Tres realismos
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Tres realismos

Literatura argentina del siglo 21

Maximiliano Crespi

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Literatura argentina del siglo 21

Maximiliano Crespi

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"Hubo una época en la que los afectos primaban por sobre los argumentos. El yo era la medida de todas las cosas, pero el trauma y sus compromisos parciales con causas potables lo redimían. Esa época es ahora.Este libro ofrece otra manera de mirarla, de pensarla y de valorar a una serie de autores de la literatura argentina (de Samantha Schweblin a Selva Almada, de Ariana Harwicz a Federico Falco o Francisco Bitar) sobre la base de hipótesis vitales y a la búsqueda del punto justo donde la estética deviene ética y tiene consecuencias en la politicidad del lenguaje.Cuando los lectores añoramos el pathos del siglo XX pero nos comportamos como ninfas del siglo XXI, Maximiliano Crespi nos devuelve el placer del pensamiento crítico" (Hernán Vanoli).

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Información

Año
2020
ISBN
9789878341156
ECOSISTEMA

Almada y el fin de la historia

Que en tristes tiempos de penuria imaginativa y fruición bienpensante una propuesta de realismo discreto y “literatura de provincia” pase —a los ojos de una crítica de nostalgia modernista— a ser celebrada como “alta” literatura, no es motivo de sorpresa. Pero que, en una escena que se asfixia entre un vanguardismo trasnochado y una pringosa pedagogía costumbrista de compulsión “progre”, una literatura opte deliberadamente por enrolarse —contra toda estrategia oportunista— en lo que Carlos Godoy bien ha caracterizado como “realismo de derecha”, es algo que merece ser destacado. Las novelas de Selva Almada hacen pie en ese risco de honestidad para definir su legítima inscripción en el campo literario contemporáneo. Se trata, vale aclararlo, de una inscripción calculada pero estrictamente restringida al fuero de las intervenciones estéticas; porque en el plano de su definición política cultural —tal y como lo prueba su oportuna incursión en el non-fiction (Chicas muertas, Random House, 2014)— la colocación de Almada alimenta un compacto semblante de consistencia humanista y corrección política. La contradicción es sólo aparente: como bien puso en claro Sartre en El idiota de la familia, no son pocos los autores que se ciñen sobre esa paradoja de la vida burguesa donde lo vivido se desarrolla de manera paralela y contradictoria a los contenidos ideológicos que ponen en escena sus propias obras.
En El viento que arrasa —aparecida a fines del 2012 bajo el sello editorial Mardulce y rápidamente preñada de elogios— Almada teje una ficción sobria y con objetivos claros. La prosa es limpia, concreta, de una economía franciscana y una legibilidad extrema. No busca complicar al lector sino ayudarlo a entrar blandamente en una trama ralentizada, que se estira y languidece como promesa olvidada. Al contrario: se afirma sobre una técnica de precisión rigurosa, cuyo fin no es otro que el de naturalizar (invisibilizándolo) el régimen del relato y acreditar la centralidad de la historia relatada. La aridez de un escenario inhóspito y hostil (recorte que, al mismo tiempo, sutilmente, aísla y magnifica la escena), la reducción de los personajes al comienzo elemental de cualquier lenguaje (dos pares mínimos), el breve lapso temporal de la trama, llevan a pensar tanto en William Faulkner como en Carson McCullers. Pero el imaginario y el signo de la fábula, el estilo lacónico y diáfano, e incluso el efectismo de algunos de sus remates narrativos, no dejan de remitir más bien a Flannery O’Connor y a François Mauriac.
Sin embargo, y frente a lo que suele ocurrir —por ejemplo— en Los violentos lo arrebatan (1960) de la autora norteamericana, en El viento que arrasa la violencia no aparece nunca como esa pulsión primitiva y brutal donde anida siempre la sombra de una rebelión. Muy por el contrario: es una fuerza sometida, dócil, domesticada. Esa sumisión crónica que también puede leerse en la áspera fábula de Intemec (Los-proyectos, 2012) frustra —siempre por defecto— las propias expectativas de la tensión dramática que se simula en la trama: en una literatura donde la ficción es subsumida a la fábula, donde la historia queda atrapada entre el mandato social y el designio divino, no hay lugar para el acontecimiento. Los personajes de Almada se hunden mansamente en la impotencia de ser (Pearson y Bauer) o en la obediencia a una existencia por delegación (Tapioca y Leni): no llegan a concretar su porvenir más que como un mandato que los trasciende. El destino —ese viento que realmente arrasa— se naturaliza y afirma la imagen de un mundo donde las vidas coagulan en la aceptación de la condena y se ahogan en la impotencia y la resignación: las fuerzas que los arrasan siempre exceden sus propias fuerzas y los obligan a renunciar al derecho de hacer su propia historia.
