La derrota del derecho en América Latina
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La derrota del derecho en América Latina

Siete tesis

Roberto Gargarella

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La derrota del derecho en América Latina

Siete tesis

Roberto Gargarella

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En muchos países de América Latina los ciudadanos de a pie sienten que el poder político está en manos de una minoría y que el voto periódico no alcanza como mecanismo de control. La justicia está cuestionada y hay casos en que juega al filo de las reglas democráticas. Tendemos a pensar que el principal problema es la corrupción o la impunidad de los funcionarios, y que para salvar el sistema bastaría que un Poder Judicial imparcial e independiente hiciera respetar la Constitución. Pero ¿y si el problema estuviera, precisamente, en nuestras constituciones? ¿Qué pasaría si alguien nos dijera que esos "textos sagrados" esconden desde sus orígenes, como un secreto, un alma elitista, hostil al gobierno de las mayorías?Roberto Gargarella, uno de los mayores especialistas en derecho constitucional, desarma magistralmente los lugares comunes de la discusión y plantea que, para que la democracia se parezca cada vez más a una "conversación entre iguales", con mecanismos reales de participación ciudadana, primero hay que entender la verdadera raíz de la crisis. Nuestras constituciones se forjaron a mediados del siglo XIX para organizar países que habían atravesado guerras civiles. La prioridad era distribuir el poder entre las minorías ilustradas y mantener a raya a las masas, sinónimo de violencia y caos. Casi doscientos años después, y pese a que en el sigloXX hubo valiosas reformas que reconocieron derechos, nuestro sistema institucional está marcado por ese elitismo originario y por la desconfianza democrática. Jueces con cargos vitalicios y enormes privilegios tienen la última palabra constitucional, mientras que las autoridades políticas procuran recortar o colonizar esas atribuciones. El famoso esquema de frenos y contrapesos termina siendo en los hechos un mecanismo espurio de pactos y negociaciones entre dirigentes aislados de la ciudadanía, con el único fin de preservar sus condiciones de excepción.¿Es esta la derrota definitiva del derecho? A través de siete tesis originales y punzantes, Roberto Gargarella pone en cuestión, sin concesiones, las bases mismas del derecho en nuestro continente, planteando un escenario alarmante, hecho de impulsos poco democráticos y falta de escrúpulos éticos en el ejercicio profesional. Pero también muestra, con una convicción inquebrantable, un camino por recorrer y un horizonte de salida.

