Capítulo 1
Nacho, el infarto y los buenos hábitos
«Tengo que pensarlo… Tengo que pensarlo… Tengo que pensarlo…». Estas tres palabras suenan en mi cabeza una y otra vez, de manera rítmica y acompasada, como un repetitivo hilo musical, desde que las he pronunciado en respuesta a la pregunta de mi mujer, nada más levantarnos: «¿Has tomado ya una decisión?». No, no he tomado una decisión, y sé que tendría que tomarla, y sé que tendría que hablarlo con ella, pero mi cabeza ha decidido protegerse y buscar acomodo en cualquier refugio intrascendente: la serie de anoche, el periódico de la mañana, la conversación con el panadero, la música en el coche… Por ahora, todas son buenas coartadas para posponer la decisión. Aunque ninguna como las que me ofrecen mis pacientes, mi agenda diaria, mis salidas al domicilio, la renovación de recetas… Actividades que me aseguran casi ocho horas de anestesia mental.
Aparco, como siempre, en la entrada del pueblo, y no en el aparcamiento que hay junto al centro de salud y hoy vuelvo a ser consciente de por qué mantengo esa costumbre. Por qué camino día tras día esos escasos ochocientos metros, atravesando una calle peatonal que se despereza a la vez que yo, a golpe de puerta de camión frigorífico y de persiana de ultramarinos, y de cuyos portales salen niños y no tan niños camino del cole o del instituto, y hombres y mujeres que harán el camino inverso al mío, para encontrar en la ciudad el lugar donde desarrollarse en el terreno profesional. Gracias a este paseo de apenas diez minutos, transito sin darme cuenta de la inmediatez de la ciudad a la pausa del pueblo, del cupo a los pacientes, del número a la persona, y siento que día a día ha consolidado un arraigo que ahora debo cuestionarme, aunque no quiera. Una nueva distracción evita que me enfrente a mis miedos.
—¡Doña Pilar! —exclamo—. ¿Cómo está?
Pilar ha vuelto hace poco al pueblo tras casi una vida en Pamplona. Sufrió un aneurisma y, durante su estancia en la UCI, le descubrieron un tumor en el pulmón, del que la operaron seis meses después. Ha tenido un año durísimo en términos físicos y mentales, pero ahora mismo no hay rastro del tumor y comienza una recuperación física que va a ser lenta, pero con la que soy muy optimista
—Ay, doctor, hecha un cromo, pero bien. Ahora es José Luis el que está pocho.
—¿Gripe?
—Sí, hijo, sí. Y ya sabe cómo son estos hombres, que se quejan como si los estuviesen matando.
—¡Es que usted no sabe lo que sufrimos los hombres! —bromeo—. Si mañana sigue igual, pida hora y lo veo, ¿le parece?
—Muchas gracias. Y, si vamos, le llevaré unos pimientos que acabamos de enlatar.
Llego al centro de salud, antes de cruzar la puerta automática de vidrio veo a María, la chica de Administración, que estira el cuello con evidente intención de comunicarme algo.
—Doctor Iriguíbel, te ha llamado…
—¡Luis! Llámame Luis, por favor.
—Luis, te ha llamado la doctora Aguirre, de Centrales. Que le llames en cuanto puedas. ¿No te ha llamado al móvil?
Imagino, pero no he hecho mucho caso al móvil desde ayer.
—¡Olé tus narices!
Me siento en la consulta y mientras el ordenador, con su crónica lentitud, inicia el proceso de arranque, mato el tiempo mirando por la ventana el flujo de entradas y salidas del centro, muy animado hoy al ser día de extracciones. Cuando el ordenador deja de emitir sus lastimeros ruidos iniciales y abro el programa, me sobresalta algo. «¡Pero qué haces!», exclamo sin darme cuenta en voz alta, al ver a Nacho a través del vidrio. «No me lo puedo creer», pienso al descubrir que Nacho es mi primer paciente del día. «Lo mato, me va a oír».
Por la puerta lateral, la que une la consulta médica con la de la enfermera, asoma la cabeza Julia. Es una enfermera de raza, vocacional, decidida, estudiosa, inquieta y entregada a su trabajo y a sus pacientes, hasta un nivel de identificación con ellos que en ocasiones le genera más sufrimientos que alegrías. Formamos un buen equipo. Llevamos juntos más de 8 años, somos más o menos de la misma edad (creo que yo soy dos años mayor) y hemos alcanzado un nivel de confianza casi familiar.
Sigue sin cruzar la puerta, mide la posición y me observa con distancia. Sé que cuando me mira así, con esos ojos marrones engrandecidos por unas gafas de más de seis dioptrías, y gira levemente su cabeza, nos encontramos en la antesala de una conversación seria. Así que sé que no viene a reñirme por mi salida de tono, ni a quejarse porque no he podido conseguir una sustituta para una enfermera que lleva una semana de baja.
