Persona, empresa y sociedad
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Persona, empresa y sociedad

  1. 136 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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Persona, empresa y sociedad

Descripción del libro

Propone en estos ensayos de pensamiento social que es necesario creer en algo que vaya más allá de nuestra vida para ser mejores empresarios. Creer en la persona, en la empresa y en la sociedad va de la mano con creer en Dios; ayudar a quienes sufren y a los más desfavorecidos, porque como ya observaba Aristóteles, el ser humano nace para vivir una buena vida. Estos ensayos no nos dicen qué hacer como empresarios, pero nos recuerdan que cada uno tiene una misión única que vale la pena vivir plenamente.

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Información

Editorial
LID Editorial
Año
2018
ISBN del libro electrónico
9786079380816
Edición
1
Capítulo 1
Sociedad y pensamiento como negocio: el papel del creyente en la sociedad contemporánea1
Hace algunos años, en el aeropuerto de Madrid-Barajas, un joven ingeniero se acercó a mí y me preguntó qué es lo que puede ofrecer la Iglesia a sus hijos. La pregunta provenía de una buena persona que pensaba en su familia y consideraba a la Iglesia como proveedora de valores y bienes para sus hijos. Después de responder lo que consideré que era oportuno en aquel momento, me quedé pensando en el sentido de la pregunta.
Las personas hoy consideran a la Iglesia católica y por lo general a las demás comunidades de fieles como una institución que ofrece bienes y servicios, a la manera de un «spa» espiritual. Constatar que nuestra sociedad contemporánea, al menos en Occidente, juzga la realidad bajo categorías económicas no es ni bueno ni malo, es simplemente una realidad que no podemos ignorar.
Nuestro punto de partida, por tanto, para considerar el papel que la fe pueda tener en la sociedad actual debe analizar una ­dinámica social con una fuerte conceptualización económica, pero que es al mismo tiempo fruto de la interacción de tres distintas esferas: la política, la económica y la sociedad civil (Taylor, 2007, p. 578). Cada uno de estos sistemas de pensamiento y de desarrollo para y en la sociedad tiene una lógica y una dinámica que interactúa con los otros dos.
Algunos autores afirman la autonomía de las esferas económica y política; señalan que la sociedad civil es simplemente fruto de la educación o de la filosofía social que nos ha sido inculcada. Sin ánimo de limitar la realidad a una serie de conceptos, podemos observar desde el principio que estos sistemas no solo se influyen unos a otros sino que también cambian por instituciones y lógicas que no son ni políticas ni sociales ni económicas.
La panorámica cultural en nuestros días
Benedicto XVI, por ejemplo, dirigió tres importantes discursos a estas distintas esferas que interactúan en nuestra sociedad contemporánea. En su discurso en Westminster Hall, con ocasión de su visita pastoral al Reino Unido, el pontífice subrayó la importancia de la libertad de conciencia que, además, debe ser respetada por los gobernantes. En el evento estaban presentes el primer ministro de entonces, Gordon Brown, y dos ministros anteriores: Tony Blair y Margaret Thatcher. The Guardian, una publicación que en pocas ocasiones defiende la enseñanza tradicional de las religiones organizadas, publicó al día siguiente un artículo donde afirmaba que el imperio británico había caído aquel día. En realidad, Benedicto XVI hacía un discurso importante. La Iglesia anglicana nació bajo el reinado de Enrique VIII, cuando las autoridades políticas reconocieron que la autoridad moral de Gran Bretaña era el rey y no el papa. En cambio, el día del discurso en Westminster Hall, las autoridades políticas del reino que representaban a la población británica se habían ­reunido allí porque, en definitiva, reconocían que la autoridad moral del reino era el papa y no el rey. Un círculo se había cerrado en la historia.