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Información

Año
2020
ISBN
9789878010465
Edición
1
Categoría
Derecho
1
Sobre el deterioro de la representación política: una crisis irreversible
El sistema constitucional que predomina en América nació con el noble aunque controvertido objetivo de garantizar la inclusión y la paz social. Para ello, y desde sus inicios, el constitucionalismo americano se interesó por favorecer el equilibrio social, pero de un modo particular, esto es, asegurando a los principales sectores sociales poder institucional equivalente. A ello se dirigió el sistema de equilibrios y controles mutuos –esto es, de checks and balances– creado a fines del siglo XVIII en los Estados Unidos. La idea original era evitar que una parte o “facción” de la sociedad dominara y oprimiera a las otras, asegurando a la vez que todas las diferentes “secciones” de esa misma sociedad tuvieran una palabra en el proceso de toma de decisiones.
Como en el viejo modelo de la “Constitución Mixta” inglesa, el esquema intentaba dar cabida plena a una sociedad cuestionablemente dividida en estamentos: el “uno” (el monarca, que en el constitucionalismo americano sería el presidente); “los pocos” (la Cámara de los Lores, o el Senado por estos lares); y los “muchos” (la Cámara de los Comunes, el Congreso aquí). Alexander Hamilton defendió ese esquema para la Constitución de los Estados Unidos, afirmándose en la idea de que “si se le otorga todo el poder a la minoría, ella oprimirá a la mayoría, y si se le otorga todo el poder a la mayoría, ella oprimirá a la minoría”. Su solución –finalmente, la consagrada desde el sistema de checks and balances– fue “darles poder a ambos grupos, para evitar las mutuas opresiones”. Desde comienzos del siglo XIX, lenta pero firmemente, toda América Latina terminó por adoptar una forma de organización similar, reconociendo que enfrentaba problemas semejantes a los del mundo anglosajón.
Lamentablemente, y mirado con ojos de hoy, ese venerado y tradicional esquema de organización del poder aparece irremediablemente caduco y cuestionable, sobre todo por dos razones. En primer lugar, el sistema de “equilibrios mutuos” se asentó, hace doscientos años, sobre una “sociología política” gravemente imperfecta, que a su vez descansaba sobre la idea de que la sociedad estaba formada por pocos grupos, internamente homogéneos, y compuestos por sujetos autointeresados. De ahí el supuesto de que con algunos pocos representantes de esos grupos en los principales órganos de gobierno –por ejemplo, algunos representantes de los “ricos” y de los “pobres” o de los “grandes propietarios” y de los “campesinos”– la sociedad entera podía quedar básicamente representada. Se asumía, por ejemplo, que los representantes de los grandes propietarios y comerciantes en el Senado iban a resguardar bien los intereses de todo su grupo o clase; y lo mismo ocurriría con los representantes de los campesinos o los artesanos en la Cámara de Diputados.
En la actualidad, sin embargo, estos supuestos se han desvanecido en el aire. Hoy vivimos en sociedades diversas, plurales, multiculturales –compuestas por miles de grupos diferentes–, donde, además, ninguna persona puede ser reducida a una sola de sus múltiples facetas. Esto es: en nuestros días, no solo reconocemos la existencia de una miríada de grupos, imposibles de abarcar en el Congreso, sino que consideramos absurdo el supuesto de que una mujer o un indígena puedan representar a todas las mujeres o a los indígenas allí. Por lo demás, ninguno de nosotros se ve a sí mismo solo como “mujer”, como “obrero” o como “indígena”: la identidad de cada cual es múltiple. En este sentido, nos encontramos, en la actualidad, con obstáculos insuperables en relación con la vieja idea de representación política y con la sociología en la que se asentaba. Por ello, el sistema institucional en general, y el Congreso en particular, se muestran hoy estructuralmente incapacitados para cumplir con la promesa que les había dado sentido y justificación dos siglos atrás.
Nuestro esquema institucional actual se revela como “un traje chico” absolutamente incapaz de abarcar al cuerpo que pretende abrigar. Y no hay reforma de la ley electoral o reconstrucción de los partidos políticos que sea capaz de remediar esta debacle. La presente crisis institucional resulta agravada (pero no causada) por la presencia de funcionarios “poco virtuosos” o “corruptos”: estas lamentables consecuencias (que, no por azar, vemos repetidas en las geografías más diversas) son solo el subproducto de un sistema que falla tanto en la representación como en el sistema de controles, y que permite entonces a los funcionarios públicos utilizar los privilegios de los que gozan para beneficiarse a sí mismos, con casi total impunidad. El resultado es conocido: ciudadanos que protestan, en todo el mundo, contra funcionarios a quienes juzgan alejados o distantes y también contra un sistema institucional que consideran ajeno a sus intereses.
