Las conversaciones que no tenemos
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Las conversaciones que no tenemos

Santiago Álvarez de Mon

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Las conversaciones que no tenemos

Santiago Álvarez de Mon

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Entendida la conversación humana como un lugar de encuentro con los demás, los cambia y nos cambia. A través de nuestras palabras, de nuestros silencios, de nuestros gestos, dejamos huella de quiénes somos, ponemos nuestra firma personal. La conversación se revela como una necesidad, unademanda, un deber, un regalo, una oportunidad de aprendizaje, una responsabilidad, un derecho, un medio connatural al ser humano.La inquietud última del autor, y esto explica el NO con mayúsculas del título, es animar al lector a tener el coraje y la lucidez para afrontar sin más demora, con tacto, empatía y espíritu de grandeza, aquellas conversaciones que debemos a los demás y a nosotros mismos, y el resto, innecesarias, torpes, injustas, triviales, mandarlas a la cesta de la indiferencia.Un libro para saborear sin prisas, un diálogo intenso y honesto con el autor y con nosotros mismos. ¡Qué fácil y qué difícil nos resulta conversar!, curiosa paradoja.

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2021
ISBN
9788418285738

1. El arte de conversar

Son hombres de diversos orígenes, que hablan diversas lenguas y profesan distintas religiones. Han tomado la extraña decisión de ser razonables. Han decidido olvidar las diferencias y acentuar las afinidades.
JORGE LUIS BORGES (1899-1986)
Parto de una premisa inicial que me acompañará a lo largo de toda la ruta que voy a recorrer. La calidad de nuestras relaciones, la calidad de nuestro liderazgo, nuestra capacidad para influir en los pensamientos, sentimientos, conductas de los demás, para seducir a nuestro interlocutor, en última instancia, nuestra aptitud e inteligencia para gobernar nuestras vidas, como diría Ortega y Gasset (1883-1955), para imperar sobre nosotros mismos, depende en gran medida de la calidad de las conversaciones que mantenemos con los demás y con nosotros mismos. Unas y otras se retroalimentan. De la conversación exterior, pública, más fácil de oír y seguir, a la conversación privada, que sostenemos en un canal más discreto y silencioso. Y viceversa, de la conversación más íntima y personal a la conversación social. El cambio, como fenómeno cierto, insobornable, indiscutible, de nuestras vidas, transcurre entre conversaciones de distinta naturaleza y alcance. Como señala Echeverría, «todos hemos tenido la experiencia de salir de una conversación y reconocer que el mundo es otro, que se han abierto o cerrado puertas, que podemos entrar a espacios que antes nos estaban vedados o que algo muy valioso se rompió mientras se conversaba». A través del hablar nos damos a conocer, nos abrimos al otro, del mismo modo que al escucharlo reconocemos su singularidad y misterio. O lo contrario, desgraciadamente, ni uno ni otro encuentran la forma de explicarse, descubrirse, acercarse. No se entenderá ese divorcio afectivo, profesional, familiar, sin reparar en las quiebras y fisuras de una conversación truncada en su raíz. Sea para mejor o para peor, nada será igual.