No hay margen de inocencia: la propia escritura de Almada corporiza conforme y coherente ese imaginario fatalista. Su adopción de una tercera persona ceñida a una prosa de ascetismo riguroso, de pulso macilento y monótono, para la peregrinación de la linealidad resignada del relato —tímidamente interrumpida por algún recuerdo o algún sermón de ternura voluntarista—, obligan a pensar en cierta empatía con la fábula. No hay en ella lugar para el deseo, el desborde o la transgresión. Hay, en cambio, un empleo limpio y eficaz de una lengua que se esfuerza por hacer legible la fábula. El relato arrastra los destinos como el sermón de Pearson la atención de los creyentes. Y el imaginario que la fábula plantea se ratifica en la caricaturizada escena de la pelea de Pearson y Bauer tras el furioso temporal: no se pelea para ganar sino para justificar la derrota, para sostener un personaje ante el que se deja convencer (Tapioca) y ante la que —sin estar convencida— lo mismo se deja llevar (Leni). Lo que arrasa la historia es en efecto una fuerza que los trasciende y por la cual el destino se les impone fatalmente, como naturaleza.
En Ladrilleros (Mardulce, 2013) Almada ratifica hábilmente la senda. El estilo clásico se articula en una sintaxis que repite los rasgos elogiados en su opera prima. Tomando riesgos que su ficción sortea con felicidad despareja (especialmente, como ha sugerido Patricio Pron, en lo que se refiere a la construcción verosímil de las voces de sus rústicos personajes), “vuelve a poner en escena su mundo propio”, pero esta vez invirtiendo el punto de vista. La novela está enteramente atravesada por la violencia; aunque esa violencia es la de una rebelión inútil que se manca en el sin sentido: o es una violencia injustificada y caprichosa (un tajo en la garganta luego de dos balazos letales), o es una violencia injustificable, un vicio de carácter que se trae en la sangre y se hereda como el oficio y los enemigos (lo que se evoca es una continuidad entre una naturaleza y un destino). La historia está determinada y la predestinación naturalizada. Como el paisaje rústico en que se inscribe el relato, los personajes son lo que son (“de tal palo tal astilla”) y nada consigue cambiarlos. La violencia social se poetiza bajo el halo sacralizante de la esencia. La coartada idealista se articula patéticamente en el tono entre elegíaco y evocativo que el delirio impone a los monólogos de los que agonizan, pero también en la pasividad con que los personajes cuajan en su propia alienación. Tanto Miranda y Tamai como Pajarito y Marciano están condenados de antemano. Cual cuchilleros de Borges, se justifican sólo en la rivalidad (es decir: “en el persistente odio del otro”). Lo demás adquiere en consecuencia ribetes accesorios: el amor, el sexo, el trabajo, la amistad y el juego no hacen mella en la destinación. Están ahí para definir la densidad de la herencia y la trascendencia del duelo. El enfrentamiento no es una lucha por el reconocimiento. No traza solución dialéctica. Es un rito sacrificial en que cada uno es víctima y victimario, sujeto y objeto de la expiación. Por eso, finalmente la antinomia se balancea indemne, a lo largo de toda la novela, como sanción de lo irreversible.
Ladrillos y vestidos de novia afirman, en última instancia, la misma determinación vital. La épica del duelo honesto y transparente (no hay nunca entre los antagonistas traiciones, bajezas o artimañas espurias) se replica geológicamente en el sacrificio y la abnegación de las mujeres (francas, fieles, tolerantes, compasivas) en pos del sostén y la perduración de la vida familiar. Es una ficción calculada: la violencia está siempre concentrada al interior de la propia clase y justificada como defensa de la familia. Es un flujo destructivo e incesante que se hereda y se ejerce, rencoroso, como resaca de un destino naturalizado de desamparo, impotencia y resignación. El crimen es un crimen perfecto: se cierra y se superpone con el ajusticiamiento.
En efecto, la novela presenta una historia de conjuro y violencia sin redención, que desde un presente absoluto exorciza toda posibilidad de transformación real e implícitamente busca ejemplificar la gravitación irrevocable de un telos ahistórico de la propia historia. En función de eso, la narración se cierra donde se abre (en el ruido blanco que pliega el juego y el sacrificio) y se erige, lúcida e impecable, en la lógica del testigo. Es creer o reventar. El régimen del relato se sobreimprime así en la circularidad de la parábola y confirma su implacable consistencia ideológica: el “fin de la historia” se estructura siempre como evangelio y se disfraza oportunamente de “buena nueva”.

