Historia natural y mítica de los elefantes
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Historia natural y mítica de los elefantes

José Emilio Burucúa, Nicolás Kwiatkowski

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Historia natural y mítica de los elefantes

José Emilio Burucúa, Nicolás Kwiatkowski

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En el octavo libro de su Historia natural, Plinio el viejo escribió la descripción más extensa y sistemática de los elefantes. Aristóteles, Plutarco y Marco Polo, entre otros, admiraban su inteligencia y observaron que, además de ser sensible a los placeres del amor y la gloria, el animal posee nociones de honestidad, prudencia y equidad. En este trabajo exhaustivo, José Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowski recorren pinturas, bestiarios medievales y los más diversos textos del arte, la religión, la ciencia y la mitología para entender que, en última instancia, un mundo sin elefantes sería inadmisible: su desaparición como especie significaría un atentado contra la belleza y la majestad de la naturaleza.

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Información

Editorial
Ampersand
Año
2020
ISBN
9789874161451
Categoría
Zoology

CAPÍTULO 1

EL ELEFANTE, ANIMAL DE GUERRA

Los paquidermos tuvieron una importancia fundamental en los conflictos violentos de varias regiones del planeta, particularmente en la India. Los europeos de la modernidad temprana quedaron impresionados por esos usos y dieron cuenta de ellos en sus relatos de viaje. Nos ocuparemos de esas dos cuestiones en el capítulo destinado a los viajeros y en el apéndice sobre el elefante en la India. Sin embargo, existen otros usos militares de nuestros animales que nos parece necesario destacar por separado, por cuanto fueron importantes para dar forma a las primeras imágenes que los europeos construyeron de la bestia.
La campaña de Alejandro Magno en Oriente proveyó a los macedonios de experiencias de primera mano con el uso de elefantes en la guerra. Dos batallas, narradas al detalle por la historiografía antigua, dieron cuenta del poder y la adaptabilidad de los elefantes, manejados con gran talento por sus mahouts. En la batalla de Arbela (o Gaugamela, 331 a. C.), la Liga Helénica se enfrentó con el ejército persa de Darío III, una fuerza de miles de hombres y caballos que incluía también quince elefantes de guerra (Arriano, 1884: 31-38; Plutarco, 1919: “Alejandro”, 31.1; Quinto Curcio, 1946: 4.12; Diodoro Sículo, 1989: 17.53). El triunfo se obtuvo gracias a un ataque decisivo de la caballería de Alejandro contra el centro de la defensa de Darío, que obligó a los persas a huir. El resultado implicó que Babilonia, Persia y Mesopotamia quedaran bajo control de los griegos. Más tarde, en 326 a. C., el ejército de Alejandro se enfrentó con Poro, rey de Paurava, en el Punyab. La batalla del Hidaspes (o Jhelum) fue uno de los combates más difíciles que los griegos debieron librar. En este caso, los indios alinearon doscientos elefantes de guerra, con el rey al comando del más grande de ellos. La lu­­­cha fue despiadada y las tropas de Alejandro vencieron gracias a un mo­­­vimiento de pinzas. En un momento, los elefantes huyeron desesperadamente y muchos soldados de la infantería y la caballería indias fueron aplastados en la estampida (Arriano, 1884: 5.18; Plutarco, 1919: “Alejandro”, 60.6; Quinto Curcio, 1946: 8.14; Diodoro Sículo, 1989: 17.89). No obstante, la valentía y la inteligencia del paquidermo sobre el que cabalgaba el rey de Paurava llamaron la atención de Plutarco cuando este escribió la historia de Alejandro a inicios del siglo II d. C.:
El elefante de Poro era el más grande y exhibía una inteligencia tan excepcional como lo era su obediencia al rey. Lo defendió con coraje y repelió a sus enemigos mientras su amo conservó el vigor. Luego, cuando percibió que el rey estaba cansado, tras haber recibido una multitud de misiles y heridas, por cuanto temía que pudiera caerse de su lomo, se arrodilló suavemente y con la trompa, de manera muy amable, quitó cada saeta de su propio cuerpo.
Tras la difícil victoria, Alejandro decidió convertir a Poro en un sátrapa macedónico por el respeto que le inspiró la conducta del ejército indio. Luego de ambas batallas, en Persia y la India, los griegos se apoderaron de los elefantes que sobrevivieron (apenas ocho en el caso de Poro) como parte de su botín.