En The secret language of leadership, Stephen Denning (1944) aborda con rigor y un estilo muy ágil las claves comunicativas de los grandes líderes. Después de clasificar y precisar que «conversación no es sinónimo de negociación» —un proceso mediante el cual se resuelven disputas y conflictos a través de tareas y discusiones, tampoco un argumento entre posiciones adversarias—, fija el objetivo último de una conversación: «aprendizaje colectivo». Es decir, que gracias a ella todas las personas involucradas crezcan en algunos ámbitos del saber humano, que descubran o ponderen de forma distinta aspectos desconocidos o infravalorados de la realidad. A través del liderazgo se interviene en el entorno social, se diseña una nueva realidad, movilizando las capacidades lingüísticas que lleva aparejadas. Un verbo fácil, elocuente, resulta de enorme utilidad. Con ese horizonte pedagógico in mente, Denning señala enseguida el primer reto de un buen comunicador: «capturar la atención de su audiencia», sea la que sea. Despertar el interés de los demás, explicar el mensaje central con claridad y precisión, reforzarlo, acercarlo, a través de ejemplos, vivencias, anécdotas personificadas, en un continuum expositivo donde las emociones y los sentimientos juegan un papel fundamental. Pensar que la conversación se mantenga viva, atenta, solo desde un plano meramente intelectual, abstracto, apelando exclusivamente a la lógica y el sentido común, es del género ingenuo. A lo largo del libro de Denning abundan los ejemplos para ilustrar su comprensión del fenómeno, entre los que destacaría el famoso discurso de Abraham Lincoln en Gettysburg:
Hace ochenta y siete años, nuestros padres hicieron nacer en este continente una nueva nación concebida en la libertad y consagrada en el principio de que todas las personas son creadas iguales. Ahora estamos empeñados en una gran guerra civil que pone a prueba si esta nación, o cualquier nación así concebida y así consagrada, puede perdurar en el tiempo. Estamos reunidos en un gran campo de batalla de esa guerra. Hemos venido a consagrar una porción de ese campo como lugar de último descanso para aquellos que dieron aquí sus vidas para que esta nación pudiera vivir. Es absolutamente correcto y apropiado que hagamos tal cosa. Pero, en un sentido más amplio, nosotros no podemos dedicar, no podemos consagrar, no podemos santificar este terreno. Los valientes hombres, vivos y muertos, que lucharon aquí ya lo han consagrado, muy por encima de lo que nuestras pobres facultades podrían añadir o restar. El mundo apenas advertirá y no recordará por mucho tiempo lo que aquí digamos, pero nunca podrá olvidar lo que ellos hicieron aquí. Somos, más bien, nosotros, los vivos, quienes debemos consagrarnos aquí a la tarea inconclusa que los que aquí lucharon hicieron avanzar tanto y tan noblemente. Somos más bien los vivos los que debemos consagrarnos aquí a la gran tarea que aún resta ante nosotros: que de estos muertos a los que honramos tomemos una devoción incrementada a la causa por la que ellos dieron la última medida colmada de celo. Que resolvamos aquí firmemente que estos muertos no habrán dado su vida en vano. Que esta nación, Dios mediante, tendrá un nuevo nacimiento de libertad. Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra.
Claro, conciso, vibrante, directo al corazón de sus compatriotas, de sus soldados. Condición necesaria, pero no suficiente, el delicado proceso del liderazgo exige captar, mantener y dirigir la atención de todos, sean familiares, empleados, clientes, colegas, accionistas, autoridades, inversores, ciudadanos… En otro interesante libro de Goleman, Focus, este conocido autor complementa y completa la propuesta original de Denning: «Un liderazgo inspirador demanda conectarse con una realidad interior emocional y con la de aquellos a los que se quiere inspirar». De un modo u otro el líder cautiva a su público, lo persuade de la bondad e importancia de su alegato. El famoso I have a dream de M. L. King (1929-1968), en aquel domingo 28 de agosto de 1963, ante la explanada del Capitolio, en Washington, es una declaración histórica que aúna todos los elementos comunicativos de un liderazgo sublime. ¿Dónde reside la fuerza del sueño de King? ¿Por qué la multitud vibró mientras él encadenaba unas palabras tras otras? Portavoz autorizado de lo mejor del alma norteamericana, solidario de una población que se siente injustamente discriminada, acierta a verbalizar la ilusión de todos. Del I, al We, él se limitó a poner la letra y el tono al sentimiento general de una comunidad que se siente atacada en su dignidad.
En cierta manera, sin excesos impropios de personas adultas, liderar tiene mucho que ver con el arte de seducir al otro, de fascinar a hombres y mujeres desorientados, a veces diezmados anímicamente. La referida conexión conlleva dos niveles, con nuestro ser y con el de los demás, seria llamada de atención sobre la entidad real y dimensiones de la conversación humana. Como no puede ser de otra forma, necesita de un plano lógico, racional, analítico, pero abarca también emociones, sentimientos, creencias, valores, vibraciones profundas que pueden quedar fuera de nuestro radar. Ignoradas, ninguneadas, esas pulsiones más personales secuestran nuestras energías y motivaciones más puras y ciertas.