Tabarovsky: la rutina de lo inútil

En una de las páginas de Un placer inconfesable, el irónico profesor Philip Nicholas Furbank sostiene que el obsesivo y paranoico Gustave Flaubert fue —de una lista que incluiría los nombres de André Gide, Marcel Proust, Jean-Paul Sartre y Roland Barthes— el primero en reconocer en la consigna “muerte a los burgueses” el retorno renovado del écrasez l’infame [“aplasten al infame”] volteriano. Las razones se imponen: el autor de La educación sentimental habría sido —según la interpretación del socarrón catedrático británico— quien internalizó de manera más visible las fobias y las contradicciones de la condición burguesa para el propio burgués. Los hábitos burgueses constituían para él los vicios morales de los que nadie puede sentirse completamente libre. Que su “guerra antiburguesa” derivara luego en un ascetismo de radicalidad casi religiosa (capaz de hacer coincidir la exigencia de la obra en la maniática búsqueda de le mot juste y el anhelo de una escritura pura y “consagrada a la nada”), da cuenta del rechazo manifiesto que Flaubert llegó a sentir por el apego utilitario que impregnaba todas las prácticas sociales de esa clase emergente. Desde entonces, la “guerra contra los burgueses” se ha afirmado, en el terreno de la estética, como una diligencia recurrente y resuelta de manera progresiva conforme a matices e intereses diversos.
Una belleza vulgar (Mardulce, 2012) es, en este sentido, un libro excepcional que franquea su compromiso político en esa guerra silenciosa que militan las zonas más etéreas de la literatura vernácula. No hay que tomar ese adjetivo pomposo (“excepcional”) como un elogio trivial; al contrario: hay que tomarlo en su sentido etimológico, fuera de toda presunción valorativa. Si la novela de Damián Tabarovsky constituye una rareza es ciertamente en función del carácter anacrónico y residual de su propuesta estética, y de su obstinada determinación por pelear con sus propios fantasmas. La impertinencia de su objetivismo demodé lo distancia ética y estéticamente del vitalismo folklórico que anima el corso demagogo de las etnografías pequeñoburguesas contemporáneas. Pero, en un escenario esquilmado por la fábula moral, el libro de Tabarovsky está condenado a pasar al olvido sin pena ni gloria. Y es por ello que, finalmente, acaba por determinar para su autor menos una colocación política que una pose de excentricidad ante la demanda progresista que se impone como razón de mercado cultural.
Toda elección estética es una toma de posición política y se define por contexto. Pero la de Tabarovsky no se desprende sólo de su determinación a resistir el chantaje ideológico “del mal menor” que azota al tiempo presente. Implica tácitamente una denegación plena de sus efectos y sus afectos políticos. No se trata de despreciar su colocación con la chicana predecible (de “elitista”) que cada tanto suele empuñarse desde las orillas burguesas del imaginario Nac&Pop, sino de hacer notar que el grado de honestidad intelectual que se cifra en el hecho de no ceder al imperio de la canallada se deroga en la resignación de toda potencia de afecto objetivo.
Hay que reconocérselo: Tabarovsky escribe sin renegar de su deseo, aunque en ese deseo se cautericen los signos de una ideología repudiable. A diferencia de Almada, salta la fabulación pedagógica y sitúa todo el peso de su apuesta en el orden de la ficción. Su intención no es otra que la de inscribirse en la estela de algunos ancestros consagrados (Borges, Macedonio Fernández, Aira, Libertella) que hacen literatura a partir de la reflexión sobre sus propias condiciones de posibilidad. Para ello, apela deliberada y operativamente a las potencias de lo inactual, de lo singular, de lo inútil. Y practica una invocación casi totémica a las planchaditas banderas de lo distanciado, de lo indirecto y de lo mediato para blindar la cáscara hueca de una ficción que se sueña autónoma y se autoproclama excéntrica.