Además, Benedicto XVI pronunció un segundo discurso crucial para la interacción de los sistemas sociales que estamos analizando. En su famoso discurso de Ratisbona, en la universidad que acogió al joven profesor Joseph Ratzinger, se dirigió a la academia para subrayar la incompatibilidad entre la fe y la vio­lencia. Para él, la racionalidad con la cual comprendemos la realidad fue siempre una fuente de maravilla para el hombre. Lo sorprendente no es que con la física o con las matemáticas podamos medir y pronosticar el mundo natural en el que nos movemos, sino que aquello que contemplamos con nuestros sentidos esté en sintonía con lo que comprendemos con nuestra capacidad intelectual. La fuente de racionalidad natural y humana es la misma, el Creador del hombre. La violencia, en cambio, es siempre irracional, niega esa afinidad humana con la verdad, crea mundos que destruyen tanto lo humano como lo natural. Para Benedicto XVI, el discurso de Ratisbona fue un momento amargo en su pontificado; en general, los medios de comunicación ignoraron el contenido central del discurso para enfocarse en una cita del Corán, libro sagrado de la religión musulmana, donde el emperador bizantino Miguel VIII Paleólogo critica una cierta actitud en su conversación imaginaria. No obstante las opiniones de los medios, un grupo de intelectuales del mundo islámico escribió a Benedicto XVI para agradecerle haber expresado aquello que ellos mismos deseaban manifestar en público desde hacía tiempo.
El tercer discurso con el cual el romano Pontífice se dirigió a la dinámica social no reflexionaba sobre el papel de la fe en el mundo político ni en el florecimiento de la sociedad civil. En su plática pronunciada en el Collège des Bernardins de París, el Papa habló del desarrollo cultural de la humanidad. Curiosamente, el tercer gran discurso de Benedicto XVI no repercutió en aquello que consideraríamos más importante, es decir, en la dinámica económica. Para Benedicto XVI, reflexionar sobre el sentido de la cultura cristiana era considerar que un Dios que no tiene poder en este mundo puede ser desconocido, ignorado o incluso negado. La creatividad con la cual los benedictinos y otras órdenes monásticas a lo largo de la Edad Media cultivaron la escritura, la música y la poesía, era la manifestación de que la fe se convierte en cultura cuando es capaz de generar belleza; y esta última no es más que la expresión de la verdad y del bien en esplendor. A mayor belleza, mayor bien y verdad unidos; de ahí que la naturaleza, al recibir un influjo positivo del hombre, se convierta en una belleza mayor, en la expresión de una verdad y un bien que la excede. Porque finalmente, como enseña la fe cristiana, por la encarnación de Cristo el hombre tiene acceso al mundo sobrenatural. La fe parecería, por tanto, tener un papel no solo real sino fundamental en el florecimiento de la sociedad auténticamente humana.
Estos y otros discursos de Benedicto XVI han fundamentado el interés que tiene la Iglesia católica en el desarrollo de la sociedad contemporánea en sus tres esferas: la política, la económica y la social. No obstante, ese papel es reconocido y se convierte en algo legítimo especialmente cuando se entiende como algo necesario al hombre actual. Entre otros autores, Charles Taylor (2007, p. 578) ha establecido una serie de características de aquello que nos permite definirnos como hombres en la sociedad occidental. En Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna (1989, p. 438), el filósofo observa que la sociedad acepta como verdaderos los principios democráticos, lo que se puede promover con libertad personal y aquello que se ofrece en el libre mercado.
En tanto institución, la Iglesia no es una democracia, y por tanto su tradición y su origen no son democráticos. Afirmar el papel de la fe frente a la democracia y sus instituciones no significa negar el concepto original y la misión espiritual de la Iglesia; supone buscar transmitir una realidad profundamente humana que desde hace 2,000 años ha procurado afirmar valores que desarrollan al hombre precisamente cuando intenta realizar una obra que lo excede por completo, algo que trasciende sus ­propias capacidades y límites, que nació antes que él y que permanecerá cuando él muera.
Los valores culturales dominantes: democracia, libre mercado y sociedad civil
Lejos de reducir al hombre a una simple parte de un gran mecanismo, estos valores perennes e inmutables lo elevan y le exigen alcanzar horizontes siempre mayores. El Massachusetts ­Institute of Technology (MIT) invitó a la clausura de su curso al Chief ­Executive Officer de una de las más grandes instituciones de tecnología de Silicon Valley, en California, la famosa compañía Apple de Steve Jobs.