Durante el Medioevo, Alejandro fue incluido entre los Nueve Caballeros de la Fama. Eran estos tres héroes bíblicos (Josué, David y Judas Macabeo), tres paganos (Héctor Troyano, el rey de Macedonia y Julio César) y tres cristianos (Arturo, Carlomagno y Godofredo de Bouillon) que la nobleza europea erigió en modelos del ideal caballeresco. Solían ser representados como jinetes sobre corceles, pero entre 1518 y 1522, Lucas de Leyden realizó tres xilografías, con tres personajes cada una, que representaban a los Nueve de la Fama; Alejandro era el único que aparecía allí montado sobre un elefante, cuya figura derivaba de la iconografía tardomedieval característica del paquidermo. Medio siglo más tarde, Maarten van Heemskerck retomó la idea de Lucas de Leyden sobre la cabalgadura de Alejandro, pero adoptó como modelo del animal las imágenes de Hanno que Giulio Romano había realizado en dibujos, pinturas y estatuas de fuentes, según luego veremos.
La mitología elaborada alrededor de la figura de Luis XIV a partir de 1660 identificó al rey y sus hazañas guerreras con la historia de Alejandro Magno. La obra del pintor Charles Le Brun fue un elemento fundamental en ese proceso de síntesis entre la historia antigua y la moderna. Le Brun pintó cinco lienzos monumentales sobre el tema, presentados en el salón de la Academia de 1673. En tres de ellos, los elefantes son protagonistas importantes. Aparecen confundidos en medio de la refriega, portadores de los castillos de combate en la representación de la batalla de Arbelas, víctimas de la matanza de animales que acompañó a la victoria de Alejandro sobre las tropas del rey Poro en la India. En su exhibición más espectacular, un solo paquidermo tira del carro triunfal con el que el Macedonio habría ingresado en la ciudad de Babilonia. Mientras que las escenas de batallas que muestran elefantes tienen su correlato en las fuentes históricas, aquella de la entrada de Alejandro parece ser una invención de Le Brun, si bien apoyada sobre una afirmación de Quinto Curcio (libro VIII, cap. 9) acerca de la costumbre india de usar elefantes como bestias de tiro de carros militares. Entre 1665 y 1676, la Manufactura de los Gobelinos realizó una serie de tapices a partir de cartones de Le Brun, ligados a la serie pictórica que acabamos de describir. De todas maneras, el tapiz de la batalla contra Poro se aparta del gran cuadro del mismo tema: en el centro de la tela, un elefante captura un caballo con su trompa y lo vence sin remedio.
Entre 280 y 275 a. C., una alianza de Epiro, Macedonia y las ciudades-Estado de la Magna Grecia se enfrentó contra los italianos (la República romana, los samnitas y los etruscos), quienes por entonces estaban unidos en una liga con los cartagineses. La campaña fue conducida por Pirro de Epiro, quien invadió la península con un ejército de veinticinco mil hombres y varios elefantes de guerra. Pirro usó los animales no solo para propósitos estrictamente militares, sino también para causar temor entre sus enemigos (Plutarco, 1919: “Pirro”, 20). En la batalla de Asculum (279 a. C.), el general romano Publius Mus aprovechó las colinas escarpadas de Apulia para reducir el poder de los elefantes de guerra. Pirro ganó la batalla, pero a un costo tal que Plutarco lo citó cuando dijo: “Si vencemos a los romanos en otra batalla como esta, perecemos sin recurso” (Plutarco, 1919: 21.9). Aunque se dice que tanto en Heraclea (280) cuanto en Benevento (275) los romanos usaron la táctica de herir a los elefantes en sus costados, lo que ocasionaba que las bestias entraran en pánico y atropellasen a su propia tropa, los extraños animales también infundieron grandes temores a los italianos (“el principal daño provino del ímpetu y fuerza de los elefantes, al no poder los romanos usar de su valor en la batalla; por lo cual, como si una ola o terremoto los estrechase, creyeron que debían ceder y no esperar a morir con las manos ociosas, padeciendo, sin poder ser de ningún provecho, los males más terribles”; Plutarco, 1919: “Pirro”, 21.7).
Los italianos entraron en contacto, una vez más, con el elefante de guerra en la contienda secular que los enfrentó a los cartagineses. Durante la primera guerra púnica, los romanos hubieron de combatir contra un ejército compuesto por 50 mil hombres, 6 mil caballos y 60 elefantes, que sus enemigos de Cartago habían enviado a Sicilia en el 262 a. C. Entre 218 y 201 a. C., en la segunda guerra púnica, los paquidermos también desempeñaron un papel militar fundamental. Apiano (1899: 8.1) y Polibio narraron, con gran detalle, los modos en que los enemigos de Roma manipularon a las bestias gigantes y lograron desplegarlas en muchas situaciones adversas. Las consecuencias del miedo experimentado por los animales sorprenden particularmente en la descripción de la manera en la que se los obligaba a cruzar ríos, aun cuando eso pudiera cobrarse las vidas de los jinetes que los conducían (Polibio, 1889: 3.46). Menos de un siglo después, dos libros deuterocanónicos del Antiguo Testamento que nos fueron transmitidos en la traducción griega de sendos textos hebreos perdidos, el primero y el segundo de los Macabeos, mencionaron la incorporación de paquidermos al ejército del rey de Siria, Antíoco IV Epífanes, para el combate contra los judíos. En el libro i (1, 18; 2, 37 y 6, 30), se dan los detalles del número de aquellos animales, dirigidos por un “Indio”. En el libro II (14, 12; 15, 20), se dice que un tal Nicanor, “elefantarca”, se encontraba al mando de la tropa y que los sirios suministraban bebidas intoxicantes a los animales con el fin de aumentar su furia e infundir el pánico entre los enemigos. En la resistencia y el dominio del miedo hacia los elefantes, precisamente, los antiguos israelitas sintieron el auxilio directo de Yahvé, su único dios.