En The power of the other, título sugerente y realista, Henry Cloud (1956) afronta una cuestión nuclear, la autenticidad del comunicador. Este tiene que resolver la tensión entre la persona y el personaje, entre la sustancia y la máscara. Cuando se produce una genuina conexión entre uno mismo y los demás, «puedes ser tú mismo, partes de una relación en la que involucras tu mente, tu corazón, tu pasión, tu alma». Estimado lector, cuando acude a un encuentro empresarial, social, cuando asiste a la convención anual de su empresa, cuando es invitado a un acto académico, cultural, mientras escucha a los diferentes ponentes, ¿es capaz de discernir al que habla desde su corazón de aquel que se limita a leer un texto escrito por otros? Cuando participa de una tertulia o conversación entre profesionales, conocidos, familiares, ¿capta la diferencia entre aquellas personas que se hacen oír, respetar porque su discurso es propio, verdadero, y otras que se limitan a expresar lugares comunes, clichés, tomados, prestados de otros?
En juego está un elemento decisivo en la relación humana, crucial en el devenir a mejor de la conversación iniciada, la certidumbre y el respeto mutuos. Solo si tenemos el coraje, la lucidez, la sencillez, de ser nosotros mismos, de expresarnos como tales, podemos generar confianza en los demás. Discrepen o estén de acuerdo, celebrarán una opinión propia, independiente, veraz. Por h o por b, por lo que sea, confiamos en fulano, en sus intenciones, mientras que mengano nos da mala espina, no nos merece ningún crédito. Ingrediente diferencial, insustituible, igual que la confianza agiliza la toma de decisiones, alumbra y abraza otras ideas —vigor, determinación, seguridad, tranquilidad…—, renueva la convivencia, facilita la armonía, la desconfianza desgasta, nos sale muy cara. Desafortunadamente, en muchos ámbitos de la vida se ha expandido e instalado, especialmente en el terreno de la política. En los despachos, pasillos y oficinas de muchas instituciones públicas se respira un ambiente de escepticismo, incredulidad, si no de abierta y profunda suspicacia. Literalmente los representados no se fían de sus representantes. Todos pagamos un precio muy alto por este déficit de credulidad, por este divorcio progresivo, cuando la democracia moderna necesita urgentemente un chute de credibilidad, prestigio, compromiso e ilusión.
En Just listen!, no es casual su título, Goulston (1948) incorpora una variable estratégica. Si hablamos de conversar, pensamos en el lenguaje utilizado, en palabras expresadas con mayor o menor tino y gracia, cuando esta tiene mucho que ver con el arte de escuchar. Distinto de oír, fenómeno biológico, escuchar conlleva comprender, interpretar, sentir. Adelantando la temática del capítulo tercero, esbozo aquí una reflexión pertinente: «No es tanto lo que decimos, sino lo que conseguimos que los otros nos digan». Sugerente propuesta, cambio de roles, el protagonismo pasa del speaker, de su exposición, a lo que los demás nos quieran contar. Goulston sintetiza muy bien la inversión sugerida de papeles cuando dice: «El camino para hacer amigos y tener más influencia sobre los demás es estar más interesado en lo que tengan que decirnos que en impresionarlos a ellos. De modo que para ser interesante, olvídate de serlo. En cambio, estate interesado por ellos». From being interesting to being interested. Atractivo, paradójico, trueque de papeles, más fácil decirlo que hacerlo. Un ego frágil, superficial, narcisista, acostumbrado al monopolio de la palabra, entrenado en la visibilidad estética, necesita aparecer interesante, fuerte, protagonista. Así se expresan a diario muchos jefes aferrados a sus galones y símbolos de poder. Prefieren resolver problemas ajenos que hacer pensar y dar las herramientas para que sus dueños encuentren la solución. También los profesores deformamos la esencia de nuestra profesión. En lugar de infundir en nuestros alumnos la práctica del pensamiento propio, crítico, de inculcarles la costumbre de resolver por sí mismos sus problemas, nos mostramos decididos a prestarles nuestra experiencia, a aconsejarlos en la dirección correcta. Incluso los padres, llevados por los motivos más nobles, incurrimos en una suerte de activismo bienintencionado, soltando sermones que no necesitan. El diálogo va de ellos, no de nosotros. Es su vida la que tienen que protagonizar, no la nuestra.