Compuesta sin secuencia argumental, la novela insiste autista en la dilación de una única y melancólica escena: narra —con signos claros de impericia— la ralentizada caída de una hojita de plátano en una vereda cool del celíaco barrio de Palermo. La deriva es indeterminada: a excepción de un par de licencias (¿deslices?), el régimen de la ficción está estrictamente ceñido al tiempo presente. Casi no hay fábula: abrazado a una prosa de ambición objetivista y frustrado por sus propias limitaciones, Tabarovsky se pierde en el laberinto de una trama soporífera y gelatinosa, que se densifica sin avanzar, desplegándose a través de zigzagueos erráticos, digresiones metonímicas y regresiones metafóricas. Escribe desde el deseo de lo novelesco, pero sin la novela y sin lo novelesco.
La hojita cae junto a un edificio de nueve pisos y, en ese vuelo leve y densamente demorado, se suceden —apáticas, indiferentes e indiferenciadas— guerras mundiales, catástrofes meteorológicas y pequeñas tragedias cotidianas. La prolongada rutina de la caída indefinida habilita también deslizamientos de la mirada del narrador, que entra a cada departamento, recorre el espacio, describe precariamente su escenografía y anticipa el drama impasible, solitario y miserable en que cada vida grava su propia decadencia. La hojita cae, sigue cayendo y —ya por resistencia del aire, ya por un fenómeno de ingravidez— su caída se vuelve unas veces metafórica y otras veces alegórica. La reincidencia obstinada en el “como si” habilita la metáfora metaliteraria y multiplica los sentidos de lo que ocurre tras las figuras de la fundación, el apogeo y la crisis de la ficción. Convoca o evoca fantasmas borrosos, ríos subterráneos, pulsiones excéntricas (civilización y barbarie) y fuerzas concéntricas (tradición y modernización). Simula de ese modo la confirmación —porque no se somete a los riesgos implícitos de la experiencia— del a priori ideológico en que se apoya su disposición ética: que la única épica posible bajo el sol de la modernidad periférica es la que reivindica la contradicción y se asienta sobre pequeñas batallas de artificio que se dirimen en la táctica sintáctica de la paradoja y en el despreocupado vagabundeo estético. La ausencia absoluta de historia quema aun, por cansancio, la generosa lectura donde Héctor Libertella ligaba Las hernias (2004) a la radicalidad activa de “una narrativa que desarrolla los hilos de una historia concreta y puntual mientras sólo va practicando, línea a línea, el arte de la digresión”.
Tras esa hojita que cae, la utopía de la ciudad liberal y burguesa se mece como un conjuro sobre un subsuelo silenciado. Los de abajo no tienen voz ni tienen perspectiva. La letra se afirma como violencia fundacional. La propiedad del punto de vista nunca se pone en crisis. Tampoco la universalidad de su percepción. Como el dios aristotélico, el propietario ratifica su condición en una actividad contemplativa (pero dadora de entidad) y en un simulacro de naturalidad inerte desde la que confisca la perspectiva de la historia. Su propia imagen crece a fuerza de despojar de sentido la imagen de un mundo estetizado hasta lo empalagoso. El narrador tabarovskyano mira desde arriba y, en esa colocación, crea una ilusión de autoridad de la que es el primer y más altivo creyente. Es la voz del Amo. No duda ni de su propia consistencia ni de su arrogada autoridad para decretar la repartición de los territorios, los espacios textuales y las escenas simbólicas. Tampoco admite lugar para la vacilación. El relato se prolonga siempre gratuito y siempre a la distancia. El narrador balzaciano se consume en su propiedad desde un más allá de la escena. Dictamina, decreta y dispone a su antojo de las palabras y las cosas. Pero, como todo vouyeur, lo hace siempre negándole a lo que ve otro sentido que el de justificar su deseo. Otorga estatus estético y ontológico, pero en la sombra de una dádiva. A sus plantas el mundo languidece absurdo y envuelto en la bruma de una belleza vulgar.
