartonada de las citas. Y, como en todo proceso de sacralización, por supuesto, aparecen los fieles a cada doctrina y los irrenunciables embanderamientos. Foucaultianos, derridianos, gramscianos, piagetianos, lacanianos, freireanos y comenianos conviven con constructivistas, eficientistas, escolanovistas y tecnicistas. Como banderas de pertenencia, las teorías sacralizadas clasifican el pensamiento y a los que piensan. Los foucaultianos, entonces, verán panópticos a la vuelta de cada esquina; los gramscianos, hegemonías; los conductistas, respuestas condicionadas, y así sucesivamente. En fin, quizás a eso se refiere Carlos Skliar cuando describe su “conversación sin disfraces” con una profesora de filosofía, donde reconoce el deseo de “esquivar la pregunta acerca de ‘lo que pasa en la educación’ (en tanto interrogante que apunta y se dirige a una exterioridad) y atravesar juntos la pregunta acerca de “lo que nos pasa en la educación”, sin zancadillas, sin trucos de magia, sin armas de guerra, sin estridencias, sin fuegos de artificio” (Skliar, 2010, p. 138, el destacado me pertenece). Y es que la teoría sacralizada, en efecto, genera sectas poderosas con adeptos fanáticos que empuñan los conceptos como rifles y los apuntan contra los paganos.3

La teoría como herramienta: una batería de recursos

Una visión más pragmática de la teoría tiene que ver con su concepción como un conjunto de herramientas que pueden aplicarse a la solución concreta de ciertos problemas. La teoría, en este caso, es un insumo, un recurso del que echar mano cuando es preciso ordenar acciones, pensamientos, justificaciones, fundamentos, decisiones. Foucault resaltaba una visión de la teoría como “caja de herramientas” partiendo de la idea de que “no se trata de construir un sistema sino un instrumento (…) y esta búsqueda no puede hacerse más que poco a poco, a partir de una reflexión (necesariamente histórica en algunas de sus dimensiones) sobre situaciones dadas” (Foucault, 1985, p. 85). La idea de herramienta aparece allí como lo contrario del sistema totalizador. Se trata de tomar la teoría como una oportunidad para pensar (y no para pensar en general, sino para pensar mejor algo puntual), pero sin someterse a ella, sin comprar todo el paquete. Sin sacralizarla ni considerarla un reglamento.
A la vez, esta visión de la teoría instrumental que se aparta de las “grandes teorías” convive con una visión más aplicacionista, donde la idea de herramienta se destaca por su maleabilidad, por su uso más o menos práctico e inmediato, por su fácil disponibilidad. De este modo, pensar la teoría como instrumento, al mismo tiempo que es una búsqueda de pensamiento propio, no sometido, es también un intento por mecanizar las ideas. Es preguntarse: y esta idea, ¿para qué me sirve?, subrayando su utilidad. Llevada al extremo, esta manera de pensar también se opone al pensamiento. No se somete a grandes teorías, pero se vuelve utilitarista. Quiere resolver, no quiere pensar. Estas dos visiones que subyacen a la idea de la teoría como una herramienta, entonces, son más o menos opuestas, pues remiten a concepciones dicotómicas acerca del sujeto y su relación con las ideas.
Para los docentes, es muy habitual concebir las lecturas pedagógicas y las experiencias de formación como espacios para adquirir herramientas, entendidas muchas veces literalmente como herramientas metodológicas. Y tiene sentido: el oficio del maestro es demandante de intervención, y se trata de una demanda fuerte y constante, ante la que esta concepción de la teoría se presenta como una promesa de eficacia a la que es difícil resistirse. Cuando asistimos a capacitaciones docentes, muchas veces esperamos que se nos brinde eso: herramientas. Incluso se las promueve con esa promesa: el docente, se dice, debe capacitarse para adquirir herramientas. E insisto: no está nada mal. Pero veremos que la idea de “teoría” todavía puede crecer un poco más.

La teoría como fundamentación o código de ética: un respaldo

Intentemos partir de una escena escolar, bien del jardín. La pensé hace unos años, en un libro de didáctica (Brailovsky, 2016) y creo que es apropiada para ilustrar esta manera de pensar la teoría. Ubiquémonos en una sala de tres años. La maestra se dispone a servir el desayuno. Prepara el espacio, los chicos se sientan y un “ayudante” (un niño que ha sido designado por la docente) reparte los vasos. Cuando los chicos los reciben, algunos comienzan a golpearlos contra la mesa. El golpeteo seduce al resto, y enseguida todos repiten el gesto, rítmicamente. La maestra les dice: “No golpeen el vaso, chicos, que voy a servir el desayuno”. Siguen. “Basta, por favor…”. Siguen. “Más tarde tocaremos instrumentos musicales, pero ahora estamos desayunando y necesitamos hacer silencio…”.
Pero los chicos continúan golpeando, muy divertidos y sin prestar la menor atención a lo que la maestra les dice. Entonces, en ese momento, ella golpea con fuerza la mesa. Se produce un silencio absoluto. “No se pueden usar los vasos para golpear. ¡No son para eso!”, asegura. Y sirve la leche.
Probablemente, lo primer...

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