En su presentación, Tim Cook subrayó la importancia de la tecnología, pero también el hecho de que esta no basta en sí misma; su función debe ser para y con la humanidad, para quienes son ciegos o autistas, y por tanto requieren de la tecnología para relacionarse con el mundo. Debe tratarse de una tecnología relacionada con el ser humano, y no confundir la conectividad con la comunicación. En su conferencia, afirmaba que el encuentro que cambió profundamente su vida fue el que acababa de tener con el papa Francisco. Le resultaba sorprendente que el Pontífice estuviera tan informado sobre los cambios tecnológicos y le parecía que había reflexionado largamente sobre el impacto que pueden tener en nuestras vidas.
Parece que también en nuestra sociedad democrática, donde se afirma que todos tenemos el derecho a informar sobre nuestra vida y a saber sobre la vida de los demás, la fe igualmente tiene un papel. La relación humana jamás es autor referencial, ­considera siempre a los demás. La auténtica comunicación humana no consiste solo en estar conectados mediante la tecnología, sino en su función respecto de la necesidad humana. La Iglesia católica y Apple están de acuerdo en este punto: el desarrollo tecnológico es bueno, pero no por sí solo, sino que debe considerar además las necesidades del hombre y no únicamente sus deseos.
De acuerdo con Charles Taylor (2007, p. 573), los ciudadanos de Occidente buscan afirmar en toda ocasión su libertad personal; por tanto, «aquello que es promovido libremente por la sociedad civil es necesariamente positivo y bueno». No es una casualidad que grandes organizaciones internacionales tengan respeto, aprecio y medios económicos fruto de su acción solidaria en beneficio de la naturaleza y de los más desfavorecidos. Resulta difícil pensar que una organización como Greenpeace sea una institución fundamentada en un error. Si algún valor se promueve con éxito en la sociedad civil, significa que es bueno.
Este principio está tan firmemente arraigado en nuestra sociedad contemporánea que con dificultad se puede criticar. Recuer­do hace algunos años, mientras caminaba por una avenida en Washington con el rector de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, casualmente una joven voluntaria de esta institución —que busca proteger la naturaleza— nos abordó y con gran seguridad nos pidió que firmáramos en beneficio de su misión, porque finalmente en su opinión «ambos estamos tratando de salvar al mundo, solo que de distinta manera». En realidad, la Iglesia no tiene una finalidad estrictamente social, porque su misión es sobrenatural, espiritual y divina. Al mismo tiempo, la Iglesia ha afirmado de muchas formas su interés y preocupación por la justicia, la pobreza y la inequidad. La contribución de la fe a la sociedad civil no está en su promoción de una justicia social, más o menos vinculada con la acción del Estado. Por el contrario, la fe tiene un papel en la sociedad civil en la medida en que recuerda que aquello que es atractivo para el hombre y que lo hará ­realmente florecer es lo que respeta su verdad, como ser hecho a imagen y semejanza de Dios.
De hecho, la sociedad actual promueve iniciativas que, con plena libertad, son erróneas porque niegan la unidad que el cuerpo y el alma tienen en el hombre. Al asegurar que el cuerpo es un instrumento que poseemos y que podemos cambiar a capricho, negamos una parte fundamental de nuestra humanidad. De ahí se deriva una concepción equivocada de la maternidad, del respeto al propio cuerpo, del ser hombre corpóreo y de la manipulación genética, del juicio que alcanza la corporeidad ajena y la vida humana. Sin embargo, tal vez un punto que se olvida —y que recientemente Daniel Miller puso de ­manifiesto— es que el uso que hacemos de la materia que alcanzamos es expresión de nuestra humanidad. Recordar que el orden exterior en que vivimos es reflejo del orden interior en que existimos puede llevarnos a recuperar un justo respeto por nuestro cuerpo, y nos permite relacionarnos con los demás de acuerdo con nuestra máxima capacidad humana de querer y respetar a los demás con el cuerpo. A las numerosas iniciativas qu...

Índice

  1. INDICE
  2. Prólogo
  3. Presentación del autor
  4. Capítulo 1
  5. Capítulo 2
  6. Capítulo 3
  7. Capítulo 4
  8. Capítulo 5
  9. REFLEXIONES CONCLUSIVAS