1946-1952
*
Montreal tiene algo de ti. Primero, quizá, la lengua. Tú, que tanto amas las palabras, te sientes como en tu casa.
Ahí, al contrario que en tu orilla de río, la lengua es objeto de enaltecimientos y alabanzas de todo tipo. Se la celebra en congresos, se fundan asociaciones para defenderla, conservarla, depurarla.
Tu padre estaría orgulloso de verte en esa tierra donde la lengua se considera un tesoro.
Descubres la ciudad del brazo de Claude. Te lleva a todas partes. Tiene el paso largo de los macheteros, como si con cada tranco salvara de un salto un río o una zanja. Lo sigues como puedes, el brazo a modo de gancho alrededor del suyo.
Avanza cortando el aire, la cabeza gacha. Se deja llevar, torrencial, contra todo, contra todos y, sobre todo, contra él.
Te entra la risa, pero está tan absorto en sus intensas inspiraciones que no se da cuenta. Cuando recobra el aliento, aprovechas para introducirte en su campo visual, deseando que recuerde a quién le está hablando. Y cuando consigues que te vea, cuando por fin tiene su atención puesta en ti, ya no sabes dónde meterte. Tratas de decir, tratas de hacer. No es él quien te intimida, sino esa nueva vida que comienzas y de la que aún no sabes nada. Te sientes como una niña en una situación que la supera. Que le entusiasma y le aterra.
Recorréis la ciudad en tranvía, sin rumbo preciso. Claude hace de guía turístico para ti, desenvolviendo su ciudad en voz alta, como un regalo infinito.
Saltáis de un tranvía a otro. Te deslizas entre los cuerpos desconocidos, te dejas envolver por su presencia anónima. Te apoyas en los viajeros, presionando la nuca o las lumbares contra un hombro o una cadera.
Te gusta sentir el peso de los demás sobre ti. Dejas en ellos tu huella. La abandonas a esos individuos que se suceden. Es tu manera de inscribirte en un nuevo paisaje.
Os bajáis al azar, entráis en una papelería, probáis todos los lápices prestándoles versos inventados a cuatro manos, os desviáis por una callejuela en la que el tiempo se detiene en una mujer ajada de movimientos morosos que corta sus flores de berenjena con la minuciosidad de una encajera; luego trepáis por los tejados para escoltar a la ciudad hasta la noche, compartiendo un Du Maurier.
Una noche Claude te lleva a La Hutte, un barecillo del centro. Ha quedado con sus amigos.
Te pone nerviosa la idea de tener que existir delante de todos esos desconocidos. Tienes la sensación de ir dejando un rastro fangoso detrás de ti. La sensación de que toda tú no cuentas nada.
La Hutte es un local acogedor. Al entrar te sientes mejor. Hay grupos de jóvenes sentados a una hilera de mesas alargadas, compartiendo una única cerveza caliente que se turnan durante horas.
Es un lugar para pobres que tienen ganas de pasarlo bien. Un lugar donde se les deja a su aire. Tienes derecho a estar ahí.
Te escondes detrás de Claude, que sigue salvando océanos para acercarse a su mesa.
En derredor, rostros hermosos, de los cuales algunos te resultan familiares.
Abandonándote a tu suerte, Claude se sienta al lado de Muriel, a la que recuerdas del estudio de Borduas. Te sientes perdida. Dudas entre dar media vuelta o quitarte el jersey y enseñar las tetas.
Marcelle se vuelve hacia ti y con un gesto enérgico te invita a tomar asiento. La cerveza está frente a ti, y ella te ofrece un trago:
—¡Deprisa, antes de que pase al siguiente!
Te sientas. Tus piernas están calentitas bajo la mesa. El cuerpecito delgado y nervioso de Marcelle contrasta con el tuyo. Y, lentamente, echas raíces.
En el centro de la mesa, un sándwich azulenco. Marcelle te explica impetuosa, las palabras tropezándose unas con otras entre sus finos labios: «¡Es el sándwich de Duplessis!».
Para beber os exigen que comáis. De modo que el mismo sándwich de salchicha de Bolonia ha estado presidiendo la mesa para guardar las formas. Durante días, si no semanas. ¡Se ha convertido en la mascota del lugar!
Marcelle te entretiene con un jubiloso parloteo que te hace entrar en calor y que, poco a poco, te invita a ponerte cómoda.
Frente a ti se encuentra Marcel, siempre misterioso. No te mira, está ensimismado absorbiendo las palabras serias de Jean-Paul, alto, estirado hacia el cielo, la cara angulosa, ojos oscuros que parecen estar mirando más allá de las paredes.
Marcelle te propina un codazo, divertida.
—A ver, ¿con cuál te quedarías? —inquiere con una mirada pícara.
Esa chica ya te cae bien.
—No lo tengo claro... —le contestas sonriente.
Vuelves la mirada hacia Claude, sentado en un extremo de la mesa, junto a Muriel. Pelirroja y salvaje. Animada y dulce.
Claude la devora con los ojos.
—Olvídalo —ríe Marcelle.
No puedes evitar fijarte en los senos redondos e incitantes en los que Claude anda embebido.
Muriel es actriz de teatro. Es la materia prima de Claude.
Cuando ella se le acerca, la caída de él se interrumpe. Sin ella, él está en constante desequilibrio.