A primera vista, la utilización militar del elefante de guerra podría considerarse contradictoria con una concepción del animal ligada a la bondad. Es cierto que la fuerza y el tamaño de los paquidermos causaron impresión y temor entre personas que no los conocían de antemano. Sin embargo, las fuentes también se muestran admiradas por la capacidad de los elefantes para controlar su poder y por la habilidad de quienes los conducían para dominar su tamaño, hasta el punto de minimizar el papel del ser humano en el desempeño militar de los paquidermos (Trinquier, 2018: 41-42). En este sentido, podría sugerirse que la capacidad de ejercer fuerza y la decisión casi consciente de no hacerlo, o de hacerlo con moderación, dan cuenta de la atribución de cualidades protohumanas al animal. Al mismo tiempo, la insistencia de los relatos citados en el temor sentido por los elefantes cuando eran atacados por los flancos (y las consecuencias desastrosas de ese temor) refuerza esa idea. Por otra parte, es significativa, en este punto, la aparición de nuestra bestia en el texto del Corán. La sura 105, conocida como Sura del Elefante, dice lo siguiente: “¿No has visto cómo tu Señor actuó contra las gentes del Elefante? / ¿No convirtió Él acaso su astucia en algo vano por completo / y envió bandadas de pájaros / que les lanzaban piedras de arcilla? / Y Él los hizo semejantes a paja mojada”. “Gentes del Elefante” eran los etíopes del reino de Aksum, que ocuparon el Yemen y llevaron la guerra hasta Arabia, con ánimo de capturar la Ka’ba en La Meca y convertir a toda esa población al cristianismo. Abraha, gobernador etíope de Yemen, mandó transportar un elefante gigantesco de su país para atacar la ciudad de la Arabia felix. Abdul Muttalib, abuelo de Mahoma y custodio de la Ka’ba, le salió al paso para reclamar, en primer lugar, la devolución de los camellos robados por los invasores. Ante lo cual Abraha respondió que los camellos ya le pertenecían y, en cuanto al santuario de la Piedra Negra, “tendría Su Amo que de él se ocuparía”. En efecto, el elefante se negó a marchar contra el lugar santo y llegaron bandadas de pájaros lanzadores de piedras. Todos los etíopes murieron lapidados desde el cielo. El elefante fue el ser piadoso que, con su negativa, desbarató el sacrilegio de los enemigos del Dios verdadero. Este relato, que explica el significado de la sura 105, se encuentra en El Libro Grande, al-Kitab al-kabir, una historia del mundo y biografía del Profeta, escritas por Muhammad ibn Ishaq en el siglo VIII sobre la base de los Hadith atribuidos al mismo Mahoma. En Europa occidental, Jean Gagnier utilizó esta fuente en La vie de Mahomet (‘Vida de Mahoma’), publicada en latín en 1723, que a su vez retomaron Bernard y Picart en el volumen VII de la monumental enciclopedia sobre costumbres religiosas, publicada en 1737 (Picart [y Bernard], 1723-1737: VII, 30-32; Hunt, Jacob y Mijnhardt, 2010a: 2).
Podríamos preguntarnos en este punto de qué elefante se trataba, si acaso un ejemplar indio o bien un pharaoensis supérstite, ya que era una bestia sin duda domesticada y bien sabemos que los otros Loxodontae no podrían haberlo sido. Sin embargo, existen indicios iconográficos de que los nubios, descendientes de los pobladores del antiguo reino de Kush, consiguieron dominar a los Loxodontae cyclotes y utilizarlos, ora como cabalgadura en la guerra, ora como animal de trabajo en la guerra y en la paz. En los templos de Musawwarat es-Sufra, en Sudán, construidos por los kushitas de Meroe entre los siglos i y II de la era cristiana, un elefante monumental enjaezado se confunde con uno de los muros del conjunto, mientras que un relieve del mismo sitio muestra un paquidermo cubierto de cintas y otros adornos, que mantiene a tres prisioneros en fila mediante un lazo manejado por su trompa. Poco más tarde, los meroitas transmitieron a los etíopes sus técnicas de domesticación y así llegamos al episodio de la sura 105 (Gröning, 1999: 212-213).