Si tirando de memoria reviso las mejores conversaciones con cualquiera de mis cinco hijos, sobre sus estudios, ilusiones, carreras profesionales, preocupaciones, amores, aciertos, caídas, éxitos, errores, dudas, desencuentros, amistades, talentos…, cada uno de su padre y de su madre, en común todas ellas tienen que hablaron más ellos, de hecho se trataba de sus vidas. Y a sensu contrario, las que pasaron a la noche del olvido, las que no dejaron ningún poso en sus mentes y corazones, las que generaron una dependencia impropia de su creciente madurez, me tuvieron a mí como protagonista. En general nos sobran pláticas que a lo peor se dan de bruces con nuestras acciones, arengas soltadas con buenos propósitos, y falta escucharlos más, cederles espacio y tiempo para expresarse a gusto. Diferentes perfiles, figuras, de la escena humana —padres, profesores, jefes…—, solo nuestra versión más profunda, humilde, inteligente, discreta, entiende de qué va la propuesta de Goulston, y aun así, no le resultará fácil la transposición de funciones. El ego es agotador, insaciable, omnipresente, tiene muchísimas vidas, y en cuanto bajas la guardia, arruina el encuentro.
El diálogo va de ellos, no de nosotros. Es su vida la que tienen que protagonizar, no la nuestra.
A estas alturas del camino no debe sorprender a nadie que esto de conversar, independientemente de temática o interlocutor, dista mucho de ser sencillo. Propio del ser humano, consustancial a nuestra condición social, puede resultar harto complicado. Esta aparente contradicción, sutil y escurridiza, está muy bien planteada en Crucial conversations. Sus autores —Patterson, Grenny, McMillan, Switzler— se explayan sobre conversaciones especialmente queridas e importantes. «Cuanto más nos importan e influyen las conversaciones a mantener, de casuales a cruciales, desplegamos nuestro peor comportamiento. Cuando los riesgos son altos y las emociones corren fuertes, más posibilidades de que desemboquen en desencuentro frustrante.» Sobran ejemplos de la vida real que validan este diagnóstico difícil de digerir de los autores de Crucial conversations.
Si repaso mis peores actuaciones como comunicador, si observo los diferentes ambientes por los que me muevo —clases, reuniones, veladas familiares…—, pensando en parientes, alumnos, clientes, conocidos, compañeros del trabajo…, constato con cierta tristeza y perplejidad que estas alcanzan su mayor pico de torpeza y desgobierno con los seres más queridos. Guardia baja, interrupciones innecesarias, timbres de voz inadecuados, lenguaje corporal que habla por sí solo, tsunami verbal, prisas… suelen personarse en conversaciones con aquellas personas que precisamente más nos importan. Las buenas maneras, prudencia, paciencia, respeto, que movilizas con otros, saltan hechos añicos por los aires cuando la naturalidad y sinceridad de nuestros decorados más familiares permiten que salga la fiera que llevamos dentro. Igual que los cariños y afectos están presentes, también los miedos y temores más desequilibrantes. Nuestras dos mitades se asocian misteriosamente para zarandearnos y hacernos perder el norte. Aquellos nos llevan involuntariamente a achicar los espacios, a apretar los tiempos, haciéndole sentir al otro incómodo, agredido, incomprendido. Paradójicamente, con aquellos que están más cerca, física y afectivamente, que conocemos mejor, el arsenal de armas de destrucción masiva es variado y letal. Desde la ironía punzante hasta el sarcasmo hiriente, desde el agravio comparativo hasta rencores históricos, desde la combatividad verbal hasta la indiferencia fría, desde el cansancio hasta el hartazgo, desde la interrupción hasta el juicio gratuito. El orden contrario es la clave. Primero, conocer, respetar, aceptar al otro, facilitar que se encuentre seguro, relajado. A partir de ahí, discrepemos o no, la conversación cobra otra altura.