Como mujer que eres, te cuesta resignarte a que otra te haga sombra. Pero a dicha sombra la alimenta un sol de justicia, contra el cual no puedes luchar.
Marcelle te pregunta a qué te dedicas. De dónde vienes. Tiene siempre esa mirada divertida, lleva el pelo corto revuelto y agita los pies por debajo de la mesa como una chiquilla inquieta. Te inspira confianza. ¿Porque te sonríe o porque no es amenazadora? En cualquier caso, quieres ser su amiga.
Le contestas que eres de Ottawa. Que eres... estudiante. Y que a ratos también escribes. Te entra un sofoco.
Marcelle está encantada con tu respuesta. Una poeta francoontariense. Le parece exótico.
Alza el único vaso de la mesa en dirección a la suiza que se encarga del bar y le grita:
—¡Oiga, este vaso está vacío, llénelo que invito yo! ¡Por la joven ontariense!
La velada avanza, se condena la censura por enésima vez sin que en realidad se plantee nada nuevo. Se complacen en criticar y lo hacen con elocuencia. No te atreves a reconocer que tú también habrías puesto Los cantos de Maldoror en la lista negra.
Jean-Paul y Claude se acaloran, una pelea de gallos, incluso olvidan lo que defienden, se conforman con seleccionar las palabras y detonarlas.
Son apuestos y orgullosos. Sus reflexiones, ricas y profundas. Sientes a la vez un vértigo irresistible y una pizca de orgullo. Tu lugar se encuentra en esta mesa.
Te vuelves hacia Marcel, que sigue callado.
Le dices que aún tienes su dibujo. Posee tu mirada durante un breve instante, a continuación se desliza por tus mejillas y el contorno de tus labios, para terminar refugiándose en el hueco de tu cuello.
Marcel es una presencia precisa. Terrestre. Nada evanescente. Se encuentra anclado con fuerza, y sin embargo es inasible, sumamente reservado.
Es esbelto y se mueve con delicadeza. Le gustaría ser la sombra, pero, muy a su pesar, capta la luz, que se acuesta perezosamente sobre su cuerpo anguloso.
Tras la palidez de su piel se esconde un abismo de ternura.
Marcel es una criatura de cristal.
Una noche de noviembre, fina y tirante.
Una noche tan fría que fragmenta el movimiento, lo enlentece.
Te abandonas a ella con delicia, a la zaga de Marcel y Jean-Paul, que te han invitado a una misión en el puerto.
Animados por tu refrescante presencia, los dos jóvenes disfrutan iniciándote a sus costumbres nocturnas.
Debéis volveros invisibles. Algo que no se te da muy bien. Te gusta ese desafío.
Los reflejos metálicos del río, la silueta imponente de los barcos en reposo, el sonido sigiloso del agua, todo ello forma un cuadro húmedo y onírico en el que te integras a la perfección. Caminas de puntillas para no perturbar la esencia del lugar.
Marcel y Jean-Paul tienen un objetivo concreto. Van a por lonas, las que recubren los automóviles recién desembarcados en los muelles. No es la primera vez que lo hacen. Se dirigen hacia un gran paquebote cuyo cargamento se encuentra en espera. Y con movimientos flexibles, lastrados por el frío, arrancan las capas de yute de los coches y las enrollan unas dentro de otras.
Se cubren con ellas. Todas las superficies posibles de sus cuerpos se convierten así en soporte para esos valiosos artículos.
Con un rollo en el cuello y cuatro bajo los brazos, se convierten en misteriosas cochinillas, animales acuáticos de ocho patas impulsados por sus grandes proyectos.
Coges tantos rollos como puedes.
Un perro ladra a lo lejos.
Tus nuevos amigos, transformados en dos bestias peculiares, interrumpen fugazmente su movimiento sincrónico.
Después lo retoman con mayor ímpetu. Al final pegáis la espantada entre los cargamentos metálicos, en el vientre de esa noche glacial, con cuya coreografía te familiarizarás.
Porque en esos lienzos de yute nacerán tus primeros cuadros.
La luz del alba envuelve la ciudad, reanima a Marcel, que se abre y se despliega. Este te pregunta mirándote casi a los ojos si quieres ir al estudio a tomar una última copa con ellos.
Los peldaños crujen. El segundo piso de un pequeño apartamento, un desván. El espacio es minúsculo; los techos, altos. Los muros están cubiertos de escarcha, la claridad se filtra a través de ellos.
Por todas partes hay rollos de yute, a los que se añaden los que lleváis. De las paredes cuelgan unos lienzos pintados, como exclamaciones que contrastan con la calma del amanecer incipiente.
Jean-Paul se afana en encender un fuego en una herrumbrosa estufa de leña que destaca en el centro de la estancia. Reparas en los tres círculos pintados en el suelo.
Te explica que el primero, el rojo, el que rodea la pequeña estufa, indica la zona caliente. El segundo, el verde, la zona templada, y el tercero, el azul, la zona fría.
Y que es preferible pintar en la zona templada, salvo si se desea experimentar emociones fuertes.
Marcel, que aún lleva puesto el abrigo, un sombrero de lana y guantes de cuero, os sirve vino en unas tazas de metal. El vino te hace entrar un poco en calor, te sientas tiritando en la zona caliente del pequeño estudio. Jean-Paul te pasa una tela de yute y te arrebujas con...