Las expediciones de viajeros occidentales, a partir de la Antigüedad tardía y los inicios de la Edad Media, fueron otra fuente de contacto directo con los elefantes. En el siglo VI d. C., Cosmas Indicopleustes, un mercader de Alejandría, viajó al Oriente y escribió una Topografía cristiana que incluía un relato de lo visto en India, Ceilán, Etiopía y Eritrea. En el libro II, que resume “Teorías cristianas respecto de la forma y posición del mundo entero”, el autor describe una tabla que narra las expediciones militares del rey Ptolomeo de Egipto en Asia: su ejército incluía elefantes “de los trogloditas y de Etiopía, animales que él y su padre fueron los primeros en capturar” y entrenar (1897: 57-58). Más adelante, en el libro XI, describe con gran detalle los animales indios, elefantes en particular (371-372), sus tamaños, precios y usos (guerra y espectáculo, sobre todo). Pero agreguemos que inscripciones jeroglíficas del siglo III a. C., halladas en el antiguo puerto egipcio de Adulis, cercano a la ciudad de Massawa en la Eritrea actual, describieron ya cacerías o capturas de elefantes que los Ptolomeos realizaron personalmente en Kush (Gröning, 1999: 208-209).
A fines de la Edad Media, los más famosos viajes de Marco Polo también incluyen referencias a elefantes. En el libro II, capítulo IV, que describe “la batalla que el Gran Kan peleó con Nayan”, leemos sobre el uso militar que los persas hacían de los paquidermos, que consistía en alinear tropillas de cuatro. En el libro II, capítulos LI y LII, se nos cuenta (exageradamente) que el rey de Mien y Bengala contaba con dos mil elefantes, cargadores de torres con doce o dieciséis soldados cada uno, en una expedición de venganza contra el Gran Kan. Aunque al comienzo el uso de los paquidermos fue exitoso, pues los tártaros se asustaban ante la vista de los elefantes, la habilidad militar de los aliados del Kan se impuso gracias a la vieja táctica de atacar a los paquidermos por los flancos, causando el pánico y la huida. En cualquier caso, la opinión personal de Marco Polo es que “el elefante es un animal que tiene más inteligencia que ningún otro” (1993: libro II, cap. LII). Por lo demás, en el libro II, capítulo xv, nos enteramos de los festejos de año nuevo del Kan, en los que cinco mil elefantes desfilaban cubiertos de telas con representaciones de bestias y pájaros. De acuerdo con el autor, esta era “la más bella vista en el mundo todo”. También aprendemos que los elefantes se usaban como tributo: el rey de Champa (Vietnam) había pagado una tasa en animales al Gran Kan (libro III, cap. v), y leemos por supuesto sobre el comercio de colmillos de elefantes en “Zanghibar” y Madagascar (libro III, cap. XXXIII). Precisamente, cuando hablaba de los elefantes de Zanzíbar, Marco Polo agregaba una característica excéntrica del animal que lo acercaba, tanto como su inteligencia, a los seres humanos: “Cuando el macho desea copular con la hembra, hace un agujero en el suelo, la recuesta en posición supina y la monta de manera humana, porque sus órganos genitales están situados muy cerca de la panza” (1958: 302).
El horror de la guerra, exorcizado mediante la risa que provoca el grotesco, parecería ser la emoción predominante en un extraño pero famoso grabado (20,3 x 33,6 cm, Museo Británico, 1845, 0809.439) que Alart du Hameel (1450-1506) realizó en el filo del año 1500 (figura 5) (Bass y Wyckoff, 2015). Multitudes de soldados, infantes y jinetes montados sobre animales de toda laya rodean a un elefante, en el centro de la composición, que lleva sobre su lomo un castillo de grandes dimensiones y diseño estrafalario. El paisaje, los personajes, las máquinas de combate, todo recuerda los cuadros y dibujos de Hieronymus Bosch. La relación estrecha entre este artista y Du Hameel, ambos na­turales de ’s-Hertogenbosch (Bolduque), está bien documentada. Asimismo, en el inventario de las obras de arte del Escorial, en tiempos de Felipe II, quedó registrado un “lienço de borrón en que hay un elefante y otros disparates de Hierónimo Bosco” (Vandenbroeck, 2001: 54).
Imagen ilustrativa
Figura 5. Alart Du Hameel, Elefante en batalla, aguafuerte, ca. 1500, Museo Británico, Londres.
De la misma época que el grabado de Du Hameel proceden los aguafuertes firmados por Martin Schongauer, en los que se representan sendos elefantes. Uno de ellos, desnudo y de pie; el otro, con la trompa estirada, castillo y montura sobre el lomo. Esta última imagen fue copiada por los ilustradores de la obra del zoólogo Conrad von Gesner (Historiae animalium, 1551), con una pequeña modificación: por razones de espacio en la página impresa, la trompa de la bestia se dobla y apunta hacia el suelo. Los editores del boloñés Ulisse Aldrovandi tomaron, sin cambio alguno, el grabado publicado por Gesner para la versión del tratado De quadrupedibus, publicada en 1616 (figura 6) (Gesner, 1602: 377; Aldrovandi, 1616: 465).
Imagen ilustrativa
Figura 6. Elefante, grabado, publicado en Aldrovandi, Ulisse (1616) De Quadrupedibus.