Para subir a otro nivel, para entender la complejidad y sencillez a la vez de la conversación humana, el trabajo de Watzlawick (1921-2007) siempre me ha parecido una guía y un estímulo inestimables. En su obra La nueva comunicación describe «un sistema de comportamiento integrado que calibra, regulariza, mantiene y, por ello, hace posibles las relaciones entre personas». No hay sociedad, no existe comunidad, sin comunicación. Esta forma parte esencial de nuestra existencia, de nuestra realidad. «La acción de comunicar es muy semejante a la de respirar, esa función natural que mantiene con vida a las personas. Deje de respirar y dejará de ser. Deje de comunicar y dejará de vivir, a menos que seamos el único habitante de una isla desierta.» Expresivo paralelismo. El objetivo de una vida fecunda, bien aprovechada, tiene que trascender el acto humano de respirar, pero sin esta diástole mágica, diaria, constante, aquella no se abre camino. Vivir es mucho más que respirar, pero esa aventura increíble empieza por este verbo misterioso y discreto.
Guardia baja, interrupciones innecesarias, timbres de voz inadecuados, lenguaje corporal que habla por sí solo, tsunami verbal, prisas… suelen personarse en conversaciones con aquellas personas que precisamente más nos importan.
Del latín communicare, comunicar significa hacer a otro partícipe de lo que uno tiene. La necesidad de comunicar es intrínseca al ser del ser humano, que en su sociabilidad solicita compartir y poner en común recursos, proyectos, vivencias, temores, ilusiones, etc. Tan connatural nos es el fenómeno de la comunicación que estamos ante la imposibilidad de no comunicar: «No hay nada que sea lo contrario de conducta. En otras palabras, no hay no-conducta, o, por expresarlo de modo más simple, es imposible no comportarse. Ahora bien, si se acepta que toda conducta en una situación de interacción tiene un valor de mensaje, es decir, es comunicarse, se deduce que, por mucho que uno lo intente, no puede dejar de comunicar. Actividad e inactividad, palabras o silencio, siempre tienen valor de mensaje: influyen sobre los demás, quienes, a su vez, no pueden dejar de responder a tales comunicaciones y, por ende, también comunican». Experiencia bidireccional, autopista de ida y vuelta, la reciprocidad preside el fenómeno del diálogo humano. En sus distintos planos, instrumentos y rincones, en su gama de palabras, silencios y acciones, no podemos escapar de él, así nos definimos, expresamos y aprendemos.
En perfecta comunión con Watzlawick, Hugh Prather (1938-2010), en su delicado e incisivo libro Palabras a mí mismo, recuerda algo que por obvio puede pasar desapercibido. «Muchas conversaciones se desarrollan en dos planos: uno verbal y otro emocional.» Cabría añadir un tercero, de carácter moral, que el mismo Prather deja entrever —«Estuve tan ocupado pensando cómo debería sentir que no tuve tiempo para ver lo que sentía»— y que tiene feliz o tristemente ocupados a muchos hombres y mujeres. Varios niveles se entreveran y confunden, de su armonía e integración depende en buena medida nuestra credibilidad y facilidad de persuasión. El primero, más explícito e intelectual, lo que sé y lo que pienso. El segundo, la urdimbre afectiva, lo que siento, que viene a complicar las cosas dibujando un panorama no enteramente racional. Una tercera dimensión guarda nuestros principios y valores filosóficos, cómo me debería sentir, cómo debería actuar, hablar. Los imperativos morales, bien encauzados, nos llevan a otra dimensión. Mal gestionados, nos conducen a una dolorosa batalla interna con nuestro núcleo personal. A menudo plano oculto, invisible, indetectable, ejerce una influencia decisiva en nuestra conversación con los demás y, sobre todo, con nosotros mismos.
Pienso sinceramente que merece la pena ahondar sobre este apartado resbaloso de la conversación humana. En su trilogía Metamanagement, referencia valiosa para cualquier estudioso del liderazgo, Fredy Kofman (1960) tiene el acierto de explicar con un gráfico las diferentes vivencias personales de una misma reunión. En una hipotética conversación entre ...

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