—¿Qué tal? —le pregunto con una sonrisa pícara y olvidando por un instante lo que acabo de ver por la ventana.
—Tú dirás.
—¿Yo diré? ¿Qué diré? Pasa, pasa.
—Venga, Luis, que ya sabes que lo sé.
—¿Qué sabes? Julia resopla e interrumpe con rapidez el juego.
—Te ha llamado Aguirre ya varias veces. ¿Te han ofrecido irte?
Me quedo en silencio, pero no para mantener el misterio. Me da miedo contestarle y situarme, ya definitivamente, en el cruce de caminos en el que sin duda estoy.
—Sí, me ofrecen irme a Pamplona. A una dirección de zona.
Julia intenta disimular sin éxito su decepción. Se sienta en una de las sillas reservadas para los pacientes, y sonríe sin ganas.
—¿Y qué vas a hacer?
—No lo he decidido.
—Pero algo habrás pensado.
—¡Claro!
—Vamos, que lo estás sopesando de verdad.
—¿Tú qué crees?
—No te puedes ir, Luis, esto es tu vida. ¿Qué vas a hacer tú sin tus pacientes? ¿Qué pintas tú en Centrales?
—Digo yo que si me lo han ofrecido es porque creen que algo puedo pintar —empiezo a sentirme algo incómodo.
—¿Ahora a seguir a los burócratas?
—No seas simple, por favor.
—¿Simple? ¿De qué vas? Como si nunca hubiéramos hablado de la gente de Centrales. Nos tienen jodidos, no nos hacen ni caso, y encima tendremos que bailarles el agua.
—Una cosa es que nos quejemos cuando hay algo que no nos gusta; y otra, plantear esto como una guerra, como si nosotros fuésemos los buenos, y ellos los malos.
—Tal como hablas, me da la sensación de que tienes la decisión tomada. Tú mismo, yo creo que ahí no duras ni un mes.
—Te agradezco la confianza. Bueno, que empieza el meneo. Ya hablaremos…
Salgo a la puerta para llamar al primer paciente y ahí está Nacho, que entra sonriente y me da una sonora palmada en el hombro. Imagino que no espera el rapapolvo que tengo pensado echarle.
Resulta difícil meter en vereda a un tipo que ronda los cincuenta, soltero y sin más compromisos familiares que compartir algo de tiempo con unos padres, independientes por ahora, que viven puerta con puerta. Muy involucrado en la vida social del pueblo, puedes encontrarlo animando con su voz rasgada la carrera ciclista solidaria, conduciendo la furgoneta que lleva al rey Baltasar en la cabalgata o, por supuesto, apurando hasta bien entrada la tarde el vermut de cada sábado. Tampoco su aspecto pasa desapercibido, con su casi uno noventa, una melena entre cana y amarillenta recogida sin mucha atención en una coleta, y sus camisas a cuadros, siempre de manga corta, sea la época del año que sea.
Representa muy bien la esencia del pueblo: abierto, hospitalario, poco sofisticado y sin complejos, aunque a veces también algo cargante, y así se ha mostrado Nacho conmigo desde mis primeras fiestas de verano, hace casi diez años, en las que se convirtió en mi cicerone. Casi veinticuatro horas de acompañamiento, desde el encierro de la mañana hasta la verbena de la noche, pasando por la salida de los gigantes, la comida de los jubilados, el campeonato de mus o la ofrenda a la patrona, y que aguanté gracias a que no pruebo el alcohol, porque seguir su ritmo de cervezas, martinis, cubatas y cigarros me hubiera llevado a una muerte segura. Le tengo un sincero aprecio, y justo por eso me tomo tan a pecho lo que he visto.
—¿Cómo estás, Nacho? —pregunto desinteresado y sin mirarle a la cara.
—Bien, bien… Bueno, algo cascado porque me está dando la lata la cadera derecha.
Después de una anodina explicación sobre los dolores que sufre, le exploro en la camilla, le receto antiinflamatorio durante 5 días y, si sigue con molestias, veremos qué hacer.
—Nacho, te he visto por la ventana mientras esperabas.
Le cambia inmediatamente el gesto, aunque intenta disimularlo con una sonora risotada, y se levanta para dar por terminada la consulta por la vía rápida.
—Siéntate, por favor.
—Doctor, que te veo por dónde vas.
—¿En qué estás pensando? ¿Cómo se te ocurre volver a fumar? ¡Un infarto, joder! Un infarto es lo que tuviste y menos de un año después vuelves a las andadas. ¿Se te ha olvidado ya lo que pasaste?
—¿Cómo se me va a olvidar? —Nacho reacciona con bravura, se apoya en la mesa y me mira fijamente a los ojos—. Nadie mejor que yo sabe lo que pasé, ni lo que me ha costado recuperarme, así que no me hables como si fueras mi padre.
—No soy tu padre, pero soy tu médico, y tengo una responsabilidad.
—Ni responsabilidad,...