CAPÍTULO 2

ESPECTÁCULOS Y VIDA CORTESANA

Los romanos no solo fueron testigos de la magnificencia de los elefantes en batalla, sino también en espectáculos públicos de poder y entretenimiento. Al parecer, la primera vez que se mostraron paquidermos en el circo fue después de la campaña de Pirro y su derrota en Benevento, en el 275 a. C. Poco más tarde, al finalizar la primera guerra púnica, Cecilio Metello capturó 140 elefantes de los cartagineses en Sicilia, logró hacerlos pasar el estrecho de Mesina mediante balsas enormes tendidas sobre toneles y los presentó en Roma. Plinio registró dos versiones acerca del destino de esos animales. Según la primera, las bestias desfilaron en el circo y luego fueron masacradas a lanzazos. El otro relato niega la matanza, pero nada dice sobre lo ocurrido después de la exhibición de aquellas moles en la capital de Italia (1855: vol. 2, 8, 6).
Tras su exitosa campaña en África, Pompeyo pidió a Sila un triunfo en la ciudad. Aunque Sila se resistió, porque la ley permitía únicamente que cónsules y pretores celebrasen triunfos, los planes prosiguieron de todas formas. El joven triunfador pretendía ingresar en la ciudad montado en un carro tirado por cuatro elefantes, pero los animales no pasaban por las puertas, de modo que a último momento se vio obligado a conformarse con caballos (Plutarco, 1919: “Pompeyo”, 14.1-4). Una tabla pintada a comienzos del siglo XVI por el veronés Nicola Giolfino evoca el episodio tal como el general romano hubiera querido que fuese (Verona, Museo de Castelvecchio). Más tarde en el texto de Plutarco, nos enteramos de que Pompeyo organizó “juegos gimnásticos y de música” que incluían “combates de fieras, en los que perecieron quinientos leones; sobre todo, e...

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