Mucho peor que eso. No se trata solo de que hoy contamos con un sistema representativo afectado por una crisis irrecuperable, sino de que además la propia lógica del sistema de “frenos y contrapesos” resulta –en términos normativos– inaceptable. Dado que la idea misma de moderar o atajar el conflicto social otorgando a las distintas partes de la sociedad un poder institucional “equivalente” no solo es un objetivo imposible de cumplir, sino sobre todo antidemocrático en lo que se propone, hoy tenemos razones para cuestionarla y dejarla de lado. En efecto, la democracia no consiste en asegurar que –por caso– ricos y pobres –o industriales y obreros– no se opriman mutuamente, sino que gobierne –con límites, con controles– la mayoría. Conocemos bien la crucial importancia de respetar los derechos de todos, pero del mismo modo sabemos que hay (y deben emplearse) formas distintas de resguardar esos derechos: necesitamos modalidades de protección que no nos impongan el precio de socavar el principio mayoritario. En la actualidad, la “solución” institucional que prima sigue siendo una que –a veces de modos formalizados, a veces de modos más informales– otorga un poder de decisión desmedido a las élites más poderosas.
En ese sentido, podría decirse que lo que muchos describen como el fenómeno político de nuestro tiempo, el “populismo” –ese animal que “conocemos cuando lo vemos”, pero al que nos cuesta tanto definir–, se apoya en, y surge de, problemas como los anteriores: de por sí, invoca la restauración del violentado principio mayoritario (la necesidad de representar al “pueblo”), aprovechándose del señalado “vacío” representativo. Así, viene a restaurar la voz de un pueblo al que ya nadie sería capaz de representar. Pero lo cierto es, sin embargo, que el populista habla y actúa en nombre de un pueblo al que, en los hechos, solo consulta discrecionalmente, cuando quiere, como quiere y hasta donde quiere. En este sentido, el populismo promete la restauración de una democracia perdida, pero se desinteresa de todo proceso de deliberación colectiva y rechaza activamente todo control o toda fiscalización sobre su propio accionar.
Como consecuencia de esto, nos enfrentamos a la crisis democrática y constitucional que hoy reconocemos dondequiera que miremos. Importa subrayar que dicha crisis es menos el producto de “patologías” o “desajustes” imprevistos que el resultado de elecciones institucionales conscientes –más específicamente, de objetivos constitucionalmente perseguidos–. Nos encontramos, en definitiva, con el sometimiento del principio mayoritario al veto discrecional e indiscriminado de múltiples grupos de interés, los que terminan primando, en la actualidad, frente a la impotente voz ciudadana. Quienes valoramos la democracia como un diálogo entre iguales (y volveremos sobre este punto más adelante) necesitamos repudiar este estado de cosas en materia institucional, y reclamar arreglos institucionales alternativos, capaces de devolver a la ciudadanía poder de decisión y control. No se trata simplemente de que, como ciudadanos, elijamos mejor la próxima vez, sino, sobre todo, de hacernos de herramientas institucionales que nos permitan tomar decisiones, y en todo caso controlar de cerca a quienes pretenden actuar en nuestro nombre.
2
Sobre la degradación del sistema de controles (y del control judicial, en particular)
En las actuales condiciones institucionales, cuando se ha revelado imposible la vieja promesa de la representación (incorporar a toda la sociedad dentro de la estructura constitucional), el conjunto de la ciudadanía queda situada “por fuera” del proceso de toma de decisiones. Por ello se tornan más importantes las preguntas acerca del papel que los ciudadanos pueden desempeñar en el control de las acciones de los funcionarios que actúan en su nombre.
Hacer referencia a la “crisis del sistema representativo” no significa negar que haya algún líder o conjunto de funcionarios electos que se vinculen más o mejor con la ciudadanía, o que esta se identifique intensamente con ellos o con algunas de sus iniciativas, durante todo su mandato o durante un tiempo. Sin embargo, es importante subrayar que, de este modo, la representación pasa a depender ya no de la “identidad” o fuerte semejanza entre elegidos y electos –identificación en la que se pensó en sus orígenes– sino del azar, la buena voluntad del funcionario y su discrecionalidad. De allí, otra vez, la creciente importancia del sistema de controles.
Al respecto, podría decirse –como sostuvo en su momento James Madison– que el buen funcionamiento del sistema institucional no puede descansar en el carácter “virtuoso” o angelical de quienes han sido electos. Por eso mismo, para Madison, el “test” del buen sistema institucional consistía en que pudiera funcionar aceptablemente aun en caso de que los cargos públicos fueran ocupados por “demonios” (o por funcionarios devenidos en “demonios”). Para evitar los riesgos de elencos corruptos o poco “virtuosos” resulta fundamental acompañar al sistema representativo con dispositivos eficientes de controles sobre el poder. Los “padres fundadores” del constitucionalismo moderno pensaron en una diversidad de controles posibles: controles internos o endógenos (de una rama del poder frente a las otras) y controles externos o populares. Querría detenerme brevemente en cada uno de ellos, en particular en los controles judiciales, para...

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