Todo esto ocurre casi como telón de fondo de un diálogo cerrado o, mejor aún, del encomio entusiasmado de la tradición de la que Tabarovsky se sueña heredero y cuyo conocido panegírico es Literatura de izquierda (Beatriz Viterbo, 2004). La ciudad letrada se mitifica y se concibe como barrio cerrado. Desde su interior se impone una pedagogía del derecho natural y de la calificación selectiva que resuena en el firulete aireano que consiste en el recurso a la reverberación semántica de ciertas frases sobre el programa implícito de la ficción: “La novedad es siempre amnésica: la buena nueva de los libros del caminante, y el pasado que reaparece como memoria de paso, como experiencia sensible, como resto diurno”.
“La letra, con sangre entra” es el dictum clave del dispositivo liberal de conquista. “En la letra, la tradición habla” es el semblante opaco de su justificación. El texto de Tabarovsky, que se autofigura ajeno a toda pedagogía política y que se afana en neutralizar cualquier ribete ideológico, muestra sin miedos y sin culpa los signos ciertos de una ideología decadentista y antiburguesa que ya parecía difunta pero que aún convalece encarnada en ciertas propuestas estéticas de semblante señorial. La “guerra antiburguesa” es una reacción defensiva, retráctil de una clase que se reconoce perdida sin la propiedad de la tierra (la tradición) donde se naturalizan sus raíces y su derecho soberano a perseverar. La intuición de Flaubert se traduce alegóricamente en el vaticinio de una existencia bajo amenaza de extinción: “¿Ha visto usted a veces, al pasear por los altos acantilados, una plantita esbelta y rebelde que cuelga desde lo alto de una roca y esparce sus crines ondulantes sobre el abismo? El viento la sacude, tratando de arrancarla, y la plantita, a su vez, se estira y se asoma al vacío como si quisiera escaparse transportada por él. Sólo una raíz única e invisible permanece incrustada a la piedra, mientras la plantita parece dilatarse, irradiarse a los alrededores, intentando levantar vuelo. Pues bien, supongamos que llegue el día en que el viento más fuerte la arranque de cuajo, ¿qué sería de ella? El sol la resecaría sobre la arena, la lluvia la pudriría hasta desmenuzarla” (Carta a Louise Colet, del 29 de agosto de 1847).
Fiat ars, pereat mundus. Tras la estricta literalidad de Una belleza vulgar se afirma involuntaria la ironía de una fábula del desenlace: la superstición de que lo literario es un valor en sí. El lúcido reemplazo de la alegoría natural en la planta por la artificialidad de la bolsa en caída libre pone al lector ante la fatalidad en que agoniza la tradición del artificio. La literatura modernista, había escrito Borges, “es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin”. Tabarovsky es un militante a destiempo. Se ilusiona con su propia imagen en el espejo que refracta los rostros de otro tiempo. Se descubre sospechando el día después del cortejo. A simple vista, la determinación franca y confesa de anacronismo puede pasar por un tipificado gesto de vanguardismo trasnochado. Pero en su entonación nostálgica, en su arrogancia excluyente y en su mistificación esteticista, aflora cabal el rigor mortis de lo que, allá lejos y hace tiempo, fue la cresta presumida de una ideología hegemónica.

Maggiori, Herrera y la violencia como cliché

Hay una línea activa del realismo sucio contemporáneo que se presenta como semblante epigonal de lo que en el siglo XIX fue la “literatura de frontera”. En ese espacio productivo, el escritor burgués desata su curiosidad de conquistador y se deja llevar, arrastrado por su deseo de darse una imagen de ese otro que lo asecha casi tanto como lo seduce. Lo marginal y lo bárbaro se vuelven materia de una objetivación estética que se realiza tanto sobre las voces como sobre los temas y los territorios. Y lo que finalmente confirma el carácter recreativo de la excursión es la distancia que se acredita entre lo narrado y el propio régimen de la narración.
A diferencia de los relatos reunidos en Cacerías (donde los cierres enrarecidos quebraban la lógica de las tipificaciones), La escuela de Satán (Edhasa, 2017) de Marcos Herrera se afirma sobre un patrón naturalizado donde las historias cuajan en una fabulación estereotipada, fatalista, simplificadora. El sur, el conurbano profundo, indómito y cargado de una violencia hiperestetizada, es el cont...

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